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Condenados a racismo perpetuo en Brasil

Fotografía fechada el 30 de octubre de 2019, que muestra Adriana Aparecida que vivió con su madre en la zona para empleados domésticos del apartamento de una familia de clase alta en el barrio noble de Moema, en Sao Paulo (Brasil).

EFE

Sao Paulo —

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Un cementerio de esclavos enterrados bajo un puñado de piedras sin nombre ni fecha, en la espesura de la mata atlántica, muestra los primeros vestigios de un racismo ignorado que aún mata y segrega en Brasil.

La población negra, mayoritaria (56 % de 210 millones de habitantes), es la más golpeada por el desempleo, la que más muere en operaciones policiales y la menos representada en las esferas de poder.

El mayor país latinoamericano se formó por sucesivas oleadas de migrantes europeos y asiáticos, los esclavos venidos de África y las etnias indígenas, pero la integración nunca funcionó en el último país de América en abolir la esclavitud (1888).

Hoy, en pleno Gobierno de la ultraderecha, el presidente Jair Bolsonaro afirma que el racismo es una cosa poco frecuente en Brasil, pero las estadísticas dicen lo contrario: el 73 % de los 52,5 millones de pobres que había el año pasado eran negros, según datos del propio Ejecutivo.

RACISMO QUE MATA Y TORTURA

Fabio Pereira Campos recuerda el día en el que cuatro jóvenes negros, como él, fueron abatidos por la Policía en la calle de atrás de su casa, en la humilde barriada de Americanópolis, en la zona sur de Sao Paulo.

También cuando dos presuntos traficantes asesinaron a balazos a un amigo suyo, negro también, que se disponía a celebrar su dieciocho cumpleaños. “Nos pidieron que nos levantáramos las camisetas, dijimos que no teníamos nada y ahí ellos simplemente descargaron las cuatro pistolas que llevaban en la cara del chico”, relata.

Hoy, con 41 años, Fabio es uno de los pocos de su pandilla que no está muerto o en la cárcel.

En la periferia de Sao Paulo, de mayoría negra, frente a pudientes barrios como Pinheiros, de amplia mayoría blanca, escasean las oportunidades para escapar de la espiral de violencia, drogas y pobreza.

La Policía actúa en estas regiones con extrema dureza. A inicios de diciembre, en Paraisópolis, la segunda mayor favela de Sao Paulo, una incursión de un grupo de agentes terminó en tragedia.

En plena madrugada, unos 5.000 jóvenes disfrutaban de una fiesta de funk -un estilo de música que mezcla el rap y la música electrónica muy popular en estas barriadas-, cuando la patrulla irrumpió con bombas de gas lacrimógeno y balas de perdigones. Aseguraron que buscaban a dos sospechosos que se habían escondido entre la multitud.

La acción provocó una estampida que dejó nueve jóvenes muertos, cuatro de ellos menores de edad. La mayoría de las víctimas eran negras.

Según el Atlas de la Violencia de 2019, un informe elaborado a partir de datos oficiales, el 75,5 % de las víctimas de los homicidios registrados en 2017 (65.602) fueron personas negras.

La tasa de homicidios por cada 100.000 negros fue de 43,1, casi el triple que la registrada entre la población blanca (16).

Fabio, hoy estudiante de Trabajo Social en la universidad y miembro de la Asociación de Amigos y Familiares de Presos (Amparar), es uno de los muchos que aseguran que existe un genocidio contra ellos.

Él también fue víctima de esa marginación en la que se mezcla color de la piel, pobreza, narcotráfico, corrupción y una educación extremadamente precaria.

Empezó a usar drogas cuando tenía tan solo 14 años y no paró hasta los 31: La calle es más atractiva para un chaval de suburbio que no tiene otras perspectivas.

En 2004, veinte gramos de crack le costaron una condena de cuatro años de cárcel, tres en régimen cerrado y uno en la condicional.

Los negros también son mayoría en las cárceles brasileñas, representan el 61,6 % de la vasta población carcelaria del país, que es de unas 812.000 personas, la tercera mayor del mundo.

Cuando salió de prisión, volvió a Americanópolis y al mundo de las drogas.

Tras casi morir de sobredosis y vivir bajo la amenaza de unos policías que le extorsionaban para evitar un nuevo arresto, Fabio, el menor de seis hermanos, es la excepción que confirma la regla. Rehizo su vida y estudió en la universidad.

El racismo volvió a sacudir Americanópolis en julio de este año, cuando un adolescente negro de 17 años fue torturado durante cerca de 40 minutos por dos agentes de seguridad privados en el interior de un supermercado de la red Ricoy, tras robar unas chocolatinas.

Las imágenes, grabadas por uno de los agentes y que circularon por las redes sociales, conmocionaron al país. En ellas se ve al joven desnudo, amordazado y recibiendo latigazos con unos cables eléctricos.

LA HUELLA DE LA ESCLAVITUD

Se estima que Brasil recibió cerca de cinco millones de cautivos africanos de los 12,5 millones que embarcaron rumbo a América a lo largo de más de tres siglos.

Los que llegaban vivos eran subastados o enviados directamente a su nuevo dueño.

Algunos lograron huir y fundaron sus propios asentamientos, hoy conocidos como quilombos, lugares de resistencia. Ivaporunduva es el más antiguo de la región del Vale do Ribeira, en el estado de Sao Paulo. Data del siglo XVI y en este viven unas 110 familias, rodeadas de una explosión de verde y varios ríos que dificultan el acceso a ellos.

Viven de la pesca y los cultivos de arroz, frijol, maíz, caña de azúcar y banana, el principal motor económico de la zona. Para los ciclos de la cosecha se guían por las fases de la Luna, una de sus muchas tradiciones centenarias.

La Iglesia, centro de esta comunidad, fue construida en el siglo XVII por los propios esclavos, obligados a convertirse a la fe católica.

Cuando sus descendientes necesitan recargar energías realizan la ruta del oro, un camino repleto de ríos, puentes hechos con troncos y enormes árboles de palmito, hasta llegar al cementerio de sus ancestros, donde se erigen montículos de piedra a modo de lápidas.

Mi sangre también está ahí derramada, dice Vandir Rodrigues, de 69 años.

Ahí, en medio del bosque atlántico, están enterrados decenas de esclavos, algunos de ellos, sepultados poco después de morir de puro agotamiento mientras bateaban en busca de oro.

Si moría una persona, la ponían ahí debajo y lo llenaban de piedras, ¿por qué?.

Porque habiendo piedras encima, era una señal de que ahí no se podía revolver más, narra.

Se estima que de esta zona salieron unas 400 arrobas de oro, equivalente a unas seis toneladas, rumbo a Lisboa, capital del entonces imperio colonial.

Durante décadas, los quilombos estuvieron aislados del progreso. Esa segregación forzosa propició que hasta hace pocas décadas tuvieran que hacer fuego chascando piedras.

Las personas de la región del Vale do Ribeira dicen que el quilombo dificulta el desarrollo de la región. “Para las empresas somos un problema porque quieren explotar estas tierras”, explica Benedito Alves, de 64 años, uno de los líderes de la comunidad.

La Constitución de 1988 reconoció el derecho de propiedad sobre sus tierras (artículo 68) y obligó al Estado a emitir tales títulos, pero la demora en el reconocimiento oficial se cuenta por años.

En 2017, siendo diputado federal, Bolsonaro aseguró que visitó un quilombo y dijo que sus habitantes no hacían “nada” y que no servían “ni para procrear”.

El hoy presidente fue condenado en primera instancia a pagar una multa.

Insatisfecho, recurrió a la Corte Suprema y el máximo tribunal del país rechazó las acusaciones de racismo.

Antes de las elecciones del año pasado que le llevaron al poder, Bolsonaro atribuyó a los propios negros; la responsabilidad del tráfico de personas en la época colonial y aseguró que los portugueses ni pisaron África.

RACISMO EN EL TRABAJO

Adriana Aparecida vivió con su madre en la zona para empleados domésticos del apartamento de una familia de clase alta en el barrio noble de Moema, en Sao Paulo.

No le estaba permitido entrar por la puerta principal del bloque de vecinos. Tampoco podía utilizar el ascensor de los propietarios ni la piscina de la urbanización. “Me afectaba mucho”, reconoce.

Los niños con los que jugaba, hijos de propietarios, todos blancos, le recordaban constantemente el color de su piel. La primera ofensa era llamarme mono, o decían negrita sal de aquí, eso era normal.

Su madre, Benita, trabajó toda la vida como sirvienta de personas blancas. A sus 71 años, recuerda amargamente su paso por una hacienda de Baurú cuando era una adolescente.

Yo era una esclava. Me despertaba en la madrugada, aún era de noche para trabajar, lavar aquel enorme jardín, cuidar de los perros, ir por el pan... Yo era muy pequeña, hacía las cosas, pero me maltrataban mucho y fue una época en la que intenté suicidarme, narra.

Adriana está desempleada desde septiembre.

Cuando hacemos entrevistas de trabajo, si hay diez personas blancas y yo soy la única negra o hay algún negro más, a la hora de conocer el resultado, vemos que entre los seleccionados no hay ninguno de los negros que estábamos allí presentes, asegura.

Según datos oficiales del año pasado, dos de cada tres personas sin trabajo en Brasil eran negras (64,2 %). La tasa de analfabetismo es de 3,9 % entre blancos y del 9,1 % en la población negra del país. Adriana tuvo que dejar la facultad por falta de recursos.

La divergencia en salarios también es grande. En 2018, el sueldo medio mensual de las personas ocupadas blancas llegó hasta los casi 2.800 reales (680 dólares), un 73,9 % más que el de los negros (1.608 reales o 390 dólares).

La Ley Áurea de 1888 abolió la esclavitud sobre el papel, pero socialmente se mantuvo, especialmente en las relaciones laborales.

El proyecto antinegro continúa funcionando. Lo antinegro es una política, una insignia, un proyecto, asegura Regina Marques, investigadora sobre los efectos psíquicos del racismo y profesora de la Universidad Federal de Bahía.

RACISMO EN LA POLÍTICA

“Me dijo que no iba a jugar conmigo porque sus padres le habían dicho que las personas de mi color robábamos juguetes”. Fernando Holiday tuvo que escuchar ese comentario de boca de uno de sus compañeros blancos de la guardería.

Convertido en el concejal más joven de la historia de Sao Paulo, la mayor ciudad de Brasil, aún tiene que seguir escuchando, a sus 23 años, ese tipo de injurias en el pleno municipal.

Esta vez el autor del ataque no fue un niño, sino el concejal Camilo Cristófaro, del Partido Socialista Brasileño (PSB), un político veterano. Le llamó mono de auditorio, una expresión antigua que en Brasil se usa para designar a una persona fanática, pero que en este caso tuvo un sentido racista.

Holiday es un rara avis. Su ideología, de derechas y contraria a las cotas raciales en las universidades, le ha generado problemas entre los militantes de izquierda y del movimiento negro, quienes le consideran un traidor a la causa.

Él sostiene que las cotas raciales -que han permitido que en 2018, por primera vez, los negros sean mayoría en las instituciones de educación superior (50,3 %)- ayudan a reforzar el prejuicio y los estereotipos en relación a los negros.

Por ello defiende legislar en función de criterios socio-económicos y no por el color de la piel. Naturalmente los mayores beneficiados serían los negros porque ellos forman la mayoría de esa población.

La presencia de negros en la política está lejos de ser mayoritaria en Brasil.

Representan apenas un 24,4 % de los diputados federales, un 28,9 % de los diputados regionales y un 42,1 % de los concejales.

Tampoco lo son en el Poder Judicial, donde el 83,8 % de los magistrados son blancos, según datos del Consejo Nacional de Justicia, ni en el Ejecutivo. De los 22 ministros que componen el Gobierno de Bolsonaro, ninguno es negro.

LA RESISTENCIA

Frente a la discriminación, resistencia, como la que propone Black Money, un movimiento que nació en Estados Unidos y que poco a poco gana adeptos en Brasil.

El objetivo es conectar a empresarios, trabajadores y consumidores negros e intentar que el dinero circule el mayor tiempo posible entre ellos. Pero, además, impulsar proyectos educativos y en definitiva crear una red de “afroempresariado”.

Nina Silva, nacida en una favela de Río de Janeiro hace 37 años, es fundadora de la versión brasileña de Black Money. A ella también la llamaron “macaco” cuando iba a la escuela. Estudió Administración en la Universidad Federal Fluminense y se convirtió en consultora de tecnología, un sector donde “las mujeres eran pocas y las personas negras, cero”.

Tras una temporada en Estados Unidos, en 2017 conoció a su socio, Alan Soares, del área de finanzas, y fundaron Black Money Brasil pensando en esa “falta de espacios negros de poder”.

Nina fue elegida por la prestigiosa revista Forbes como una de las 20 mujeres más poderosas de Brasil y es taxativa contra aquellos que la acusan de fomentar la segregación.

“A esos les digo que vayan a su restaurante preferido y observen dónde está la segregación, observen quién les está atendiendo y quién está siendo servido. Que miren en la calle y vean quién está en los bancos de la plaza, quién está encarcelado, quién está desempleado, quién está muriendo...”.

Carlos Meneses Sánchez

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