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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Muere uno de los últimos supervivientes españoles del campo nazi de Mauthausen

Soriano junto al retrato que le hizo un compañero en Mauthausen. La foto en blanco y negro es de su hermano José, asesinado en la cámara de gas / C.H.

Carlos Hernández

Cristóbal Soriano no podrá cumplir el último sueño de su larga y combativa existencia: alcanzar el siglo de edad. Un simple resfriado, sumado al normal deterioro físico acumulado durante 98 años, ha logrado lo que no consiguieron ni los falangistas ni los mismísimos miembros de las SS nazis.

Este barcelonés se ha marchado, tal y como vivió, sin hacer ruido y rodeado de sus seres queridos en un hospital de Montpellier (Francia). Hace apenas tres semanas seguía jugando al dominó con su hijo Jacques, cantando viejas canciones en cuanto tenía ocasión y recordando su historia con dolor, pero sin un ápice de rencor.

Con su muerte desaparece el último testigo catalán que vivió el horror de Mauthausen. Apenas quedan con vida ocho españoles supervivientes de ese campo de concentración nazi, además del asturiano Vicente García que permaneció prisionero en Buchenwald y de la también catalana Neus Catalá que estuvo cautiva en el de Ravensbrück.

Soriano ha fallecido, como la mayor parte de sus compañeros, en el exilio francés del que jamás regresó salvo para visitar a su querida familia de Barcelona o asistir a los escasísimos homenajes que le brindó la patria por la que entregó su juventud y buena parte de su vida.  

La lucha de Cristóbal comenzó en julio de 1936, poco después del golpe de Estado liderado por los generales Sanjurjo, Mola y Franco. Aunque solo tenía 16 años, se reunió con un grupo de amigos y se marchó al frente para defender la democracia republicana: “Allí, cuando los anarquistas nos vieron —relataba Cristóbal con una sonrisa pícara—, nos dijeron que éramos aún unos niños y nos obligaron a marcharnos a casa. Tuve que esperar a que llamaran a filas a la quinta del biberón y entonces sí pude alistarme para combatir en el Batallón Thaelmann de la XII Brigada Internacional”.

Con esa unidad participó en numerosas batallas como la de Guadalajara o el Ebro. En febrero de 1939, formó parte del medio millón de hombres, mujeres y niños que cruzaron hacia Francia huyendo del avance de las tropas franquistas.

Tras un breve paso por los campos de concentración en que la democracia francesa hacinó a los republicanos españoles, Cristóbal se alistó en la Legión Extranjera. Con el uniforme del Ejército galo volvió a luchar, esta vez para intentar evitar, inútilmente, la invasión alemana de Francia.

Junto a cientos de miles de soldados franceses, británicos, holandeses y belgas, el barcelonés y otros 10.000 españoles fueron capturados por los nazis en junio de 1940. Cristóbal pasó por los campos de prisioneros de guerra de Altengrabow y Fallingbostel; en este último se reencontró con su hermano José que había quedado lisiado de un brazo por una herida sufrida durante los combates.

En Fallingbostel y en el resto de estos campos donde se respetaban, más o menos, los derechos humanos y la Convención de Ginebra es donde los españoles deberían haber pasado el resto de la guerra. Sin embargo Franco, a través de su ministro de la Gobernación Serrano Suñer, pactó con Hitler la deportación y el exterminio de los prisioneros españoles. La Gestapo sacó a los hermanos Soriano y al resto de republicanos de los campos de prisioneros de guerra y los envió a Mauthausen: “Franco era aliado de Hitler y de Pétain (...) lo mejor era hacernos trabajar y, al mismo tiempo, matarnos. Como hicieron con los judíos”, explicaba Cristóbal a quien quisiera escucharle.

Jugarse la vida por su hermano José

Tras un viaje infernal en vagones de ganado que duró varios días, Cristóbal entró en el campo de concentración nazi de Mauthausen el 25 de noviembre de 1940.

En solo año y medio morirían en ese lugar de hambre, enfermedades, malos tratos, gaseados, fusilados… cerca de 5.000 españoles. Lo peor se vivía en la cercana cantera de granito en la que eran obligados a trabajar como esclavos y con una escasísima alimentación: “Cuando terminábamos la jornada —explicaba con gesto sombrío Soriano— teníamos que coger una piedra y subir una larguísima escalera. Si los SS veían que era muy pequeña, te decían que la tiraras y te daban una más pesada. Muchos compañeros morían porque recibían golpes y puntapiés que les hacían caer junto a la piedra y esta les chafaba la cabeza. Había soldados alemanes que disfrutaban en invierno, cuando la escalera estaba helada y llena de nieve; disfrutaban dándote una patada para hacerte caer. De esta forma se provocaban muchas muertes.”

Si sobrevivir siendo joven y estando sano era un auténtico milagro, quienes no podían trabajar por su edad o estado físico estaban condenados a un rápido viaje hacia el crematorio. Cristóbal vio como su hermano José, al tener un brazo inútil, era seleccionado por los SS para ir a Gusen, un subcampo de Mauthausen situado a 5 kilómetros que era conocido como El Matadero. El barcelonés no lo dudó un instante. Aunque sabía que en Gusen tendría aún menos opciones de mantenerse vivo, se ofreció voluntario para poder reunirse con su hermano: “El que se encargaba de hacer la lista me dijo: ”Vas a hacer una gran tontería, pero, en fin, si tienes un hermano allí, quizá merezca la pena“”.

Cristóbal consiguió protegerle durante nueve meses más, pero en diciembre de 1941 José fue subido a un camión por los SS y llevado al cercano castillo de Hartheim donde le asesinaron en la cámara de gas. Ya solo, el barcelonés asistió a la muerte de numerosos compañeros y sufrió en sus carnes todo tipo de torturas. Famélico y desmoralizado, un día decidió suicidarse, lanzándose contra la alambrada electrificada: “Me agarraron entre cuatro o cinco amigos. ”¿Tú estás loco? Perteneces a nuestro grupo y tienes que aguantar“, me dijeron. En fin, no sé por qué intenté hacerlo, fue un momento en el que perdí la noción de todo”, recordaba con sentimiento de culpa.

Si Cristóbal logró sobrevivir fue en gran medida porque un compañero le enseñó a pulir las piedras que extraían de la cantera. Con un trabajo que resultaba útil para los nazis y con numerosos golpes de suerte consiguió asistir el 5 de mayo de 1945 al momento en que las tropas estadounidenses liberaron el campo. Un instante de gran felicidad que luego se tornó en decepción. Los Aliados no cumplieron su promesa de acabar con Franco, el último dictador fascista que quedaba en Europa.

Los supervivientes españoles de los campos se encontraron con que no tenían una patria a la que regresar. Cristóbal, como la mayoría de sus compañeros, acabó instalándose en el sur de Francia. El trabajo de sastre que había ejercido en Barcelona antes de comenzar su interminable calvario, le permitió ganarse la vida y formar una familia.

Aunque iban pasando los años, siempre arrastró secuelas físicas y psicológicas de su paso por el campo. Más de una vez estuvo a punto de tirar la toalla y marcharse antes de tiempo de este mundo, pero el cariño de su hijo Jacques, de su nuera Evelyn y de su esposa Angelita le hicieron seguir adelante. Mirando siempre hacia España le dolía el olvido y hasta, en ocasiones, el desprecio con el que nuestro país le trató tanto a él como al resto de víctimas españolas del nazismo. Solo la Generalitat y el Parlamento catalán le rindieron, ya bien entrado el siglo XXI, el homenaje que tanto merecía.

Él, pese a todo, siguió a lo suyo y cumplió hasta el último día de su vida el solemne juramento que hicieron los supervivientes de Mauthausen tras la liberación: prestar su testimonio, contar lo ocurrido para que el mundo recuerde el horror al que conduce el fascismo y para evitar que se diluya la memoria de sus compañeros asesinados.

De hecho hace 30 meses, con 96 años a sus espaldas, regresó por última vez al campo de concentración con motivo del 70 aniversario de la liberación. Allí explicó a jóvenes y no tan jóvenes franceses y españoles cómo era la vida y la muerte entre aquellas alambradas. Allí también escuchó al entonces ministro de Asuntos Exteriores de Rajoy prometer que el Estado brindaría inmediatamente el reconocimiento que le debía a los deportados y deportadas españoles Dos años y medio después, el pasado día 12, Soriano murió sin ver cumplida aquella solemne promesa. Su familia trasladará sus cenizas a Barcelona para que, tal y como él deseaba, reposen allí para siempre.

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