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Crónicas desde la línea de meta: motivación, felicidad e inquietud en las etapas avanzadas de la vida

"A los mayores se nos hace menores", Agustín Zamarrón, 75 años. Diputado.

David López Canales

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Agustín Zamarrón, a sus 75 años, vive una segunda vida, una segunda carrera, como dice, convertido en el imprevisto diputado más mayor del Congreso. Con la misma edad, la Tati, célebre bailaora flamenca de Madrid, sigue acudiendo a impartir clases a sus alumnas en la escuela Amor de Dios. Le queda un año aún para colgar los zapatos de baile, aunque no quiere retirarse. En cambio, Paulino Ramos, de 65, cuenta ya las horas para dejar por fin el restaurante al que ha dedicado su vida. Tiene tantas cosas pendientes por hacer que lo necesita; entre ellas, estudiar. Eso hace a diario Benedicta Martínez, de 70 años, matriculada en la Universidad para Mayores. Las dos caras de la vejez las muestran Andrés Jiménez, de 82, un abuelo feliz con sus seis nietos, y Manuela del Castillo, de 92, con una cabeza y memoria prodigiosas que no le impiden reflexionar sobre lo sola que se siente. Seis realidades diferentes de una etapa de la vida que cuenta con muchas modalidades más…

Zamarrón llegó al Congreso hace dos años, en tren, desde Miranda de Ebro, donde vive, atusándose su barba valleinclanesca y dejando atrás, como dice él, la vida monacal que había hecho siempre. Médico de carrera, su día a día fueron durante décadas sus pacientes, su familia y el estudio, siempre el estudio, pasión compartida con su esposa. En 2019 no es que decidiera presentarse en las listas por Burgos del PSOE, sino que “aceptó hacerlo”, afirma, porque se lo propusieron y porque “cuando a uno lo llaman para representar sus ideas no puede oponerse”. Hoy, dos años y medio después, Zamarrón, esdrújulo y didáctico como un profesor de literatura, que cita reincidente y pasionalmente a Antonio Machado, afable y conversador vehemente, siente que ha vivido dos vidas. A sus 75 años es el político de más edad del Congreso, y un hombre que considera que se le ha dado “la oportunidad de vivir hechos nuevos en la vejez”; también, la de jubilarse dos veces “y rara vez la gente tiene esa suerte”. Pero, sobre todo, ha tenido la oportunidad de volver “a servir a mi nación”, como dice que ya hizo en su juventud, en ese territorio hoy propiedad de la memoria que fue el servicio militar. Cuenta Zamarrón, que preside la Comisión de Cultura de la cámara, que sus compañeros de partido lo llaman “don Agustín”. Él les agradece el don, aunque le suena raro. Pero agradece más todavía la “condescendencia y el amor” con los que lo tratan. “Y que me escuchen y me soporten, porque son tolerantes con mi pesadez y con mis defectos”, afirma con una sonrisa asomando bajo la tupida barba. “Todos tenemos defectos, sí –reconoce–. Pero yo no los disimulo ya”.

Zamarrón no tiene colegas de su generación en un hemiciclo en el que la edad media es inferior a 50 años, pero confiesa sentirse igualmente representado allí porque “la juventud o la vejez están en el espíritu, no en la cronología. A lo mejor uno, por haber vivido, cree saberlo todo. Pero, como dijo don Antonio: en mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad”. Sí echa en falta, concede, un debate más amplio sobre las personas mayores; que no se quede todo en las pensiones. “Se nos hace menores. La pensión está bien, pero me suena a cuando, con siete años, me daban la paguita, que también estaba bien. Hay que luchar para que lleguemos a edades mayores con mayor salubridad, salud y proyección”. Zamarrón vive de martes a viernes en Madrid y regresa el fin de semana a Miranda, con su esposa, a su añorada y ahora aplazada vida monacal de la jubilación y a esas lecturas con las que ha llenado, y sigue haciéndolo, su vida. Recientemente, cuenta, ha releído al Arcipreste de Hita y esa idea de que el mayor vicio que existe es la codicia. Haciéndolo, se ha percatado de que en su nueva vida en el Congreso, como en la anterior, ha mantenido siempre una “carencia muy valorable: no he tenido nunca ambición”. Eso le ha permitido siempre, cuenta también, encontrarse consigo mismo.

A sus 92 años, Manuela del Castillo es un portento de memoria y de locuacidad. Sin pararse apenas a respirar, cuenta la historia de su familia, desde sus antepasados que llegaron de Sevilla a Madrid hasta el trabajo actual de sus nueve sobrinos; viaja a un Madrid, el de su infancia, que era todo campo, y a un Vallecas, el barrio donde nació y donde sigue viviendo, en el que eran todos como familia; narra la vida de artistas que hoy son calle o estatua; y entrelaza, a pinceladas, los retales de una vida, la suya, en la que creció pasando hambre pero odiando la fruta –aún hoy la odia–, trabajando 40 años como ayudante de cocina hasta que se jubiló, agotada, a los 60, y teniendo un novio, Paco, durante 12 años, con el que finalmente, contra pronóstico, contra los tiempos, contra todo, parece, no se casó para ser finalmente soltera y, como confiesa, nunca arrepentirse ni pensar demasiado en ello. Manuela se va por las ramas de su árbol genealógico y de ahí salta a fechas, lugares, emociones y hechos en todas direcciones hasta que, sorprendentemente, como una equilibrista deslumbrante, termina aterrizando en el punto donde comenzó y cerrando el círculo del recuerdo. Pero hay en todos esos círculos que traza una idea recurrente y punzante que Manuela repite. Se siente, cuenta, muy sola. “A todo el que he podido he echado una mano y durante años he cuidado de muchísima gente, desde mi familia hasta, incluso, la de mi exnovio. Y no me pesa, pero no he recibido nada y ahora no tengo a nadie”, se lamenta.

Se asoma al descansillo del piso donde vive –por el que paga 600 € de los 900 que cobra de pensión, con la que llega a fin de mes gracias a la ayuda que le da un sobrino–; dice que no sabe quién vive alrededor ni a quién pedir ayuda si le pasa algo, porque ahora no solo no se conocen los vecinos, sino que ni siquiera le dan confianza. Manuela lleva una pulsera de asistencia, “el botón”, como lo llama, para pedir ayuda si la necesita. Lo ha pulsado en varias ocasiones porque se ha caído “muchas veces” y el botón palia el miedo a que vuelva a pasar. Cada semana recibe, además, a Mayte, voluntaria de la ONG Grandes Mayores, que le hace una grieta a la soledad viscosa en la que vive. Manuela del Castillo, cuentan los responsables de la ONG, es un perfil recurrente en España: una anciana que ha sobrevivido a todos y que vive sola, que ha cuidado toda su vida y que ahora se encuentra sin atención. ¿Y qué le hace feliz? “Pensar en una muerte buena. Algo instantáneo. Porque con los años que tengo pienso que me tengo que morir...”. ¿Piensa mucho en ello? “Sí, porque son tantas horas sola...”.

Es lunes, dos de la tarde, y Francisca Sadornil, ‘la Tati’, sale renqueante del estudio número 2 de la escuela de baile flamenco Amor de Dios de Madrid. Acaba de impartir una clase de tres horas y está agotada. El zapateo de las aulas contiguas atruena los pasillos. “¡Esto parece una carpintería!”, se queja. La Tati añora ese flamenco, el suyo, el de siempre, el que aprendió desde niña en el barrio del Rastro, el que bailó durante décadas en tablaos y teatros por todo el mundo, que no era tanta “gimnasia”, como dice, tanto virtuosismo de piernas y pies. “Yo soy una de las que empezaron a enseñar el flamenco agitanado, el del tablao. Antes era todo más de academia. Pero en mi época comenzamos a venir a dar clases los gitanos y los genuinos, los que veníamos de los tablaos. Era siempre un flamenco más de inspiración que de contar los números del compás –cuenta–. Aún hoy, cada vez que bailo es diferente. Mira, yo si me miro al espejo y me veo dos días la misma cara, me aburro. Me tengo que pintar un ojo, cambiar el peinado, algo… ¿Por qué te crees que estoy viva? Pues porque no me aburro”.

La Tati sigue bailando, pero no por el dinero, sino por necesidad espiritual: quiere saber que puede hacerlo, que aún puede dar algo a sus alumnas

La Tati anda pensando ya en “cortarse la coleta”, como dice. Quiere hacerlo el año que viene, sobre los escenarios, con un espectáculo al que ya le da vueltas. También se retirará de las clases diarias, aunque planea seguir dando algunas especiales. “Yo porque soy una superdotada, porque con mi edad no hay nadie bailando, al menos con mi cabeza, mi figura y mi equilibrio. Todos los demás se han muerto o se han ido”, afirma orgullosa. La Tati es una leyenda del baile flamenco en Madrid. Más que eso, casi un unicornio. A sus 75 años sigue acudiendo a dar clase a Amor de Dios, donde empezó a ser maestra de otros bailaores en 1976. Desde entonces, dice, “he trabajado muchísimo, pero esta academia ha sido siempre mi cuartel general”. La Tati se ha pasado seis décadas sobre los escenarios, pero hoy vive –y pide al periodista que lo escriba, para que se conozca la realidad del flamenco– gracias a su pensión de viudedad. De su trabajo, dice, nada. “Casi nunca me cotizaron, ni siquiera con algunas giras de los años 60 patrocinadas por el Gobierno”. Sigue dando clase, pero no por el dinero, apunta. “Lo hago porque lo necesito. El dinero es primordial, qué tontería, pero es solo una ayuda”. Su necesidad va más allá. “Es espiritual, digamos. Por saber que puedo hacerlo y que todavía puedo darles algo a mis alumnas. Porque yo no me quiero ir con equipaje encima. Yo quisiera irme de este mundo habiendo dado todo lo bueno que puedo: desde amor y baile hasta mi ropa de bailar o mis joyas. Libre y ligera como una libélula”.

Paulino Ramos no ha decidido aún cuál será el primer sitio al que viaje cuando se jubile, pero sí que necesita “hacer cosas distintas, que me realicen”. Ya tiene un listado, que parece confeccionado con tinta de años y paciencia de santo: retomar el inglés que empezó a aprender mientras vivió un año en Inglaterra, tras estudiar Turismo (antes de que el restaurante donde creció, Casa Paulino, lo abdujera para siempre); leer historia; dedicarse a la familia; ir a conferencias; hacer excursiones por la montaña... “Hacer cosas que no he hecho nunca, que no he podido tener”, resume, y suspira antes de dar un trago a la copa de vino con la que se ha sentado a charlar en una de las mesas de su restaurante. Son las seis de la tarde y este es el primer momento en que ha parado. Cuando termine la conversación se levantará a la carrera; aún hay trabajo pendiente: recoger las mesas y preparar las cenas. A las ocho debe estar todo listo de nuevo. Segundo ‘round’ del día. Así, siete días a la semana. “Estoy ‘aperreao’ –se resigna–. Como un perro, de asfixiado, de trabajo, de no llegar nunca a terminarlo”. Paulino tiene 65 años y una fecha en el calendario: el año que viene. Entonces, por fin, se jubilará. El punto y final a más de 40 años tras la barra de la tasca que sus padres abrieron en Chamberí en 1954, y que él convirtió, con esfuerzo y ganas de innovar, en uno de los primeros locales que empezaron a hacer comida diferente a precios populares. Cuando lo haga, dice, tratará de que sus empleados sigan con el restaurante. Si no quieren o no funciona, lo traspasará. La nostalgia no le ata. “Pienso más en todas esas vivencias que quiero tener, porque las necesito”, se justifica. Con Paulino, como ensalza él, desaparecerá “uno de los últimos hosteleros que quedan en Madrid”. Uno de esos dueños y cocineros, atentos, que dan todo lo que pueden al restaurante porque el restaurante ha sido y es toda su vida. Cuando finalmente lo haga, Paulino sabe ya que añorará, si no las mesas, sí a sus inquilinos. A los clientes que durante años se han convertido en amigos, “lo mejor de este trabajo”, y a los que ya ha propuesto seguirles cocinando para pequeñas celebraciones. Así él podrá continuar haciendo lo que hace ahora: cocinar –su pasión–, ver cómo disfrutan de sus platos y sentarse a las copas, como uno más, para charlar.

Benedicta Martínez confiesa, con su acento marcado de A Coruña, que no se le hizo raro el día que cambió, casi una vida después, la pizarra del profesor por la mesa de los alumnos. Benedicta pasó de ser maestra de primaria a alumna de la Universidad para Mayores de la Complutense. Desde 1999, esta división, como otras universidades en España, ofrece cursos no oficiales, pero impartidos por profesores de la institución. Inicialmente estaba abierta para mayores de 65, pero hace cuatro años se rebajó la edad de ingreso hasta los 50. Benedicta se apuntó en cuanto se jubiló. “¿Qué hacía si no? ¿Me quedo en casa aislada? Quise hacerlo por retomar el ambiente de estudiante y porque es una forma, además, de mejorar la memoria, de tener el cerebro más activo”, explica. Benedicta tiene 70 años y está divorciada. Desde hace un año, vive con uno de sus tres hijos en el pueblo madrileño de Pedrezuela, aunque confiesa que echa de menos la ciudad porque allí tenía todo más a mano. Sobre todo, su universidad. Benedicta comenzó haciendo los estudios de primer ciclo, un curso de cuatro años enfocado en las humanidades, con arte, literatura, historia, filosofía... Luego siguió con cursos monográficos, desde el antiguo Egipto hasta la poesía española del siglo XX, al que está apuntada este cuatrimestre, cuenta sacando del bolso una antología de Luis Cernuda. La pandemia, sin embargo, trastocó todo. Se suspendieron los cursos presenciales y Benedicta se quedó sin esa otra parte de su universidad que tanto le gusta, la de las relaciones sociales, las nuevas amistades y los viajes y excursiones culturales que se organizan. Desde que llegó la pandemia, ha hecho dos cursos virtuales, pero ya espera impaciente, y así lo dice varias veces, retomar los presenciales. La mayoría de los cursos se aprueban con trabajos finales. Son pocos los profesores que ponen exámenes. Pero aun así –ciertas costumbres no se pierden nunca– algunos alumnos los plagian de internet. Benedicta no. A ella le gusta investigar. “¿Para qué? Si me apunté para eso. Si no estudias, la memoria no trabaja, y hay que tener el cerebro activo. Es una forma de mantenerte más joven”.

Vizmanos, Soria, donde Andrés Jiménez nació y creció, era un pueblo de menos de 300 habitantes. Se vivía de la agricultura y la ganadería, de la trashumancia, de lo que se podía. Allí no había siquiera carretera. La más cercana estaba a nueve kilómetros. La que hoy por fin existe, para un pueblo convertido ya en una aldea sin apenas vecinos, empezó a construirse en los años 60, cuando comenzó también la gran ola de emigración a las ciudades. Andrés se fue en 1964, a Madrid. Allí estudió electricidad del automóvil, allí hizo carrera en la fábrica de Pegaso, allí se jubiló con 54 años y allí ha hecho su vida. Tiene 82 años y cuando cuenta a alguno de sus seis nietos todo eso del pueblo, donde regresa cada primavera ansioso por echarse al campo a buscar perrechicos, ellos lo miran sin comprenderle bien. “¿Y no había carretera? –le preguntan–. ¿Y teníais que ir a caballo?”. Cuando nació Marina, la mayor de sus nietos, que hoy tiene nueve años, Andrés aún se echaba al suelo para jugar con ella. Con Juan, de cuatro, el último en llegar, ya no puede enredar tanto; pero aún juega al fútbol en el pasillo de su casa. Andrés es, como lo describe su familia, un “abuelo feliz”, retrato de esos hombres y mujeres que llegan a esta etapa ya jubilados, con la vida hecha, los hijos “colocados”, como dice él, y con nietos de los que disfrutar. Feliz o “relajado”, como lo describe Andrés, con esa parquedad en las palabras y esa moderación del norte. “Nuestra vida no está mal, es tranquila, tenemos lo suficiente para vivir decentemente. Eso es lo mejor de esta etapa. Las metas que tenías están más o menos cumplidas y toca relax”, explica.

Ni los achaques de las muñecas y rodillas le impiden disfrutar de esos nietos, los hijos de sus tres hijos, a los que intenta ver al menos un día a la semana en sus casas y que cuando vienen a la suya entran en tropel buscando al abuelo, aunque la abuela, a veces, se ponga celosa. “Y la entiendo… –concede Andrés–, porque ella hace muchas más cosas que yo y tiene más dedicación a ellos”. Andrés cuenta también que la llegada de esos nietos le cambió la vida tras una jubilación muy temprana. “Estás más pendiente de ellos. Al fin y al cabo son la prolongación de tus hijos y sientes que tienes unas obligaciones también”, afirma. Lo peor de esta etapa, sin embargo, más allá de la rodilla puñetera, es que “quieras o no, cada vez ves más cerca el final”. Frente a eso, el presente absoluto de los niños. Pocos días antes de recibirnos, Andrés celebró su cumpleaños junto a uno de sus nietos. Él cumplía 82 y Elías, ocho, pero le ha dicho el niño que solo los separan dos años. El abuelo se reía. “¿Qué dices?”, le preguntaba. “¿Cómo va a ser?”. El niño retiró entonces la vela con forma de dos. “¿Lo ves?”. Llevaba razón.

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