El diagnóstico de sida para Quique en 1986 fue una sentencia de muerte. Le dieron seis meses, recuerda 36 años después. En 1991, Carmen tuvo que aprender a morir. Con la mejora en los tratamientos, desaprendió ese camino para vivir y dar vida. En 2005 fue madre de un bebé seronegativo. Siete años después, Jordi recibió la noticia de que había contraído el virus. Para entonces ya había evidencia de que una persona en tratamiento podía tener una carga viral indetectable y hacer una vida normal, más allá de la pastilla diaria. Pese a todo, el miedo a un virus desconocido y estigmatizado por la población seguía ahí.
Los suyos son tres testimonios de una cronología que los expertos definen como un éxito médico pero que vive lastrado por el estigma social. Pese a que un paciente en tratamiento puede tener una vida normal, no transmitir el virus y disfrutar de una esperanza de vida similar a la de cualquier persona sin VIH, un 8% de la población desearía segregar a las 150.000 personas diagnosticadas en España; el 11,3% desaprueba que trabajen en una oficina; y el 49% no se sentiría cómodo si un compañero de colegio de su hijo o hija fuera seropositivo, según los datos del pacto social para el VIH.
5 de junio de 1981. Es la fecha que inicia el camino de una epidemia que se ha llevado por delante la vida de más de 40 millones de personas en todo el mundo. Ese día, el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) notificó cinco casos de una extraña neumonía en hombres homosexuales. Un mes después, The New York Times titulaba uno de sus artículos: “Un raro caso de cáncer visto en 41 homosexuales”. Así comenzó el estigma de un virus al que medios de comunicación comenzaron a llamar “cáncer gay” o “cáncer rosa”.
En diciembre de 1981, se diagnosticó el primer caso de sida en España. Fue en el Hospital Vall d'Hebrón de Barcelona, donde la doctora Inmaculada Ocaña realizaba la especialidad de infecciosas, a la que ha consagrado toda su vida laboral. “En aquel momento se desconocía lo que era esta enfermedad”, explica a elDiario.es quien sería desde 1994 jefa de esta unidad.
“Los primeros años fueron devastadores”
“Los primeros años fueron devastadores, porque la mayoría de estas infecciones oportunistas no tenían tratamiento. En este sentido, los pacientes tuvieron una morbimortalidad enorme y fallecieron muchísimos. Al cabo de unos cinco o seis años, empezaron a salir los primeros antirretrovirales, que eran monoterapias y que les provocaban muy pocos efectos beneficiosos”, señala Ocaña.
El año en que se realizó la primera operación con un corazón artificial, a Quique Poveda le dieron seis meses de vida. Era 1986 y tenía 26 años. Entró en el Hospital Virgen de la Arrixaca de Murcia y salió con el peor pronóstico. “Ese tiempo fue pasando y no me moría, así hasta hoy”, bromea 36 años después. “Yo tenía tres estigmas: uno por ser gay, otro por ser yonqui y otro por tener sida”, explica. Una triple discriminación que supuso una condena de soledad durante una década. “Tuve un duelo de diez años yendo al psicólogo y el psicólogo enseñándome a morir”, cuenta.
Carmen Martín recibió el diagnóstico en 1991. “Era una sentencia de muerte”, coincide. “Supuso pensar que no iba a tener futuro, que no iba a tener una familia, que no iba a tener una pareja, que iba a ser muy difícil encontrar un trabajo”, explica. “Lo difícil ha sido que primero tuve que aprender a morir y luego tuve que aprender a vivir con VIH”, cuenta desde Cantabria, donde dirige la Asociación Anti Sida (ACCAS).
En aquellos años, los únicos tratamientos disponibles eran muy tóxicos. “Los efectos secundarios eran incapacitantes, tanto el dolor de estómago como las diarreas, la fiebre, la anemia y la falta de fuerzas”, recuerda Carmen. Pero todo cambió en 1996. “Hubo dos grandes avances”, indica Ocaña. Por un lado, se descubrió cómo detectar la carga viral, y por otro, se empezó a hablar de las combinaciones de tratamientos. “En cuanto pudimos dar estos 'combos' empezamos a ver un declive importantísimo de la morbimortalidad de los pacientes y un aumento de los linfocitos CD4. Se quedaban indetectables de la carga viral”, explica.
Aunque también tenían efectos secundarios, la mejora en la vida de los pacientes fue notable. “Era un cóctel explosivo, unas 14 pastillas diarias solamente para el VIH. Eso todos los días es complicado, además eran pastillas extremadamente grandes y que provocaban efectos no deseados, no solamente en el cambio de mi cuerpo, sino también problemas de sueño, de digestión y estomacales en general”, cuenta Carmen.
A lo largo de los 2000 los tratamientos siguieron mejorando hasta reducirlos a una única pastilla al día, que además evitaba los efectos secundarios que se experimentaban en años anteriores. Además, en las unidades de enfermedades infecciosas de los hospitales empezó a constatarse un hecho que se comprobó científicamente unos años después: que las personas en tratamiento con carga viral indetectable no podían transmitir el virus. “Yo estaba casi plenamente convencida de que gracias a los avances científicos podía tener un bebé sin transmitirle mi infección”, cuenta Carmen, que tuvo un niño en 2005, entre el juicio de quienes no entendías su deseo de ser madre.
“Como mujer resulta extremadamente complicado. Es complejo vivir con VIH por el peso del estigma y el juicio social, por todas las violencias y sobre todo por la violencia de género, que también nos atraviesa, y el juicio de la sociedad”, lamenta. Cuando su hijo nació, los médicos tuvieron que hacerle un seguimiento durante los primeros 18 meses de vida. Ese tiempo, recuerda Carmen, fue el que se sintió más juzgada. “Esta mujer está loca porque ha querido tener un hijo estando enferma”, recuerda.
“Estaba lleno de prejuicios”
“Nosotros siempre decimos que estos 40 años de trabajo contra el VIH son un éxito clínico, pero un fracaso social, que es la asignatura pendiente”, señala la presidenta de la Coordinadora Estatal de VIH y Sida (Cesida), Reyes Velayos. “Esto ha llevado a que las personas tengan miedo de hacerse la prueba por el miedo a un resultado positivo que implique que lo tienen que contar, aunque sea en un entorno controlado, por la discriminación que sigue habiendo”, señala.
“La primera reacción al recibir el diagnostico es de mucho miedo y mucho enfado. Por un lado por pensar que el VIH era algo que no me afectaría nunca. Reconozco que estaba lleno de prejuicios en aquel momento y lo veía como algo distante, algo que no me afectaría. Y por otro lado, con miedo a las cosas más comunes, a qué pasará con mi familia, con mis amigos, al sexo y a enamorarme”, admite Jordi San José.
Cuando recibió el diagnóstico en 2012, con 26 años, “ni siquiera sabía la diferencia entre VIH y sida”, de la que ahora habla con soltura. “El tratamiento es muy sencillo. Lo importante es adherirse a él, porque es algo que tienes que hacer durante el resto de tu vida. Una vez que tomas la pastilla cada día, al cabo de unos tres meses ya te has convertido en indetectable”, explica.
Pero el camino hasta aquí tampoco ha sido fácil. “Decido no contárselo a nadie. Esto es el momento más duro del proceso, porque siempre he tenido una relación muy estrecha con mi familia y con mis amigos. Mi hermana estaba embarazada de su primera hija y yo tenía muchísimo miedo de si me dejarían acariciar a esta criatura”, relata. “Vivir algo así en silencio era muy complicado”, continúa.
Vicente Estrada es el jefe de infecciosas del Hospital Clínico San Carlos y lleva atendiendo a pacientes con VIH desde hace más de dos décadas. “El [avance en tratamiento] más importante y el que aún estamos viviendo ahora es el de los inhibidores de la integrasa, que es una enzima que tiene el virus y que se puede bloquear con estos fármacos, mucho más potentes y más seguros que los anteriores”, explica.
Además, prevé la próxima revolución, que ya está en marcha: la de los fármacos inyectables, que ya se están utilizando. “Probablemente, en un futuro se puedan administrar incluso por vía subcutánea y tengan una acción prolongada, de forma que el paciente no necesite tomar una pastilla todos los días, sino que se ponga una inyección cada dos meses”, desarrolla el experto.
El Clínico participó activamente en el estudio Partner 1, que se presentó en 2014 y probó esa intransmisibilidad del virus entre parejas serodiscordantes que ya se veía en las consultas. “Sabemos con total certeza que indetectable es igual a intransmisible”, incide Estrada. Esta, explica el doctor, es la primera prevención para la transmisión del virus. Por eso, los expertos se afanan en repetir la importancia de hacerse las pruebas y que la población conozca su estado serológico. “De los retos que tenemos pendientes para acabar con el VIH para 2030 sigue estando el diagnóstico precoz”, señala Velayos, que reclama también la especialidad de infecciosas en España: “Para cuando se jubilen los médicos que están ahora trabajando en las unidades no va a haber una especialidad específica y se va a dejar a las personas un poco desamparadas médicamente”.
Pero en los últimos años los avances científicos han ido también en la línea de evitar prevenir nuevos diagnósticos entre grupos más susceptibles de contraer la infección. En España, desde noviembre de 2019, la Prep se ha incluido en la cartera básica del Sistema Nacional de Salud.
“Consiste en que personas que tienen un riesgo de adquirir el VIH se tomen una pastilla de manera preventiva para no cogerlo”, explica Estrada. “La Prep surge internacionalmente hacia el año 2011, cuando se aprueba por la FDA en Estados Unidos y a partir de ahí comienza a introducirse progresivamente y de forma muy lenta en Europa, siendo España uno de los países que más tarde la adoptan, a pesar de tener el mayor número de infecciones anuales del propio continente”, señala el presidente de Apoyo Positivo, Jorge Garrido, que lamenta que “sigue habiendo un problema de acceso”.
El otro eje de investigación en torno a la prevención es el desarrollo de una vacuna, que permita inmunizar también a poblaciones donde el acceso al tratamiento una vez contraído el virus es más difícil, como el África subsahariana y algunas zonas de Asia. “El gran problema del VIH es que es un virus con una tasa de mutación muy alta, por eso para otras enfermedades se puede desarrollar una vacuna en cuestión de dos años o menos, como la COVID-19, y nosotros llevamos 40 años trabajando y no la hemos encontrado”, explica Estrada.
“Los ensayos que se han hecho hasta ahora, desgraciadamente, no han funcionado. Ahora estamos participando en el ensayo Mosaico, que es un ensayo mundial y en el que tenemos esperanzas”, se muestra optimista el experto, que no descarta tampoco avanzar hacia la cura definitiva: “Es un objetivo de la comunidad científica y, de momento, se ha avanzado en parte, pero yo creo que dentro de unos años tendremos información”.
Vídeo: Nando Ochando, Clara Rodríguez, Xabi González, Carmen Molina