Cronología del virus que cambió nuestras vidas: así aprendimos en doce meses cómo se enfrenta una epidemia

El lunes 9 de marzo de 2020 ya hacía más de tres semanas que el coronavirus había explotado en Italia y que los casos se habían comenzado a confirmar a cuentagotas en España. Y unos pocos días desde las primeras muertes en residencias de ancianos. Fernando Simón llevaba casi un mes dando una rueda de prensa diaria para informar y –hasta ese momento– tranquilizar: estábamos en un escenario de “contención” del nuevo virus, que aquel 9 de marzo pasaría a ser de “contención reforzada”. Porque aquella rueda de prensa no fue tranquilizadora. Simón se limitó a decir que el número de casos se había duplicado desde el día anterior en Madrid, que había que analizarlo y que por la tarde nos dirían más. Por la tarde, el entonces ministro Salvador Illa y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, salieron en paralelo para anunciar que los 1,5 millones de estudiantes de Madrid debían dejar de asistir a clase durante 14 días; también unas decenas de miles en Euskadi. Aquella tarde de lunes en la que se tomó la primera gran restricción para frenar el SARS-CoV-2 en España y que daba inicio a una semana que cambiaría la historia del país, algunos responsables de Sanidad todavía confesaban que no veían viable usar en una sociedad como la española la técnica china para frenar el virus: el confinamiento total de la población.

Fue viable porque no quedó otra. En España ya había “transmisión comunitaria”. Y frente a las dudas, la sociedad española acató un encierro que duraría dos meses. El sábado 14 de marzo, el presidente del Gobierno ordenó a todos los ciudadanos que no salieran de casa, en un principio durante dos semanas. El segundo estado de alarma de la democracia comenzó con un discurso cuyo contenido podría haber salido en una novela de José Saramago, y convirtió Salvador Illa en el ministro con más poder de la historia de la democracia.

El 11 de marzo, en medio de esa semana de sobresaltos, la OMS había declarado que lo que vivíamos era una pandemia. Aquellos días previos al confinamiento, Simón había explicado, con una pizarra y un rotulador, cuál era el primer objetivo frente a la COVID-19, el más inmediato: aplanar la curva. Y toda España se obsesionó con esa meta común durante semanas. En el peor escenario, calculaba Simón, nos llevaría cuatro meses. Y sin confinamiento, los contagios hubiesen seguido aumentando de forma exponencial. Parecía lógico, pero por entonces todavía estábamos aprendiendo qué era una pandemia. Cuándo comenzaba, cuándo terminaba y en qué se diferenciaba de una epidemia. 

Para la anterior gran pandemia causada por una enfermedad respiratoria había que remontarse a 1968; para una que fuese comparable a esta, a 1918. Autoridades, científicos, periodistas y ciudadanos tuvieron que aprender en simultáneo cómo se enfrentaba, cómo se contaba y cómo se asumía una crisis de estas características. Lo que siguen son unas líneas y gráficos repasando en qué fallamos, en qué acertamos y sobre todo, qué aprendimos.

Los días de marzo que siguieron al discurso de Pedro Sánchez todos estábamos encerrados en casa menos los trabajadores considerados esenciales y necesarios para resolver esta crisis social y de salud, como los sanitarios, cuidadoras y empleados de supermercados. Y esos días empezaron a llegar no solo números, también titulares horribles. Este fue uno del 23 de marzo: “El Ejército encuentra ancianos conviviendo con cadáveres en residencias de mayores”. El coronavirus había entrado en la gran mayoría de estos centros sociosanitarios y los familiares se enteraban de lo que pasaba por televisión o, como mucho, por videollamada. El Ejército había intervenido y el director del Imserso puso aquellos días en valor el trabajo de las profesionales, que en algunos momentos fueron cuestionadas: “Será noticia donde no funcionen los protocolos, pero hay mucha profesionalidad y la situación es muy grave”. 

Las muertes con toda su crudeza llegaron en abril, justo un mes después de que la gente se contagiara en masa. El 1 de abril, la subdirectora del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, María José Sierra, salió a dar la rueda de prensa por entonces diaria –sábados y domingos incluidos– organizada por el Ministerio de Sanidad. Fue uno de los pocos días en los que no lo hizo el director, Fernando Simón, porque él mismo estaba confinado tras haber dado positivo. La cifra de fallecidos con diagnóstico de coronavirus que dio Sierra aquel 1 de abril estuvo marcada en el calendario durante mucho tiempo como la más negra: sobrepasó los 900. La primavera de 2020 se llevó por delante a buena parte de una sola generación. El 95% de los fallecidos tenían más de 60 años y el 60%, más de 80. Los datos de exceso de mortalidad demuestran que en la mayoría de países europeos estuvimos ante la mayor crisis de mortalidad del último medio siglo. A marzo de 2021, hay 72.258 fallecidos con diagnóstico COVID-19 en España.

En abril, ante la escasez mundial de reactivos para hacer PCR y el colapso de los laboratorios, todos los países estaban infradiagnosticando. También había escasez de mascarillas (la OMS seguía sin recomendarlas a la población general), de respiradores y de test rápidos. En España no se hacía pruebas a los enfermos en dos supuestos: si eran leves, porque la única orden era quedarse en casa; o si vivían en residencias. El estudio de seroprevalencia del Instituto de Salud Carlos III reveló algunos meses después que eso suponía que solo se estaba detectando el 10% de los casos. Y cálculos posteriores, que entre 15.000 y 20.000 fallecidos se quedaron fuera de las estadísticas oficiales entre marzo y abril.

Es decir, ese día en que las estadísticas reflejaron más de 900 muertos por COVID-19, en realidad fueron muchos más. Hasta marzo de 2021 no hemos tenido una cifra oficial del Gobierno que estime cuántas personas han fallecido en geriátricos por coronavirus: son 29.408 entre marzo de 2020 y febrero de 2021. Entre marzo y mayo, la primera ola, 19.835. Murieron el 16% de los residentes de la Comunidad de Madrid, la región, junto a las dos Castillas, más golpeada por el coronavirus. Hasta marzo de 2021 no hemos sabido muchas cosas, pero fue en mayo de 2020 cuando comenzamos a saber alguna. “Morirán de forma indigna”, decía el correo que el consejero de Políticas Sociales, Alberto Reyero (Cs), le había enviado dos meses antes al de Sanidad, Enrique Ruiz Escudero (PP), alertándole de que había que hacer algo con lo que estaba pasando en los geriátricos. Reyero terminó dimitiendo en septiembre.

La situación epidemiológica, tras un mes de encierro, mejoró, y ya se podía salir a pasear. Pero el estado de alarma seguía rigiendo nuestras vidas mientras el Ministerio de Sanidad diseñaba una desescalada por fases, que fue permitiendo reuniones y aperturas de comercios de manera gradual. Todos los países europeos estaban en las mismas y los expertos alertaban: si el mundo nunca se había enfrentado a un confinamiento global como el de marzo, tampoco a un proceso de apertura como el de mayo, con el virus todavía presente.

Cada viernes se anunciaba quiénes pasaban de nivel y quiénes no. Madrid no había bajado sus casos lo suficiente según el criterio de los técnicos de Sanidad. Se quedó atrás, junto a Catalunya y algunas partes de Castilla y León o la Comunidad Valenciana. Lo de Madrid costó uno de los primeros choques duros entre el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso y el central, que se repetirían durante el resto del año, y costó otra dimisión, esta en mayo, de Yolanda Fuentes, directora general de Salud Pública de la Comunidad de Madrid, que no estaba de acuerdo con la desescalada precipitada que exigía Ayuso. Para el 25 de mayo, al final de la primavera, ya podían abrir las terrazas de bares de todo el país, con aforos limitados, y el confinamiento estricto había terminado en España. Los cierres perimetrales de todas las regiones permanecían y Sanidad cambió de criterio: decidió que las mascarillas fuesen obligatorias en espacios públicos.

Con la llegada del verano terminó el estado de alarma y todas las competencias volvieron a las comunidades. El Ministerio volvió a ser un órgano de mera coordinación: presentaron un plan de contingencia para evitar futuras olas, pero muy genérico y sin parámetros. El 21 de junio España llegó a tener solo 8 casos de COVID-19 por cada 100.000 habitantes, una tasa muy baja que no se volvió nunca a alcanzar. Por entonces ya hacía semanas que se hablaba del rastreo de contactos para controlar nuevas olas y brotes. La clave era tener profesionales que identificaran a las personas positivas y aislaran durante 14 días a todos sus contactos, para cortar las cadenas de transmisión a tiempo. El plan fracasó. Cada comunidad lo gestionó por su cuenta y surgieron desigualdades tremendas entre contrataciones, contactos identificados y número de asintomáticos.

A principios de julio todavía se podían contar los brotes, y todavía asustaban. Se podían hacer mapas que localizaban todos los focos activos en el país. La zona caliente era el límite entre Lleida y Huesca, especialmente por la transmisión que se produjo entre trabajadores temporeros de la fruta que viven en condiciones insalubres. Cuando acabó el mes ya no se podían seguir los brotes y volvió a haber transmisión comunitaria en prácticamente toda España; algunas comunidades recurrieron a cierres perimetrales quirúrgicos, en zonas muy concretas. España vivió un verano libre, pero en tensión.

La incidencia es un término epidemiológico que el Ministerio usó desde el principio –así se ve en las actas de las reuniones que mantenía el gabinete de crisis– y que se emplea para medir todas las epidemias, también en la de la gripe. Pero la prensa y el gran público no empezaron a familiarizarse con él del todo hasta agosto. Entonces se recurría mucho al ejemplo de Alemania: Berlín había puesto el umbral de 50 casos por cada 100.000 habitantes para cerrarse. Madrid pasó en agosto de 30 a 416. También los brotes de Lleida y Huesca se habían expandido a grandes ciudades como Barcelona y Zaragoza. La segunda ola ya había empezado (¿o era una continuación de la primera?). Ese mes Salvador Illa acordó con los consejeros autonómicos el cierre de todo el ocio nocturno del país. Fue la primera de un goteo de restricciones que con los meses terminaría en reducciones de aforos de comercios, de reuniones, y cierres.

Para septiembre, Madrid ya era la región con más incidencia de toda Europa. Los niños volvieron al colegio por primera vez desde marzo, mientras el ministro de Sanidad pedía a los madrileños que no salieran de sus casas más que para lo imprescindible. Pero el gobierno de Díaz Ayuso sostuvo una estrategia de mantener abierto el comercio a pesar de la expansión del virus. La presidenta y Pedro Sánchez escenificaron, con 17 banderas de España, una tregua que duró muy poco. Las posiciones volvieron a chocar y Madrid optó, contra del criterio de Sanidad, por una vía que todavía no ha demostrado efectividad: el cierre de zonas básicas de salud. Fueron casi todas las que tenían más de 1.000 casos por cada 100.000 habitantes, una cifra absolutamente extrema. Los expertos decían que la mitad, 500, ya era inasumible. 

Octubre empezó con el tercer estado de alarma de la democracia y el segundo del año, pero solo sobre Madrid. El Gobierno quería evitar un éxodo de madrileños durante el puente del Pilar. En el principio de un otoño que resultaría ser larguísimo conocimos un nuevo concepto epidemiológico: la positividad. Esto es, el número de test que daban positivo de cuantos se hacían. Más de un 15% era una muy mala cifra porque implicaba que no se estaba rastreando bien. También entraron en nuestras vidas unas nuevas pruebas diagnósticas, los test de antígenos. Los primeros en incorporarlas fueron Madrid, La Rioja, Castilla y León y Castilla-La Mancha. Muy útiles para poder tener resultados rápidos y que deje de haber un tapón en laboratorios, pero con bastantes fallos a la hora de detectar a asintomáticos. Y el semáforo de Sanidad: el Ministerio por fin puso umbrales de incidencia según el riesgo y medidas concretas asociadas a ellos, una tarea que se le reclamaba desde verano.

 Y el mes terminó con el pico de la segunda ola, el ordenamiento del cuarto y más largo estado de alarma de la democracia –ahora sí sobre todo el país–, y un término que era bastante difícil de imaginar que en 2020 acabaríamos incorporando a nuestras vidas: el toque de queda. Lo adoptaron todas las comunidades, también casi todas (menos Madrid) acabaron cerrando esos días sus comercios y volviendo a algo muy parecido al confinamiento, pero con los colegios abiertos y paseos permitidos.

La segunda ola fue menos letal que la primera, pero la curva de contagios creció mucho más. Porque también lo hicieron diagnósticos. Los test de antígenos y agilización de los procesos de laboratorio consiguieron que ya se detectase a aproximadamente el 60% de las personas con COVID-19 frente al 10% de la primavera, según el Ministerio. En el pico de la primera ola los casos detectados llegaron a 8.000 de media al día; en la segunda ola la curva subió hasta superar los 20.000. Por el contrario, las muertes no llegaron nunca a las 900 de primavera: el máximo fue 330. Supimos en noviembre que uno de cada diez españoles se había infectado en algún momento. Y la curva comenzó a descender, por fin, en noviembre, por primera vez desde julio.

El punto más bajo de la segunda ola llegó el 10 de diciembre de 2020: 188 casos por cada 100.000 habitantes. Todavía riesgo alto, según el semáforo de Sanidad. Justo después del puente de la Constitución, la incidencia volvió a crecer y ya no paró hasta mediados de enero. También subieron los ingresados, la positividad y las muertes. Además, en Navidad se redujeron el número de pruebas diagnósticas drásticamente. 

Pero el 27 de diciembre se cumplieron las previsiones más optimistas, las que llegaban desde verano pero casi todos tomaban con escepticismo. Antes de que terminara 2020 se vacunó, con dosis desarrolladas por la farmacéutica Pfizer, a la primera persona en España: Araceli Hidalgo. La crisis comenzaba a resolverse por el primer lugar que lo sufrió, las residencias de ancianos. Seguiría por los más mayores, y luego por los considerados trabajadores esenciales (policías, bomberos, docentes y militares, no los mismos que en primavera). Y aprendimos nuevos conceptos: eficacia, efectividad, farmacovigilancia. En medio de lo que ya se llamaba tercera ola y del inicio de la vacunación, Salvador Illa anunció que dejaba el Ministerio para irse de candidato del PSC a la Generalitat de Catalunya. Su sustituta sería Carolina Darias.

Menos de un mes después de la Navidad llegó el pico de contagios de la tercera ola. La ocupación hospitalaria superó la de la segunda ola y el pico llegó a principios de febrero: 32.000 ingresados, casi 5.000 de ellos en UCI. Fallecieron 500 personas algunos días. No es posible hacer una comparación con la situación de la primavera porque el Ministerio nunca ha publicado los datos diarios de ocupación hospitalaria anteriores a agosto. Fernando Simón explicó que durante la primera semana de abril se llegó a 50.000 personas con COVID-19 ocupando camas en los hospitales, llegaron a ser el 80% de los ingresados en UCI por cualquier motivo y el 50% de las plazas generales. Otra vez, a la cabeza las dos Castillas, Madrid y Catalunya.

En febrero, un año después de aquellos primeros casos de Italia y de las primeras muertes en geriátricos, las dosis diarias de la vacuna contra la COVID-19 comenzaron a aumentar: de 50.000 dosis al día de media hasta casi 100.000 en toda España. Y en las residencias comenzó a verse la luz. Los brotes ya se han reducido cerca del 100%.

España llega a marzo de 2021 entre los 15 países con más muertes por COVID-19 por millón de habitantes. El primer fin de la pandemia se podrá contar cuando tengamos al 70% de la población vacunada, unas 35 millones de personas en España, un objetivo que se ha marcado para septiembre. El virus se quedará con nosotros, pero se tendrá que proteger a todos los países, también a los más pobres del sur global, si queremos que no vuelva nunca de manera virulenta.

Un año después, sabemos mucho más términos de epidemiología y también sabemos más del coronavirus. El tiempo que duren sus consecuencias todavía es impredecible.