La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Diásporas climáticas

Gonzalo Fanjul

Director de investigaciones de la Fundación porCausa —

Nadie hubiera dicho que aquella tierra semidesértica produjese nada, nunca. Sin embargo, en la pequeña parcela que rodeaba la jaima de Aourriye (“Libertad”) en la región mauritana de Assaba, su familia aprovechaba los meses de lluvia entre septiembre y noviembre para cultivar alimentos como el mijo y el sorgo. Con su pequeña cosecha, un puñado de animales y la actividad trashumante de los hombres, ellos y las comunidades rurales de Mauritania han ido toreando el hambre a lo largo de generaciones.

Aquel verano de 2012 las cosas eran diferentes. Cuando entrevisté a Aourriye, la lluvia no había llegado en la temporada pasada y el temible período del soudure (carestía de pocos meses) se había extendido a lo largo de todo el año. La sequía empujó al marido de Aourriye a la emigración y a ella y a sus ocho hijos a la desesperación: “El año pasado hubo un periodo de recogida de alimentos, pero este año no. En la época de lluvias, cultivo; esa es mi actividad y vivo de eso. Ahora tengo muchas dificultades para encontrar alimentos para mis hijos. Todos comen lo mismo, del mismo plato. También tengo muchas dificultades para conseguir agua. (…) Por supuesto, estoy preocupada con el futuro de mis hijos. Lo que más deseo para ellos es que puedan ir a la escuela y que en el futuro sean autónomos, se puedan mantener”.

En un país de algo más de cuatro millones de habitantes, el 25% de los mauritanos se arraciman hoy en la ciudad de Nuakchot, cuya población se ha multiplicado por 120 desde 1980. No menos de 200.000 han buscado suerte en diversos países de la región, del Golfo Pérsico y de Europa. Otros muchos les seguirán. Son parte de los llamados migrantes y refugiados “climáticos”, un concepto que tomó cuerpo político por primera vez en noviembre de 2015, cuando la Cumbre del Clima de París incorporó este término al catálogo de desaguisados provocados por el calentamiento global. “Nos enfrentamos a grandes movimientos migratorios y de refugiados, y el cambio climático es una de las causas fundamentales del número récord de personas que se han visto obligadas a migrar”, dijo en aquel momento William L. Swing, Director General de la Organización Internacional de Migraciones.

Desde entonces el término se ha establecido por derecho propio en el imaginario político global. La agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) calcula que una media de 21,5 millones de personas se han visto obligadas cada año desde 2008 a desplazarse de su lugar de origen como consecuencia de fenómenos naturales extremos como inundaciones, tormentas, incendios y períodos extendidos de calor intenso. Un número indeterminado de otros muchos miles de desplazados son las víctimas directas de fenómenos lentos pero insorteables como las sequías, la variabilidad de las lluvias, la degradación del suelo y el aumento del nivel de los mares. De acuerdo con las cifras expresadas en el Foro de Diagnóstico sobre las Migraciones Climáticas –celebrado en Madrid en noviembre de 2017- el número total de afectados se acerca mucho a los 200 millones desde el año 2008. Pero incluso esta cifra podría quedarse corta si, como propone Greenpeace, incluimos en esta categoría a quienes se ven obligados a desplazarse como consecuencia de las propias medidas de lucha contra el cambio climático. Poblaciones enteras de África oriental, por ejemplo, han sido expulsadas de sus territorios para desarrollar grandes operaciones comerciales de reforestación.

El triple frente

Las migraciones climáticas plantean desafíos fundamentales en tres frentes. El primero de ellos es legal. La acepción genérica reconocida por la Cumbre del Clima esconde un batiburrillo conceptual que no deja claro quiénes son realmente estas personas y cómo pueden ser contadas. Ambas cosas son imprescindibles cuando se trata de desarrollar y proteger sus derechos. Mientras que los supuestos actuales de las normas de protección internacional definen con claridad quiénes están bajo su amparo –víctimas de conflictos y persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas- y cuáles son las obligaciones de los Estados y de sus autoridades, en el caso de los refugiados climáticos esta obligación legal es inexistente.

Algunos expertos, como el director del Centro para el Estudio de los Refugiados de la Universidad de Oxford, Alexander Betts, han señalado la necesidad de expandir el alcance de las obligaciones de protección internacional para adaptarlas a una realidad muy diferente a la de hace más de medio siglo, cuando estas fueron establecidas (ver cuadro). Otros han señalado la oportunidad de extender al desplazamiento internacional regulaciones existentes para otras circunstancias, como los Principios Rectores sobre el Desplazamiento Interno (1998). El propio Parlamento Europeo se planteó este asunto en 2011 sobre la base de un menú de posibilidades que iban desde la creación de un nuevo marco legislativo hasta la extensión de los actuales mecanismos de protección, pasando por el impulso político que dio lugar al reconocimiento de estos migrantes dentro del Convenio Marco de la ONU sobre Cambio Climático.

Lamentablemente, cualquier posible compromiso de Europa en este campo se diluyó a partir de 2014 con la llamada crisis de refugiados, un fenómeno que ha puesto en riesgo incluso los estrechos supuestos de protección previstos en la legislación actual.

El segundo desafío es de carácter humanitario. Las cifras mundiales de desplazamiento forzoso –que alcanzaron un nuevo record a finales de 2016 con 65,6 millones de personas- constituyen solo una parte de las necesidades humanitarias globales, que afectan actualmente a 136 millones de seres humanos víctimas de conflictos, persecución, desastres naturales y pandemias. Mientras tanto, la brecha que separa las necesidades financieras de los recursos ofrecidos por los donantes se hace cada vez más grande: si en el año 2012 las agencias internacionales reclamaron 8.800 millones de dólares y recibieron 5.800 millones, cinco años después las necesidades humanitarias globales prácticamente se han triplicado (23.500 millones de dólares) y la financiación disponible se ha estancado en menos de la mitad de esa cifra.

Nada en el horizonte de las migraciones climáticas sugiere que esta situación vaya a remitir. Más bien lo contrario. Solo en los últimos meses hemos sido testigos de temperaturas récord y una ola de incendios sin precedentes en regiones enteras de Estados Unidos y Europa occidental; de huracanes en el Golfo de México y el Caribe que han arrasado vidas y hogares y destruido décadas de inversiones e infraestructuras en Texas y Puerto Rico; o de inundaciones de proporciones bíblicas en Nepal, India y Bangladesh que han matado a no menos de 1.300 personas y desplazado a 40 millones. La recurrencia de fenómenos naturales extremos –derivados directa o indirectamente del cambio climático- constituye un signo de nuestro tiempo y una de las mayores amenazas humanitarias que haya vivido el planeta a lo largo de su historia. Como ha demostrado el caso sirio –cuyo conflicto violento fue precedido entre 2006 y 2010 por una devastadora sequía que disparó la vulnerabilidad y el descontento de la población- las crisis humanitarias son fenómenos complejos en donde diferentes factores se imbrican para generar círculos viciosos cada vez más difíciles de romper.

El tercer reto está directamente relacionado con los anteriores y es de carácter político. El mejor modo de atender las necesidades de los migrantes y refugiados climáticos es, en primer lugar, reconocer la responsabilidad histórica que los principales países contaminantes tienen en su situación. En segundo lugar, trabajar de manera activa para prevenir la intensificación de estos flujos antes de que se produzca. En ambos casos existen pocas razones para ser optimistas. La cumbre del clima celebrada en Bonn hace pocas semanas escenificó el doble fracaso de una agenda que mantiene las emisiones de CO2 en los niveles récord alcanzados en 2015 y de un armazón político seriamente debilitado por el abandono y los ataques de la Administración Trump.

Es difícil que un puñado de legisladores que consideran el calentamiento global una conspiración liberal o un castigo divino reconozcan la obligación de compensar a otros por ello. Curiosamente, necesitaremos algo muy parecido a un milagro para salir del atolladero: si la comunidad internacional quiere financiar en 2050 las estrategias del adaptación al cambio climático –que mitigarían de manera cierta las consecuencias sobre el desplazamiento forzoso-, el esfuerzo anual de los países donantes tendría que crecer entre 6 y 13 veces de aquí a 2030, de acuerdo con las estimaciones más recientes de la Agencia de la ONU para el Medio Ambiente (UNEP).

El siglo XXI es ya el siglo de la movilidad humana. Cuánto de este proceso será voluntario, ordenado y provechoso para todas las partes, y cuánto se reducirá a la huida caótica y desesperada de masas desposeídas de sus recursos más esenciales dependerá en parte de nuestra capacidad para intervenir ahora. La clave está en reconocer en lugares como Mauritania la fotografía del mundo que seremos y actuar en consecuencia.

Adaptando las normas de protección internacional a la realidad del siglo XXI

El régimen de protección de los refugiados creado tras la Segunda Guerra Mundial fue concebido para amparar a aquellos que escapan de la acción directa de los Estados o incluso de actores no estatales, pero lo que no hace es proteger a aquellos que escapan de privaciones económicas extremas que pueden llegar incluso a amenazar su propia existencia. En este caso, los culpables son Estados frágiles o fallidos que fracasan en la protección de sus propias poblaciones, convirtiéndolas en “migrantes de supervivencia”.

Este concepto, acuñado por el profesor de la Universidad de Oxford Alexander Betts, describe el desplazamiento de centenares de millones de seres humanos procedentes de países como Somalia o Zimbabue, donde el régimen criminal e incapaz del recientemente depuesto Robert Mugabe provocó la huida a Sudáfrica de unos dos millones de sus ciudadanos. Aunque el trabajo del profesor Betts se centra en la región subsahariana, es difícil no recocer en esta categoría a otras muchas poblaciones, como los centenares de miles que han abandonado el llamado Triángulo Norte centroamericano huyendo de la violencia y la desigualdad extremas.

En ocasiones –como en el caso de Kenia- los Estados de acogida han optado por reconocer a estos desplazados internacionales forzosos la misma condición de refugiados que a los demás. Pero esta es la excepción, como señala Betts, y las agencias internacionales no hacen más que seguir el criterio que establecen los gobiernos en cada caso. “Necesitamos reconocer que existe un vacío fundamental en la protección internacional. (…) No se trata de cargarnos con nuevas normas e instituciones, sino de hacer que las actuales funcionen mejor. (…) Los migrantes de supervivencia tienen derechos humanos fundamentales, y en ocasiones el único modo de garantizarlos es no devolverles forzosamente a Estados que no pueden o no quieren protegerlos”.