Doñana no se muere… al menos en los museos

Peio H. Riaño

22 de abril de 2023 22:26 h

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Es uno de los horizontes más estrictos de la historia del paisaje andaluz. Vemos una línea mínima compuesta por tierra, arena y marismas, rodeada por un cielo y un mar que apenas se diferencian. Es mínimo, infinito y horizontal. Algunos se atreverían a llamarlo “soso”, porque no hay detalle realista milimétrico en el que embobarse. Ni rayo de luz que caiga sobre una rama para perderse en él durante horas. No. El Doñana de Carmen Laffón (1934-2021) era una leve lengua de tierra coronada con manchas verdes.

Carmen Laffón prefería llamarle “coto”, no “parque nacional”. O “la otra banda”, como dicen los sanluqueños. La pintora lo descubrió en 1975, en una azotea de un piso que encontró en Sanlúcar de Barrameda gracias a su tía Carmela. Se convirtió en su horizonte, que ahora es nuestra memoria. El paisaje de Carmen Laffón es un Doñana en extinción.

El Guadalquivir la llevó de Sevilla, donde nació, a Sanlúcar de Barrameda, donde aprendió a mirar mirando el coto. Veinticinco años después de quedar atrapada en ese horizonte sencillo –como ella lo definía– fue elegida académica de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y escribió un intenso ensayo sobre el paisaje que se agota y se transforma en nuestros días.

Hace dos décadas parecían no existir amenazas contra este patrimonio andaluz y de la humanidad. Nadie pensaba en la destrucción del que Laffón llamó su paraíso. “Era lo que veía y sentía desde mi casa. Grandiosidad de la naturaleza sencilla”, escribió la académica y pintora. Lo que fue Doñana es lo que vemos en sus lienzos. Es la naturaleza que nos ha quedado para ver en los museos. Esa delicada visión artística es también el documento de un pasado que se borra (de la misma manera que la luz de su pintura parece borrar el paisaje de sus visiones).

Carmen Laffón se acercaba a la variación continua del paisaje, a la sorpresa de cada hora. A esos cambios inesperados los definía como su labor pictórica. “A finales de los años setenta sentí la necesidad de aproximarme a Doñana, a ese coto lejano de mi niñez. Y me acerqué a otra Sanlúcar, la de su playa de Bajo de Guía, desde donde se siente más cercano el coto”, escribió en el año 2000. Ella restó importancia a ese paso que fue decisivo en la historia del paisajismo andaluz.

Cultura del agua

La tradición anterior a ella insistió en la cultura del agua y los monumentos durante dos siglos y medio. Pero nunca los pintores andaluces se habían interesado por hacer el camino que hizo Laffón, y dejar atrás Sevilla para llegar a esa margen del Guadalquivir, con Huelva enfrente. La marismas no parecían interesar a los pintores naturalistas. Era un horizonte virgen.

Cuenta la historiadora del arte Magdalena Illán que el turismo decimonónico determinó las vistas que los artistas reprodujeron. El dinero manda. Sevilla y los alrededores se convirtieron en el reclamo exótico que no perdía una venta. “Aquellos pintores no se sintieron atraídos por el paisaje de Huelva. El Guadalquivir también fue muy atractivo para los paisajistas, pero hay que esperar hasta el siglo XX a ver Doñana en pintura”, descubre Magdalena Illán, profesora titular en la Universidad de Sevilla.

La Jefa del Área de Conservación del Museo Carmen Thyssen de Málaga es Bárbara García Menéndez, que insiste en el mismo punto de vista. Lo que interesó a los pintores románticos fue el “skyline” histórico y monumental de Sevilla. “Es la visión que les sorprende al llegar por el río. La pintura romántica española parte de la mirada que construyeron los artistas turistas y su búsqueda del exotismo. Vieron en España el último confín de Europa y había un mercado deseoso de estas 'postales' de viaje. Los paisajistas españoles se sumaron a la moda de reproducir la imagen tópica del paisaje español”, profundiza García.

La naturaleza perdida

Hasta que llegó Carmen Laffón y miró otros horizontes. Y rompió con ese paisaje, pero mantuvo la mirada emocionada del pintor ante la naturaleza. Antes la practicó, sobre todos, Emilio Sánchez Perrier (1855-1907): el río fue la modernidad para este sevillano. El pintor del agua y de los humedales (de los que ha borrado a la figura humana). Emilio Sánchez Perrier como Carmen Laffón fueron el reflejo de la madre naturaleza y se han convertido en el recuerdo de la naturaleza que se desvanece.  

“El agua es interior, es el agua de la imaginación andaluza, sedienta, buscadora, inquieta por la sed, por el solano”, escribe el historiador Diego Romero de Solís sobre la atracción de la pintura andaluza por el agua. Lo que antes fue belleza ahora es documento; lo que fue contemplación es memoria. “El agua es un vínculo materno y el vínculo se rompe una y otra vez”, subraya Romero de Solís.

Cuando nos asomamos a estos lienzos de Laffón lo hacemos a la fragilidad del destino del agua. Que es, también, la del destino del ser humano. El agua es utopía y esperanza en las visiones que pinta Carmen Laffón desde su terraza. “La casa tiene 70 metros cuadrados, pero la terraza son 80”, nos cuenta su sobrino Manuel Laffón, encargado de gestionar el legado de la hermana de su madre.

Al coto en Sanlúcar siempre le han llamado “la otra banda”. Esa terraza está a dos kilómetros de la lengua de tierra de Doñana. “Y justo enfrente, al otro lado, en la margen de Huelva, el Coto de Doñana. Lo que percibo de este territorio es una franja estrecha y larga, que se asienta en una horizontal perfecta sobre el río, cuando se hace ancho y profundo, antes de volcarse al mar”, escribió la pintora en su discurso de ingreso a la Academia.

Doñana desde la terraza

Hablaba de los pinos que componen esta franja, acosados por las dunas móviles, y de los que veía asomar sus copas. También de la playa y la mata de finas hebras que fija las dunas. “Esta imagen escueta, esta síntesis de un territorio mítico y legendario, tiene para quien la contempla amorosamente la capacidad de sugerir un universo extenso y variado”, dijo Carmen Laffón.

Desde aquella terraza que todavía conserva la familia, Carmen miró Doñana a diario y la pintó sin hartazgo. Vio cómo la naturaleza del Parque Nacional era siempre distinta. “Uno de los cuadros incluido en las series es tan rojo que casi es Rothko. Hay un día al año que pasa eso, que atardece así en Sanlúcar, que el cielo se vuelve rojo, rojo, rojo. Son luces reales, no hay nada inventado. Todo lo que hay ahí es lo que ella veía, lo que ocurría”, cuenta su sobrino.

Manuel Laffón se dedica a negociar con el grano, conoce la necesidad del agua y está preocupado porque es el quinto año consecutivo de sequía y, hasta el momento, el dicho popular limitaba la sequía a cuatro años. Dice que la producción anual de grano en Andalucía llega a los 2,5 millones de toneladas, pero este año a duras penas llegará a un cuarto de millón. Sólo recuerda un año similar en los noventa.

“La sequía es una pandemia, no un tema político. No vamos a tener agua. En Pozoblanco [Córdoba] ya les están llevando agua. La arboleda frutícola no se va a regar y se va a morir. Si esto no es cíclico, el mundo se va a acabar. Mi tía también estaría muy preocupada con esta falta de lluvia y de inundaciones”, cuenta Manuel tratando de evitar la polémica Ley del PP y Vox que cuestiona el futuro del parque.

Carmen Laffón no sabía muy bien por qué, pero pocas veces cruzó al coto desde su orilla. “Era y es para mí algo tan atrayente como inaccesible. Pero intento pintarla, desde la cercana lejanía de esta banda sanluqueña, y desentrañar sus esencias y su misterioso mundo”, contaba. Imaginaba lo que sucedía tras los pinos, creía adivinar su interior repleto de bosques, lagunas, lucios y corrales “de nombres sombríos o evocadores de tierras y de vida que contienen”.

Su vida estaba en esa desembocadura, en aquella naturaleza que escribía con mayúscula para decir que la admiraba y amaba. Su pintura no es la del gesto turístico y romántico. Laffón atendió a los lugares considerados no bellos, esos paisajes humildes, de extraña belleza y aparente simplicidad. “Son tan frágiles y están tan amenazados que pueden ser destruidos, como ya lo han sido muchos, sin que la sociedad tome conciencia de lo que supone esa pérdida, y sin haberlos sabido apreciar en su justo valor”, dejó dicho con forma de sentencia la pintora del realismo sencillo. Juan Bosco Díaz-Urmeneta escribió sobre los cuadros del Doñana de Laffón que la belleza no es la única verdad de la naturaleza. “Es más bien un cebo. La belleza nos impulsa a pensar la naturaleza y a descubrirnos en ella como carne inteligente”.

Los antiguos guardas del parque le contaban que un día del mes de febrero, los ánsares en gran bandada se levantaban de manera inesperada e iniciaban su camino de retorno al norte de Europa. Era el anuncio de la primavera. Entonces la gran nube animal ensombrecía el amanecer de Doñana.