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Vivir para contarlo: los supervivientes que hundieron a los genocidas en Argentina
ENTREVISTA | Directora del Museo Sitio de Memoria ESMA
Entrar en la ESMA estremece. El horror de las torturas, de los hombres y mujeres desaparecidos detrás de un número, hacinados, en la soledad constante de capuchas y grilletes, esperando la muerte, se deja sentir en cada rincón, aunque no se vea. Quizá el gran mérito de Alejandra Naftal (museóloga, superviviente de un centro de detención clandestina) es haber conseguido que uno de los epicentros de la máquina genocida de la dictadura argentina cuente semejante historia en espacios diáfanos, sin apenas imágenes, con el solo peso de las palabras de los que vivieron para contarlo. Ahora que se plantea una resignificación del Valle de los Caídos, el monumento creado para gloria del régimen franquista, la directora del Museo Sitio de Memoria ESMA reflexiona sobre el proceso de transformación del edificio que se ha convertido en un símbolo de la memoria histórica en el mundo. Y también señala las diferencias entre su país y España a la hora de afrontar ese desafío.
¿Cuándo se inicia el proceso de recuperación de la memoria histórica tras la dictadura?
A mí me gusta decir que la Argentina tiene un rasgo diferencial: que hace memoria. Aquí desde el inicio mismo de la dictadura hubo un proceso de memoria del conflicto. Cuando las Madres de Plaza de Mayo en 1977 se pusieron el pañuelo en la cabeza ya estaban haciendo un acto de memoria que se iba a transmitir de generación en generación. Por eso quizá socialmente ya estaba plantado el germen de lo que más tarde se acabaría haciendo. De todas maneras, son procesos largos. Y en el caso de nuestro país ese proceso se basó siempre en tres conceptos: memoria, verdad y justicia.
En España en cambio se utiliza recurrentemente el concepto de reconciliación.
Los procesos de justicia transicional a veces ponen el foco en esto. Como en Sudáfrica, que juntaba a la víctima y al victimario para que el criminal le contara lo que había hecho y la víctima se quedara con todo aquello y lo perdonara. En Argentina no se basó en la idea de reconciliación sino en la de justicia. Fue muy diferente y, si se me permite, ejemplar. La democracia retorna en 1983 y en el 84 ya estaba funcionando la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, la Conadep, que habilitó un corpus documental de denuncias que son la base del juicio a las Juntas Militares en el año 85.
Ese juicio histórico condenó a altos cargos de esas Juntas Militares a penas que llegaban a la reclusión perpetua, pero luego se dieron pasos en sentido contrario. ¿Cuál fue la reacción ante una impunidad que parecía irreversible?
El movimiento de derechos humanos en Argentina nunca bajó los brazos. Ni siquiera en los momentos de oscurantismo y de impunidad, cuando las leyes de Obediencia Debida y Punto Final de 1986 y 1987 no permitían seguir con los juicios. Y más tarde con los indultos, que pusieron en la calle a condenados por delitos de lesa humanidad. Las estrategias de las organizaciones en ese momento fueron seguir con los juicios en el exterior, buscar los juicios por la verdad. Y seguir creando memoria, incluso con nuevos grupos que insuflaban más energía a ese movimiento, como fue la aparición de HIJOS, dos décadas después del golpe militar de 1976.
¿La fuerza de ese movimiento empujó posteriores decisiones políticas?
En 2004 el presidente Néstor Kirchner hizo suyas esas banderas de los derechos humanos y las convirtió en políticas de Estado: entonces se derogan las leyes de impunidad y también, a pedido de las organizaciones, se firma un acuerdo entre el Gobierno de la Nación y de la Ciudad de Buenos Aires para recuperar el predio de la ESMA, donde está el edificio que fue el epicentro de la represión militar, el llamado Casino de Oficiales. Esa voluntad política muestra que hubo una articulación entre las organizaciones de derechos humanos y el Estado.
¿Se planteó en algún momento la discusión sobre si era pertinente 'reabrir heridas' tiempo después, como ocurre en España?
A diferencia de España, creo que en Argentina hay un gran consenso sobre lo que suponen los derechos humanos y la memoria del terrorismo de Estado. Todos los argentinos y argentinas tienen un amigo, un vecino o un familiar que estuvo afectado por la dictadura, porque estuvo desaparecido, porque estuvo preso, porque se tuvo que exiliar...
Y algo fundamental: sin justicia no se hubiese avanzado en crear lugares de memoria. Hubo una voluntad política de Estado, sí, pero también un proceso de justicia paralelo sin el cual no se entiende ni hubiera sido posible un lugar como el Museo Sitio de Memoria ESMA. En la causa ESMA en este momento hay 700 condenados. Hay 3.800 imputados por crímenes de la dictadura. Sin justicia no se avanza en memoria.
¿Cómo fue el debate sobre qué hacer con esos lugares recuperados?
Intenso, complejo. Había un debate en el seno de las organizaciones de derechos humanos, por supuesto en los medios de comunicación y también entre las propias víctimas. Pensemos que en los 90, tras los indultos, se había pensado demolerlo para hacer un 'monumento a la pacificación nacional'. Por suerte lo salvaron dos mujeres: una madre de Plaza de Mayo y la esposa de un desaparecido, que interpusieron un recurso de amparo ante la Justicia.
¿Cuáles eran las opciones que se planteaban para la resignificación de la ESMA?
Había quienes decían que había que dejarlo como estaba, dejando que le crezcan las plantas y se deteriore con el tiempo. Había quienes lo querían demoler y otros que lo querían mantener como una especie de templo sagrado. También los que decían que había que a reconstruirlo como cuando funcionaba como centro de detención y torturas. Y otros, que había que hacer escuelas, teatros y centros culturales. Estas discusiones que atravesaron todos esos años son disputas de memorias. Creo que siempre, tras todos los debates, aparece algo hegemónico o se llega a un consenso.
En el caso de la ESMA, ¿cómo se llegó a ese consenso?
Fue un proceso largo. Estamos hablando de 17 hectáreas con 35 edificios. En 2004 empiezan las primeras obras, pero la Marina, que todavía lo ocupaba, lo iba desalojando de a poco. Hasta 2007 nos íbamos apropiando de los espacios que dejaban, y estábamos de alguna manera compartiendo ese lugar, separados por una valla. Se crean, no sin debate, el Archivo Nacional de la Memoria, el Centro Cultural Haroldo Conti, y varios edificios se destinan a organizaciones como Abuelas de Plaza de Mayo, Madres, HIJOS.... El último edificio que entregaron los marinos fue, significativamente, el Casino de Oficiales. Y esa era la parte más difícil de todas.
¿Qué se hizo con él?
El edificio estaba completamente deteriorado. Le sacaron hasta las luces, los picaportes de las puertas. Estaba completamente vacío y al principio solo se hacían visitas con guías capacitados por sobrevivientes que iban contando lo que era cada lugar. Eran visitas muy largas, con mucha información, pero también con una mirada ideologizada, una visión, digamos, de los 70. Era para los convencidos, para la gente que estaba vinculada de una u otra manera al lugar. Y muchos defendían eso, que solo tenía que ser para las víctimas. Pero nosotros sabíamos que había que abrirlo a más gente, a los que pensaban como nosotros y a los que no. Tenía que ser un lugar que sirviera como evidencia del terrorismo de Estado.
¿Cómo se diseñó el proyecto?
Armamos un equipo interdisciplinario de arquitectos, diseñadores, poetas, artistas, musicólogos, museógrafos e hicimos un primer proyecto. Solo yo habré hecho 250 presentaciones ante partidos políticos, funcionarios, diputados, senadores, Madres, Abuelas, sobrevivientes. Fueron dos años de discusiones y de innumerables mutaciones de la idea original. Un proceso muy rico, muy interesante y necesario para encontrar un consenso.
Nuestra primera idea era muy artística, con instalaciones, muy jugada. Y fue bajando todas las veces que fue necesario por la sabiduría de ese consenso. Yo creo que quedó un proyecto respetuoso, que no reconstruye, que no tiene golpes bajos, basado en las voces de los sobrevivientes. Y creo que esto permitió que con el siguiente Gobierno [el de Mauricio Macri] que no tiene en su agenda el tema de los derechos humanos, no se pensara en cambiarlo: porque realmente está hecho con el objetivo de incluir a toda la sociedad, a los convencidos y a los no convencidos.
¿Cómo se decide cuánta y qué tipo de información dar en un sitio de memoria como este?
Del centenar de carpetas de la investigación lo exhibido será apenas una. La gente viene aquí para vivir una experiencia, y para eso necesitamos darle información pero también generar dispositivos de experiencia, emocionales, sensitivos. Como es un museo de sitio, la decisión fue narrar lo que ocurrió en este lugar y hacerlo a través de las voces de las víctimas. Así describimos los lugares de reclusión a través de quienes pasaron por ahí, los lugares de tortura, el lugar de donde nacían los bebés en cautiverio, el lugar de trabajo esclavo... Pero todo lo fuimos haciendo y lo seguimos haciendo por consenso: escribimos un texto y lo circulamos por todos los sectores interesados para que aporten, para que corrijan, para que discutan. Son procesos largos, pero que después te garantizan que representan a la mayor cantidad de gente.
¿Por qué solo se utilizan los testimonios aportados en los juicios?
Yo como curadora solo exhibo testimonios dados a la Justicia por los sobrevivientes; descarté exhibir los testimonios dados en la academia, la literatura, el periodismo. Porque la justicia legitima. No hay discusión, no hay arbitrariedad. Entonces eso va generando una especie de conciencia social. Aquí se abre una puerta para buscar más y mejor información allá afuera.
Y en cuanto al espacio ¿qué es lo que había y qué es lo que se exhibe?
El lugar lo recibimos vacío. Lo que hay son marcas en las paredes, que seguimos buscando y analizando con arqueólogos. Tenemos la documentación que aportan los sobrevivientes en los juicios, pero por ahora no físicamente, solo en fotos. Todavía estamos discutiendo si el museo va a tener objetos o no. Yo digo que la colección de nuestro museo es el edificio y las voces de los sobrevivientes.
Usted ha señalado alguna vez que lo que vuelve más complejo el tema de la memoria histórica en España es el uso que han dado de este concepto los partidos políticos.
Acá en Argentina el tema de la memoria escapa al partidismo, no es una discusión de derechas e izquierdas. Hay sectores de la derecha liberales que apoyan el proceso de memoria. En cambio en España el proceso del derecho a la verdad y a la justicia de alguna manera se partidizó. Ojalá el hecho de que hayan logrado sacar a Franco del Valle de los Caídos sea el inicio de una democratización del tema. Yo creo que esto puede abrir una puerta a una nueva etapa, pero a mi entender, para avanzar hay que resolver el presente y el pasado. Si no, es imposible.
Pero en los últimos años en Argentina se plantearon iniciativas que iban en contra de esa memoria y justicia conquistadas.
Es verdad, hubo algún ramalazo negacionista, de cuestionar el número de desaparecidos o de hablar del “negocio de las organizaciones de derechos humanos”. Y también un intento del Gobierno de Macri de achicar a las penas de los condenados con lo que se llamó el 2 por 1. Pero la sociedad argentina salió masivamente a las calles a decir que no, y tanto senadores como diputados sacaron en menos de 24 horas una declaración de inconstitucionalidad de esa iniciativa. No cuela. Argentina se podrá equivocar en muchas cosas, pero la huella de lo que fue la dictadura está grabada a fuego, y la gente sabe que no quiere eso. Supongo que también porque se ha hecho un buen trabajo de pedagogía.
¿A qué tipo de pedagogía se refiere?
Primero, al que llevan haciendo todos estos años los organismos de derechos humanos. Las Abuelas de Plaza de Mayo siguen haciendo cosas como Teatro por la identidad, para acercar a la sociedad su búsqueda, porque aquí todavía estamos buscando desaparecidos vivos: hombres y mujeres de 40 y pico de años que no conocen su identidad. Los juicios hacen pedagogía, por supuesto. Y la educación, que es fundamental. El otro día leía una estadística que hizo el Ministerio de Educación, sobre el programa Educación y Memoria Nacional que se aplicó a todas las escuelas del país. El 70% de los chicos y chicas escolarizados en el periodo de ese programa saben del tema de la dictadura por la escuela.
Desde su experiencia, ¿qué puede suponer la salida de Francisco Franco del Valle de los Caídos?
Sacar a Franco de ahí es el equivalente al gesto que hizo Néstor Kirchner de quitar el cuadro de Videla del Colegio Militar. No podemos darle un lugar de privilegio a un asesino. La presencia de este señor no lo permitía porque transmitía injusticia e impunidad, pero ahora el Valle de los Caídos se podría convertir en un lugar para explicar las disputas. En el ágora que dé pie al debate, con propuestas artísticas que animen a la reflexión, al consenso y al disenso. Un lugar de disputa activa. Pero eso no se podía hacer con un asesino delante, claro.
La salida del dictador de un lugar tan significativo puede ser para España una puerta abierta para discutir el tema de la memoria desde lugares más interesantes, más inclusivos, que atañan a la sociedad española en su conjunto. A lo mejor es muy idealista lo que digo. Pero fijate, acá en Argentina se consiguió.
Vivir para contarlo: los supervivientes que hundieron a los genocidas en Argentina