Oussman tiene 15 años, es de Costa de Marfil y hace cinco meses que no habla con su familia. “Es el mismo tiempo que llevo atrapado aquí, en Marruecos, sin poder entrar a España”, cuenta desesperado este chico, uno de los centenares de subsaharianos que malviven en el monte Gurugú, en territorio marroquí, a la espera de una oportunidad para saltar la valla que les haría poner pie en Melilla. Muchos de ellos son adolescentes asustados que denuncian que los militares marroquíes se ensañan con ellos cada vez que hay una redada o que les capturan camino del muro que separa África de Europa.
Las historias que cuentan son espeluznantes, y hay asociaciones como Prodein y Médicos sin Fronteras que las corroboran. Bari, también un adolescente de Costa de Marfil, está lloroso. Una cicatriz tapada por una venda la cruza la mejilla. “Vale que nos repatrien, pero que no nos peguen”, se queja Oussman, muy enfadado por ver las lesiones de su amigo, que apenas habla. “Nos pegan, nos levantan por las noches a golpes y nos queman los plásticos que tenemos para protegernos de las lluvias”, prosigue este marfileño.
Los relatos de agresiones se repiten a lo largo del monte Gurugú, donde los subsaharianos tienen organizado el campamento por países. Un hombre enseña una cicatriz en la barriga y otro, con radiografía incluida, un pie roto. “Tenemos constancia de que los golpes son frecuentes, están bloqueados en el monte, sólo recibiendo maltrato”, denuncia por su parte José Luis Palazón, portavoz de Prodein.
Los subsaharianos celebraron este jueves la fiesta del cordero gracias a la comida que les regalaron dos vecinos marroquíes que se acercaron a saludarles con el coche. Pero el acercamiento a los grupos tiene que hacerse con mucho cuidado y a escondidas de la policía y los militares marroquíes. El cordero quedó repartido entre las distintas nacionalidades y a los de Mali y Costa de Marfil les tocó la cabeza del animal, que uno de los hombres cocinó a fuego lento con esmero. La repartieron entre más de 20. Eso, y unas patatas cocidas. No hay nada más para comer.
“Esta es la única cosa buena de que estemos aquí, la amistad que hemos hecho entre nosotros, somos como hermanos”, cuentan. No hay peleas entre ellos, solo un sueño común: cruzar la valla. Para eso se organizan, aunque por culpa de los golpes cada vez están más mermados físicamente. “Yo salté hace dos semanas y ahora estoy cojo, no podré intentarlo hasta dentro de un tiempo”, explica un hombre. Otros los han intentado cuatro, cinco veces. “Los que lo intentaron conmigo lo consiguieron, seguro que ya están en Barcelona”, se lamenta otro, nombrando una de las ciudades más deseadas por el grupo.
Después de comer, la tarde discurre de manera plácida. Algunos rezan en un rincón del bosque al que llaman “la mezquita”, otros juegan a las cartas, otros hablan de fútbol y se meten con un maliense que lleva una camiseta del Real Madrid con el nombre de “Raúl” a la espalda. Pero también hay mucho hastío y desesperación.
Ahmed Traobulé, de República Centroafricana, lleva tres años atrapado en el monte Gurugú. En su país trabajaba arreglando aires acondicionados, pero un día decidió poner camino a Europa. “Ya no puedo más, esto es insoportable”, exclama y gesticula. Su dedo señala a Melilla: “Nuestra esperanza está allí, aquí no tenemos nada”. Todos están bien informados de la crisis económica en Europa, pero vienen de países donde una crisis significa no comer. “Me da igual que no haya trabajo, los europeos se podrán quejar, pero no es comparable con lo mal que está África”, apunta Soumodo. La noche empieza a cerrarse y los chicos se acomodan en el campamento para, si pueden, intentar dormir.