Esther López Barceló, escritora: “Somos un país anómalo, ningún torturador franquista ha pasado por el banquillo de los acusados”
Esther López Barceló (Alicante, 1983) se licenció en Historia y se especializó en Arqueología. De ahí viene su interés por descifrar lo que encierran los objetos, por tener una mirada capaz de leer lo que pueden comunicar unos zapatos de tacón encontrados en una fosa común. O unos arañazos en un muro donde se fusilaron republicanos. O un ojo de cristal en un bolsillo. Pero también unos cuadernos escritos por mujeres republicanas presas, comunistas represaliadas del franquismo, en el que junto con los patrones para coser pañitos a la luz de una bombilla del retrete de la cárcel incluían mensajes en un código secreto que no se ha podido desvelar aún. Porque ese código era de mujeres para mujeres en aquel preciso momento histórico y en aquel lugar concreto, entre las rejas de las cárceles franquistas.
López Barceló es coordinadora del Aula Didáctica de Memoria Democrática de la Generalitat Valenciana, que tiene los días contados por depender del Gobierno, ahora en manos de PP y Vox, que apuesta por revertir todos los avances hechos en relación con las víctimas del franquismo.
Escribió en la novela Cuando ya no quede nadie (Random House, 2023) en la que aborda el asunto de la memoria. Y ahora publica el ensayo El arte de invocar la memoria (Barlin Libros, 2024): “Lo que intento es narrar mi propio caleidoscopio, un caleidoscopio íntimo, a través de los diferentes prismas con los que miro la memoria, con los que la memoria me interpela”.
¿Cómo se conforma la mirada hacia la memoria?
He estudiado Arqueología y no puedo huir de pensar en la materialidad de las cosas, y mirar la memoria a través de ellas. Por eso el ensayo me parecía una buena forma de canalizar todo aquello que no me cupo en la novela y que necesitaba contar, todo aquello que también conforma nuestra mirada hacia la memoria, como son, por ejemplo, los objetos que se encuentran en las fosas comunes y que están asociados a las personas que fueron arrojadas a ellas.
También los grafitis me fascinan, porque son una especie de voz que se ha quedado detenida en el tiempo, la propia exhumación en sí que, como arqueóloga, he podido experimentar. Y cómo ese propio acto de exhumación contribuye a la reparación y a la verbalización del trauma que ha estado callado en tantísimas familias durante más de 80 años.
De alguna forma, todas estas cosas que a mí me fascinan y que me obsesionan he tenido la oportunidad de canalizarlas en este ensayo que, efectivamente, es muy íntimo. Pero lo personal es político, y en la escritura hay que ser muy honesta. En este caso lo demuestro desnudando una parte de mi mirada.
En el libro explica, al hablar de la memoria, cómo cuando era niña hablaba con su padre de la guerra.
Para poder empatizar o para que te pueda interpelar la memoria colectiva la tienes que unir a tu propia memoria individual. Y eso no quiere decir que tú tengas que haber vivido lo que es tener un familiar en una fosa sino que, a través de haber sentido el desgarro de la pérdida de tu padre, por ejemplo, que es mi caso, llegas a empatizar con quienes han sentido ese desgarro originario que fue el asesinato de un familiar al que luego, además, se le negó una tumba, una sepultura donde poder ir a llorarle, a dejarle flores.
Yo hago esa traslación de mi memoria íntima a la memoria colectiva a través, sobre todo, de esos zapatos que aparecen en la cubierta del libro y que son los zapatos de una mujer fusilada en Paterna. Me di cuenta de que cada vez que pasaba por delante de esos zapatos que estaban expuestos en la genial exposición sobre las fosas de Paterna –la primera en toda España, que se hacía del Museo de Prehistoria y Etnología de Valencia– me impactaba de una forma más profunda que cualquier relato escrito: mirar esos zapatos para mí era identificarlos con los zapatos que llevaba mi abuela en las fotos en blanco y negro que hay en mi casa. Y, de alguna forma, me hacía preguntarme si hubiera sido mi abuela quien hubiera acabado en esta fosa, yo no habría sido.
Esos zapatos fueron de alguien como yo, que a veces uso unos zapatos de tacón para un momento importante o solemne: esos zapatos me están contando que esa mujer decidió ponerse su mejor atuendo para acudir a la muerte. Me parece que es de una potencia tremenda.
Como el sonajero o el ojo de cristal.
Hay un capítulo del ensayo que se llama Alteralgia, en donde construyo de alguna forma ese concepto que se opone al de nostalgia. Porque creo que la nostalgia es el privilegio de los vencedores, y que los demás nos quedamos con la ensoñación por todo aquello que nunca pudo ser. Eso lo reflejo también en mi abuela, quien nunca pudo decidir qué hacer con su vida. Simplemente se vio obligada y empujada a los nueve años a ponerse a trabajar en la casa, a cuidar a sus hermanas más pequeñas. Y luego fue tintorera y planchadora.
Pero resulta que mi yaya, cuando era pequeña, siempre recordó, hasta cuando tenía 70 años, que un día que pudo ir a la escuela pintó unas cerezas tan bien que nadie creía que las había dibujado ella. Eso se le quedó muy grabado, y ella se daba cuenta, aunque no lo verbalizara, que podría haber sido muchas cosas que nunca pudo plantearse si ser o no.
Todas esas posibilidades se vieron truncadas por una dictadura, que atravesó las vidas de toda la gente de clase trabajadora. Y de ese hilo vengo yo.
En este capítulo abordo cómo los objetos nos interpelan de una forma diferente, incluso mágica. Los objetos de las personas desaparecidas forzosas son mágicos, de una sacralidad íntima para los familiares, que en muchos casos crearon altares para esas personas en cajones de aparadores porque no tenían otro lugar donde poder llorar esa pérdida. Recordemos que no solamente se les eliminaba físicamente, sino que la represión franquista quería borrar su existencia al no dejar ninguna marca, ninguna señal en la tierra de las fosas y, además prohibía el luto a la familia. La gente necesitaba llorarlos y tener un consuelo, y lo encontraba a través de los objetos.
Los objetos de las personas desaparecidas forzosas son mágicos, de una sacralidad íntima para los familiares, que en muchos casos crearon altares para esas personas en cajones de aparadores porque no tenían otro lugar donde poder llorar esa pérdida.
También habla de las marcas, que se descubren en muros de fusilamiento.
La clave es que nuestra mirada esté preparada para ver. Igual que cuando decimos que hay que mirar la historia con perspectiva de género, porque de lo contrario estamos haciendo una historia que no es historia, sino que es un relato sesgado.
Cuando voy a algún lugar en donde ha podido haber una reclusión forzosa, como puede ser una iglesia o un antiguo monasterio, en tanto que sabemos que la Iglesia Católica cedió sus propiedades para la tortura de la dictadura, siempre tengo en mente que una persona encerrada necesita de la escritura, dar constancia de su existencia, incluso escribir el lema que representa o sintetiza la lucha que lleva a cabo y por la que está encerrada.
A mí el grafiti que más me ha impactado de todos los que he investigado es el de una mujer en Argentina que sobrevivió a un tiroteo en 1973: ella está en el suelo pensando que va a morir; repleta de sangre y, en vez de escribir el nombre de sus asesinos en la pared con la sangre untada en el dedo en el que cree que es su último aliento, se asombra a sí misma escribiendo “papá” y “mamá”, que es volver al principio para consolarte.
Ahí se ve la potencia de la escritura y cómo es capaz de representar a un cuerpo que no está ahí: solo con el hecho de ver escrito “papá, mamá” es como si se aparecieran en el que cree que es el último momento de su vida.
La escritura siempre es un elemento de salvación. Y a pesar de que no sea una cosa que racionalmente se pueda atribuir a un momento en el que tus funciones vitales tienen que estar dirigidas a sobrevivir, resulta que entienden que lo que te puede ayudar a ello es la escritura, que puede ser un elemento de salvación. A mí eso me parece brutal, de alguna forma es lo más humano que podemos encontrar.
Hablaba de que una historia sin perspectiva de género es parcial porque deja fuera de foco a la mitad de la humanidad. En este ensayo habla mucho de mujeres, como una forma de completar la historia en la que son muy protagonistas.
Me gustaría no tener que añadir la coletilla siempre de que hago historia con perspectiva de género, porque no entiendo la historia que no la tiene. En el momento en el que tú incluyes la perspectiva de género, las mujeres aparecen sin cesar, porque las mujeres siempre han estado ahí. Lo que es anómalo es que no estuviéramos, se había naturalizado que las mujeres no apareciéramos en la narración de la historia. Y ahí es cuando conozco los cuadernos de las presas políticas de la dictadura.
Miguel Martínez del Arco escribe una novela que se llama La memoria del frío (Hoja de Lata), en donde relata la historia de su madre, Manuela del Arco, que pasó 19 años en las cárceles franquistas. Y resulta que él un día me ofrece, en su casa, ver los cuadernos de Manolita, y abro los cuadernos y hay unas abreviaturas para mí ininteligibles, y para Miguel también: son las instrucciones o la partitura que ayudaba a las mujeres a tejer con cuatro y con cinco agujas, lo que entendemos peyorativamente, debido a la ignorancia supina colectiva de la complejidad de esa tarea, como hacer calceta. Y resulta que estas mujeres pasaban en las madrugadas a la luz de la bombilla del retrete de su celda tejiendo para hacer pañitos, que luego vendían sus familiares fuera y con ello ayudaban tanto a sus familias como a ellas mismas, porque con ese dinero compraban mejor comida en el economato de la cárcel que la que les daban las guardianas.
Hemos normalizado una historia sin narraciones en las que aparecieron las mujeres, pero yo mantengo la hipótesis de que a lo largo del tiempo y del planeta las mujeres han sido las encargadas de transmitir la memoria: lo han hecho siempre a través de lenguajes artísticos artesanales, a través de pinturas en telas, de acciones manuales
En esos cuadernos se hallaba escondido también un lenguaje secreto, que idearon algunas de estas presas políticas comunistas: se informaban de hechos que estaban sucediendo fuera, pero también trazaban estrategias, se organizaban políticamente. Y a mí me pareció ese testimonio de un valor incalculable.
A Miguel se lo contó su madre y también Josefina Amalia, la que fuera la compañera de Heriberto Quiñones, aquel preso político del que nunca conocimos su origen, porque nadie supo nunca cómo se llamaba realmente ni de dónde venía.
¿Estaban escondidos esos cuadernos?
Esos cuadernos no estaban escondidos. Miguel los enseñaba todo el mundo, tiene la casa abierta para compañeros y compañeras de su madre, para militantes, para historiadores... Han pasado por muchísimas manos. No he sido la primera en conocerlos y, sin embargo, me sorprende que nadie haya alcanzado a vislumbrar la potencia testimonial que tienen en sí mismos.
Hemos normalizado una historia sin narraciones en las que aparecieron las mujeres, y eso ha sido lo que ha hecho posible que en 2024 estuvieran ahí para que yo tuviera el honor de poder enseñarlos al mundo. Y eso en el último capítulo lo engarzo con una hipótesis que mantengo, y es que a lo largo del tiempo y a lo largo del planeta, las mujeres han sido las encargadas de transmitir la memoria: lo han hecho siempre a través de lenguajes artísticos artesanales, a través de pinturas en telas, de acciones manuales que son siempre los roles que se le han asignado a la mujer tradicionalmente.
Ellas lo han transformado en un acto de resistencia y de transmisión de memoria, y recojo algunos ejemplos a lo largo del planeta y del tiempo, como el lenguaje en la China rural, las telas escarificadas de África o el pelo maravilloso de las mujeres afroamericanas, que se lo peinaban de forma que dibujaban los mapas para que los esclavos se fugaran al norte en Estados Unidos.
Transmiten la memoria, el conocimiento... ¿y también pistas sobre cómo preservar la vida?
Exacto, perpetuar la vida. Porque las mujeres, desde tiempos ancestrales, hemos sido educadas para cuidar de los vivos y cuidar de los muertos. Y en esa tarea la memoria es un acto de cuidado. Ya lo dijo, además, Montserrat Roig: no hay acto de amor más grande que el de hacer memoria. Y por eso creo firmemente que las mujeres, de alguna forma, hemos sido las custodias de esa memoria desde tiempos inmemoriales. De hecho, si yo sé algo de la vida de mis bisabuelas, o de mis tatarabuelas, es porque mi madre se ha encargado de legarme todas aquellas narraciones orales que le transmitió su abuela contándole cómo eran ellas. Porque cuando yo me he puesto, por ejemplo, a investigar mi árbol genealógico, encuentro que en los archivos ellas no aparecen, solo aparecen ellos. Ellas no hacían ningún tipo de actividad que fuera pública, notoria para la sociedad y no aparecen.
Pude saber que tenía una bisabuela maravillosa que no solamente escribía muy bien, sino que escribía poesía con los ojos cerrados y sabía tocar el piano, de la que no sé nada más que eso, gracias a mi madre. Así que yo creo que esto que hago yo en el siglo XXI es lo que se lleva haciendo ancestralmente: conocer la historia, la genealogía, a través de lo oral, porque lo escrito era lo público, lo que estaba destinado a los hombres.
La artesanía tampoco es una categoría neutral. En el siglo XIX es cuando se categoriza la artesanía y el arte, y se designa el arte como aquello que es más elevado y la artesanía como lo más funcional, lo que no precisa de genialidad, porque el genio siempre ha sido atribuido a al hombre y las mujeres que han sobresalido han sido siempre concebidas como excepciones a lo largo de la historia. Y en esta artesanía, entre comillas, es donde ellas han plasmado toda esa experiencia femenina que no aparecía en los libros.
La historia siempre la han escrito los vencedores. Y lo importante es siempre que vayamos a contrapelo, que intentemos mirar más allá de donde nos habían indicado quienes estaban en el poder
Esto también conecta con las presas, porque siempre se habló de los grandes dirigentes hombres, los grandes luchadores, sin tener tan presentes a las mujeres.
De eso se dio cuenta a finales de los años 70 y a principios de los 80 Tomasa Cuevas, que es la pionera de la recopilación de las experiencias de las mujeres en las cárceles franquistas y su trabajo de la clandestinidad, su maravilloso libro de Cárcel de Mujeres, para el que no recibió más apoyo que el de Manuel Vázquez Montalbán y de la editorial Siroco.
Ella se vio completamente sola viajando por toda España con un magnetofón, una señora que se había formado en la cárcel prácticamente. Las mujeres sí que sabían ver que se las estaba ocultando, que se las estaba olvidando bajo las narraciones épicas masculinas, que siempre han sido las que han ocupado el espacio de lo público.
La construcción de la memoria no iba a ser un espacio diferente, está también atravesada por el patriarcado y solo en los últimos años hemos empezado a verlas a ellas. Yo siempre hablo de que, por ejemplo, los cuadernos de las presas políticas, y ese enigma de ese lenguaje secreto que aún no sabemos descifrar, han hecho que hayamos mirado por primera vez a estas mujeres que de madrugada, porque no había más luz en otro lugar, se sentaban debajo de la luz del retrete a elaborar política, no solamente a hacer pañitos maravillosos.
El hecho de que este lenguaje secreto no lo sepamos leer me parece fascinante, porque los enigmas siempre nos llevan a enfocar la mirada hacia lugares a los que no miraríamos si no fuera porque existe algo ahí escondido que queremos descubrir.
En el libro también apela a esa tarea de peinar la historia a contrapelo.
Eso parte de Walter Benjamin, de que la historia con mayúsculas siempre la han escrito los vencedores. Y lo importante es siempre que vayamos a contrapelo, que intentemos mirar más allá de donde nos habían indicado quienes estaban en el poder. Eso es lo que hago también en un capítulo en el que reflejo ese arte a contrapelo, que son diferentes artistas que han construido una idea a partir de esa necesidad de hacer memoria y han llegado a hacer creaciones maravillosas, como los dibujos de Rosa María Arenaga, donde a veces incluso dibuja el test que le hacían a las mujeres en el patronato de protección a la mujer para calibrar cuánto de peligrosa era para la sociedad una mujer.
O Eugenio Merino, que engarza nuestra historia con la historia colonial con una acción antirracista en la estatua del legionario que inauguró el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida haciendo loas a Millán Astray. Y Merino, junto con un colectivo antirracista, deciden colocar una cabeza de Franco en una bayoneta del legionario, haciendo un paralelismo con esas fotos tan conocidas de esos legionarios con las cabezas decapitadas de los rifeños en sus manos.
También está María San Miguel, con una obra de teatro documental en Víznar, donde seguramente fue asesinado Federico García Lorca, en la que intentan recuperar las voces de muchas mujeres que acompañaron a Federico en sus últimos años de vida.
Y a lo largo de ese capítulo lo que hago es mostrar cómo también haciendo arte se recupera la memoria y cómo siempre tiene que ser una memoria a contrapelo de la historia oficial que nos impuso el franquismo. Afortunadamente en los últimos años la historiografía de la Academia ha avanzado muchísimo en todo lo relacionado con la represión y con las mujeres y la perspectiva de género.
La historia con mayúsculas siempre la han escrito los vencedores. Y lo importante es siempre que vayamos a contrapelo, que intentemos mirar más allá de donde nos habían indicado quienes estaban en el poder.
Teniendo en cuenta todo este ejercicio que hace en este ensayo y en su trabajo en el Aula de Memoria Democrática de Valencia, ¿cómo ve lo que está ocurriendo con todo este avance de militancia de la desmemoria? En el libro responde al concepto de concordia abanderado por la extrema derecha.
El último capítulo se llama Contra la Concordia, y es un cortito apunte en el que hablo de cómo las palabras pueden ser tan perversas. Porque en el momento en el que hablan de concordia, es como si aquí se hubiera sembrado la discordia en la sociedad. Aquí la única discordia que ha habido ha sido la ejercida por la ultraderecha y por el franquismo hasta sus últimos estertores y durante la transición, incluso, porque este es un país anómalo, en donde las víctimas no han sido tratadas de ninguna forma. Las víctimas no han sido miradas por el Estado hasta casi 40 años después de la democracia: las primeras exhumaciones que realmente dependen del Estado y no de subvenciones independientes, como era lo que se hacía a partir de la ley de 2007 de Zapatero, empiezan a hacerse desde hace bien poco.
Llevamos apenas un lustro, o poco más, hablando de que el Estado realmente ha tomado como obligación el hecho de localizar y de recuperar los cuerpos de los desaparecidos forzosos sobre los que se cimentó la democracia.
Y eso me parece algo tremendo. Aquí los únicos que siguen sembrando la discordia son los mismos de siempre, los que hoy en día siguen detentando sus privilegios cuyo origen se basa en haber apoyado al franquismo.
Y los que somos clase trabajadora tenemos unas condiciones materiales que siguen viniendo determinadas porque venimos de un hilo familiar que nos une a todas aquellas personas que padecieron la dictadura, que la sufrieron en sus carnes. Que en 2024 tengamos que seguir defendiendo, como si fuera algo revolucionario, que saquen de una fosa los huesos de una persona para devolvérselos a sus familiares me parece lamentable, porque de lo que deberíamos estar hablando no se habla, que es de hacer justicia: somos el único país en el que ningún torturador franquista, ningún asesino, ningún violador, ningún secuestrador de bebés ha pasado por el banquillo de los acusados. Somos la anomalía. Por eso hablo en el libro de que somos el país del crimen perfecto.
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