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¿Es ético elegir el sexo del bebé? Cuando la ciencia se mete en berenjenales para cumplir las expectativas de los padres

23 de marzo de 2023 22:06 h

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Mi primera alegría cuando me quedé embarazada llegó al recibir los resultados del cariotipo del feto, que decidí hacerme después de que la prueba de cribado revelara riesgo de problemas: “¡Aquí pone que está todo bien!… Excepto porque tiene esa mutación, la XY —bromeé con mi amiga Marta, bióloga y madre, que comparte conmigo el humor negro en la intimidad—, pero lo voy a querer igual”. Un par de años después, en mi segundo embarazo, ya me ahorré la broma porque lo único que me preocupaba era eso que suelen decir las señoras, que saben mucho: “Que venga sano, que coma bien y que deje dormir”. Quienes han pasado por una gestación y una crianza, con ese tsunami de incertidumbre que te hace recolocar las que hasta entonces han sido tus prioridades, saben de lo que hablo.

Si te quedas embarazada ‘en casa’, lo de elegir el sexo (del feto) ni se te pasa por la cabeza, ya sabes y aceptas que estás jugando a la lotería. Sí puede hacerse en el laboratorio, al menos técnicamente. En algunos países, como Estados Unidos, se permite escoger el embrión que dará lugar a un niño o una niña por pura decisión personal, para tener la parejita o porque sus progenitores no quieren un tercer chico o chica. En otros países hay restricciones bioéticas a este tipo de prácticas. Es el caso de España, donde está prohibida la elección del sexo del embrión en tratamientos de reproducción asistida, excepto en casos concretos en los que se permite por razones terapéuticas para evitar enfermedades que van ligadas a la herencia sexual, por ejemplo, la hemofilia. 

Hace unos días hemos conocido los resultados de una nueva investigación desarrollada en Estados Unidos que permite aumentar las probabilidades de que un bebé tenga un sexo concreto sin pasar por la selección del embrión —con sus consiguientes restricciones bioéticas—, sino antes: eligiendo los espermatozoides. Según los autores del estudio que se publica en la revista PLOS ONE, lo consiguen haciendo nadar al esperma en una solución con capas de diferentes concentraciones y dejando que los espermatozoides se autoseleccionen para separar aquellos que lleven la X de los que aporten la Y. Han demostrado que la técnica es segura —los embriones que se generan no corren más riesgo de anomalías cromosómicas que otros— y tiene una eficacia del 80%. 

“Desde un punto de vista meramente médico, el empleo de esta técnica cuando existen enfermedades ligadas al sexo (como, por ejemplo, la hemofilia) no sería adecuado, ya que un 80% de probabilidades deja a la pareja un 20% de posibilidades de que el bebé no sea del sexo escogido, dando lugar a una persona con la enfermedad. Sin embargo, si la selección es únicamente por motivos personales, este margen de error sería asumible”, explica a SMC España la embrióloga Rocío Núñez Calonge, directora científica del Grupo Internacional UR. 

Los autores, liderados por el pionero en reproducción asistida Gianpiero Palermo, al que se atribuye el descubrimiento del ICSI o microinyección espermática, insisten en que lo mejor de su procedimiento es que resulta, además de seguro, “factible y éticamente aceptable”. Y aquí está la madre del cordero. ¿Es ético elegir el sexo de una nueva persona por cualquier método, ya sea por la selección de embriones o por la de espermatozoides? 

Cuando supe que mi primer hijo sería una persona con cromosomas XY me di cuenta de que el sexo del bebé es la primera de tantas expectativas que volcamos sobre nuestra descendencia, como si nuestros hijos e hijas estuvieran en el mundo para cumplirlas

Mi opinión, que vale tanto como la de otra ciudadana, es que no. Sin embargo, Núñez Calonge me hace repensar al razonarlo en estos términos: “Cuando se hizo la ley en el año 1988 [en España], se planteó esta cuestión basándose en la posible selección que determinados colectivos podrían hacer en detrimento del otro sexo y que conllevaría un desequilibrio en la población. Actualmente no tiene mucho sentido esta prohibición, ya que la selección de sexo la realizaría un pequeño grupo de pacientes por motivos personales y no supondría un desequilibrio poblacional”. 

De acuerdo, en España no habría una descompensación en la población. Aun así, los problemas éticos de escoger niño o niña van más allá de los poblacionales. ¿Por qué el sexo cromosómico debería ser elegible? ¿Aceptaríamos escoger también los rasgos físicos o la inteligencia de nuestros bebés? Si se aceptase, ¿la persona que así lo deseara podría iniciar un tratamiento en una clínica solo para escoger el sexo de su futura criatura? Si la respuesta a esto es que no, y que solo sería una opción que se ofrecería mediante el diagnóstico genético preimplantacional a quienes iniciaran una reproducción asistida por el deseo de tener un bebé, ¿cómo íbamos a saberlo?

Los hijos no han de nacer para cumplir las expectativas de los padres, esto es una sobrepresión para los hijos. Dentro de un tiempo se querrá selección de sexo y además que sean niños inteligentes o midan 1,80

Hace diez años, en 2013, una clínica privada de reproducción asistida lanzó una iniciativa para recoger firmas que permitieran llevar al Congreso la libre elección de sexo de la descendencia. Recuerdo la reflexión que leí en este reportaje y que provenía de Manuel Ardoy, en aquel momento presidente de la Asociación Española para el estudio de la Biología Reproductiva (Asebir): “Los hijos no han de nacer para cumplir las expectativas de los padres, esto es una sobrepresión para los hijos. Dentro de un tiempo se querrá selección de sexo y además que sean niños inteligentes o midan 1,80”.

Ese es para mí el principal debate y el tema de fondo. Cuando supe que mi primer hijo sería una persona con cromosomas XY, aquella primera certeza, “es un niño”, me hizo darme cuenta de que mi preferencia por una niña respondía al deseo de criar a alguien con quien yo compartiese las condiciones de partida, de acompañar en la vida a alguien como yo. También entendí que, en realidad, el sexo del bebé es la primera de tantas expectativas que volcamos sobre nuestra descendencia, como si nuestros hijos e hijas estuvieran en el mundo para cumplirlas. Que eso es pura fantasía y, además, es profundamente injusto, lo sé ahora.

De todas formas, insisto: esta es solo mi opinión, la de una ciudadana como otra cualquiera, un poco mejor informada sobre temas de ciencia que la media, seguramente; pero tan válida como otras. Me alegro enormemente de que además de mi opinión, y de las opiniones de los científicos que desarrollan las investigaciones en campos como este, sean indispensables las de científicos sociales y comités de bioética que investiguen y regulen las posibles consecuencias de los avances de las ciencias biomédicas y se ocupen de establecer límites a la hora de aplicarlos. Porque las decisiones que tomamos como sociedad sobre los avances en biomedicina trascienden a la propia biomedicina; son puramente políticos y sociales.