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La exhumación de Franco en casa de Mercedes y Nicolás: la emoción y la impaciencia de las víctimas, 40 años después

Mercedes Abril ve la programación especial por la exhumación de Franco en su casa de Valladolid.

Elena Cabrera / Ángel Villascusa

Madrid / Valladolid —

De las casi cincuenta fugas que intentaron presos que realizaban trabajos forzados en Cuelgamuros, la suya fue la única que tuvo éxito. Nicolás Sánchez-Albornoz, junto a su amigo Manuel Lamana, escapó de allí en 1948 tras cuatro meses en los que no picó piedra, sino que fue destinado a labores administrativas. Se libraron gracias a la red de apoyo que les facilitó la huida a Francia. Todos los demás que lo intentaron, recuerda en la mañana de la exhumación del dictador, eran soldados republicanos cuyo objetivo era volver a casa y ver a sus familias. No lo consiguieron.

La historia está contada, con licencias cinematográficas consentidas por el protagonista, en la película de Fernando Colomo Los años bárbaros. No obstante, a Sánchez-Albornoz no le importa contarla cada vez que es entrevistado por un medio de comunicación. Solo el día antes recibió en su casa a la BBC, Reuters, Al Jazeera, una radio de San Francisco y una televisión alemana. Durante la mañana del traslado de los restos de Franco del Valle de los Caídos a Mingorrubio atiende un directo de Televisión Española e incontables llamadas de periodistas, y asiste, con eldiario.es, a la retransmisión de este traslado tan simbólico, tan esperado.

“Todo esto no me interesa, lo que quiero ver es el helicóptero”, dice el historiador mirando la pantalla dividida en ventanas que simultáneamente enseñan imágenes en las que no pasa nada –la niebla que se disipa en el Valle, la puerta del cementerio de Mingorrubio, la explanada de Cuelgamuros–, que conoce perfectamente –un encadenado de secuencias históricas del entierro del dictador o de la construcción del monumento– o que le dan exactamente igual: gente opinando en un plató de televisión. “¿Nos vamos a La 1 o nos quedamos en La Sexta?”, pregunta.

Da lo mismo, la señal es única, lo que difiere es la conversación, y eso ya lo tenemos en su salón, un piso alto con amplias vistas hacia el Este de la ciudad de Madrid, el horizonte contrario de la sierra de Guadarrama en la que se emplaza el Valle de los Caídos. Pero ese es un nombre que jamás utiliza Nicolás. Para él es siempre Cuelgamuros. Y desde su fuga, hace 71 años, no lo ha vuelto a pisar. Ni lo hará.

Ese alivio que no llega

A más de 200 kilómetros de la capital, en Valladolid, la casa de Mercedes Abril (Calatayud, 1933) cuenta con dos televisiones: la del salón, una estancia elegante con muebles de estilo señorial, que está apagada, y otra en una habitación, encendida con el volumen tan alto que desde el pasillo se escucha a los tertulianos disertando sobre el tema del día. Son las diez y media de la mañana y Mercedes se prepara para un día de emociones, porque desde hoy su padre dejará de descansar junto a quien le mandó asesinar. Seguirá, sin embargo, enterrado y sin reconocimiento en un columbario desangelado. “Siento cierto alivio, pero el alivio sería total si pudiésemos enterrar los restos de mi padre”.

Sobre una mesa desnuda, protegida tan solo por un cristal, hay un marco de fotos doble con la imagen de Rafael y Eusebia, los padres de Mercedes, y un archivador de anillas negro, en el que guarda la documentación que ha ido recabando estos años sobre la detención, ejecución, enterramiento y posterior traslado al Valle de los Caídos de su padre, Rafael Abril Avo. Él era ferroviario en la estación de Clarés de Ribota (Zaragoza) y tenía 29 años cuando la Guardia Civil y la Falange se lo llevaron. Mercedes tenía tres años y su madre estaba embarazada de nueve meses.

Para esta vallisoletana, este 24 de octubre significa poco. “Lo que yo quiero es cumplir con la promesa que le hice a mamá: enterrar sus restos”. Por eso cree que para su madre, fallecida hace años sin reencontrarse con su marido, alejar a Franco de su padre, el verdugo que le mandó asesinar, sería insuficiente. “Mi madre jamás se quedaría conforme con esto. En absoluto”, sentencia. Tardaron varios años en saber que los restos mortales de Rafael estaban en el Valle de los Caídos. Nadie les avisó.

“El fin de una vergüenza como español”

Sánchez-Albornoz tiene 93 años. No volvió del exilio –que le llevó a vivir en Burdeos, Buenos Aires y Nueva York– hasta 1991, cuando regresó a España para convertirse en el primer director del Instituto Cervantes. Su padre, Claudio Sánchez-Albornoz, fue ministro de la Segunda República y presidente del Gobierno de la República en el exilio entre 1962 y 1971. Su detención y posterior Consejo de Guerra sucedió cuando intentó reconstruir la organización estudiantil FUE en la clandestinidad.

Para él, al contrario que Mercedes, el día de hoy sí significa algo: “una satisfacción personal y también el final de una vergüenza como español”, sostiene el escritor. “Decíamos que España era una democracia, que éramos europeos, pero le dábamos un destino al dictador distinto al que tuvo Hitler o Mussolini. Los extranjeros no lo entienden. Los alemanes dicen ‘nosotros hemos limpiado la casa y no queremos saber nada de Hitler’ y sin embargo, los españoles, ahí indiferentes, con el dictador en una basílica y los frailes rezándole. Es una situación absurda. Un ridículo mayúsculo”.

Mercedes coloca su bastón en el respaldo de la silla y se sienta. Apoya las manos sobre ella y comienza a relatar el día en que le apartaron de su padre. Su hija, que acaba de encender la televisión del salón, abandona la estancia. Aunque han pasado 83 años y Mercedes tiene vagos recuerdos de lo que sucedió aquel día de septiembre, lleva grabado el relato que tantas veces le contó su madre. Habían salido a pasar el día fuera, al llegar a la estación donde residían, un grupo de guardias civiles y de falangistas esperaban a su padre. En el piso de arriba una habitación destrozada con todos los enseres en el suelo. ¿El motivo? Sus captores buscaban un arma para inculparle. Pero su padre, afiliado al PSOE, no tenía. “No encontraron lo que estaban buscando y aún así se lo llevaron”.

En el archivador que hay sobre la mesa, Mercedes guarda fotografías y la última carta que su madre envió a su padre, una misiva que nunca llegó a leer. También cuatro tarjetas que Rafael les envió estando detenido en el Mercado de Abastos de Calatayud. En la primera página, la octogenaria tiene el certificado que el Gobierno le envió con la firma de la ministra de Justicia, Dolores Delgado, un documento que acredita, a modo de reparación y reconocimiento, que su padre fue víctima de la Guerra Civil y del franquismo. Es un documento importante, pero insuficiente. Porque el empeño de Mercedes es que su padre sea enterrado con dignidad. “Seguiré luchando mientras viva. No voy a dejarlo justo ahora”.

Ha pasado una hora y no ha sucedido nada. Al presentador le llegan noticias de que el trabajo de exhumación ha comenzado. Nicolás se decepciona al comprobar que no va a ver rodillos moviendo una losa. Cambia de canal. No, en La Sexta tampoco.

“Evidentemente yo tenía unas cuentas con Franco personales”, dice el historiador, dejando asomar una sonrisa por una comisura. No es algo que haga con frecuencia. En general, es un hombre de gesto serio, mirada afilada de color azul claro, lógicamente arrugado por la edad pero erguido, alto, afable. Tiene una memoria excelente y buena salud. Todos los sentidos, salvo el oído, le van perfectamente. “Tiene usted que entender que estoy sordo”, le dice, no sin falta de humor, a los periodistas que pretenden entrevistarle por teléfono.

A estas alturas de mañana, la única noticia que dar es que el tiempo ha mejorado y ya es seguro que va a trasladarse el féretro en helicóptero. En la realización de la señal de televisión, hemos visto todos los planos posibles del risco de la Nava. Tantos, que empieza a ser una presencia incómoda y extraña, algo que Nicolás parece empujar hacia fuera, o contener como una presa, cuando mira con fijeza la tele. Es imposible no hablar sobre el lugar, sobre el futuro de ese lugar. Justo en ese instante, en La 1 entrevistan al antropólogo Francisco Ferrándiz, que formó parte de la comisión de expertos que redactó unas recomendaciones sobre el Valle de los Caídos para el Gobierno Zapatero. Un informe que terminó en un cajón. Ferrándiz desarrolla su propuesta de uso de tecnologías como la realidad aumentada para la reinterpretación del Valle. Aunque Sánchez-Albornoz sabe que será un debate complejo, él tiene claro cuál es la ley que quiere que se cumpla: la de la naturaleza.

En la televisión aparece Francis Franco, el nieto del dictador, con una bandera franquista. Pero Mercedes no mira. No le interesa. Mira al frente y solo gira la cabeza para clavar sus ojos en la foto de sus padres. Se emociona y recuerda lo que sintió en marzo de este año, cuando logró ver sus restos junto a los de otros cientos de personas en el nivel cuarto de los enterramientos de la Capilla del Santo Sepulcro. “Fue una sensación tremenda. Indescriptible. Era como si lo tuvieran escondido”. Su padre reposa junto a otros 34.000 muertos en las criptas de Cuelgamuros. Reposa, pero no descansa. “Escribí una carta al presidente del Gobierno y me respondió que harían lo posible por devolvérnoslo. Ha pasado tiempo, así que es lógico que no me fíe de ellos”.

Mercedes, que se ha mantenido tranquila durante toda la conversación, se irrita cuando recuerda que hay quien opina que la Ley de Memoria Histórica significa reabrir heridas. “Eso es mentira, no es abrir heridas, porque nunca se han cerrado”. Suena el telefonillo y la octogenaria ni se inmuta. Su hija se acerca a la puerta de la entrada y abre. “Es la televisión”, le dice. Hoy Mercedes tiene que atender varios compromisos, tantos que ha perdido la cuenta.

Si tiene tiempo, verá la exhumación en directo. Aunque le sepa a poco quiere ser testigo de un momento histórico. La televisión muestra unas imágenes panorámicas del mausoleo faraónico. Las puertas cerradas a cal y canto ni se mueven.

Esperando al helicóptero

Los tertulianos discuten sobre lo que habría que hacer con el Valle de los Caídos. “Hay filtraciones de todo tipo, los materiales usados son pobres, hay un informe técnico que dice que el día menos pensado un ventarrón bueno de la sierra va a tirar la cruz, la imagen de la Dolorosa se está descomponiendo… los gobiernos han estado haciendo reparaciones y se han gastado cientos de miles de euros. ¿Tenemos que seguir gastándonos dinero en mantener ese monumento que no nos gusta y no tiene ningún sentido? ¡Nada de gastarse más dinero! Hay que dejar que la naturaleza siga operando a su gusto. ¡Es que es elemental!, se exaspera Nicolás.

“Antes me daba igual lo que hicieran con ese sitio, pero ahora he cambiado de idea”, cuenta Mercedes. “Creo que deben sacar a todos los que hay allí enterrados y modificarlo para que explique la realidad de por qué se construyó. Si desaparece, desaparece una parte de la historia de España que no debemos olvidar”.

Hacemos una pausa a media mañana. Preparamos un té acompañado de croissants con mermelada de naranja amarga. “En cuanto vea el helicóptero yo me doy por satisfecho”, dice. La televisión sigue encendida y el tiempo tiene toda la pinta de haberse ralentizado. Aunque hemos esperando 44 años, parece que esta mañana va a durar 44 horas. Diferentes líderes políticos aprovechan el momento para hacer declaraciones. Nicolás se pregunta qué relevancia tienen ellos para el caso, qué es lo que tienen que decir, a quién le importa lo que opinen. Espera, solo, por el helicóptero.

A las 12.38 aparece Tejero en escena. “¡Qué pesados!”, exclama Sánchez-Albornoz, pero no se refiere a los fachas que intentan rascar algo de protagonismo hoy. Se refiere a todo. A la tele, al espectáculo, a la liturgia. Está perdiendo la paciencia. “Este programa, en lugar de producirme alegría, que es lo que esperaba, me produce tedio”.

Desesperado ante la nada televisiva, harto de la espera, se levanta para amenazar a la pantalla con el mando a distancia. Y es extraño, porque justo en el momento en el que zapea, el portón de la abadía comienza a abrirse. Unos instantes después de ver asomar el féretro suena, una vez más, su teléfono. Esta vez es alguien que llama para felicitarle.

La acción en el escenario retransmitido sucede lentamente, lo cual no diluye la sensación amarga, como la de las naranjas sevillanas y el azúcar jamaicano de la mermelada que aún paladeamos. Nicolás mira el reloj varias veces: “¡Es la una y veinte!” Y eleva el tono también, como el presentador de televisión, pero ofendido: “¡Bueno, pero qué pasa, ya!”.

Como en el final de una maratón, los últimos metros se convierten kilómetros. Los operarios hacen encajar el ataúd en el helicóptero y pasan horas, días, ajustando los anclajes. Comienzan a girar las aspas y nos miramos: ahora sí. Asoma de nuevo un cuarto de sonrisa en su cara, pero es breve. “Me han chafado el día con este aburrimiento”, admite. Mientras la aeronave se dirige hacia El Pardo, Sánchez-Albornoz se levanta del sillón, agarra el mando y apunta hacia la televisión: “Lo de aterrizar ya no me interesa, apagamos ya”. Son las dos menos cuarto. Suena su móvil. Le espera una comida con sus amigos. Ahí, seguro, las cosas serán distintas.

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