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Adelanto editorial

Feminismo vibrante. Si no hay placer, no es nuestra revolución

La periodista experta en feminismo Ana Requena Aguilar, autora de 'Feminismo vibrante'

elDiario.es

5 de septiembre de 2020 22:10 h

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Ana Requena Aguilar (Madrid, 1984) es periodista. Fue parte del equipo fundador de elDiario.es en 2012, medio en el que trabaja desde entonces y el que actualmente ejerce como redactora jefa de género. Es autora de varios ensayos especializados.  'Feminismo vibrante. Si no hay placer, no es nuestra revolución' es su último libro, del que reproducimos la introducción.

Introducción: la maleta

Este libro empieza con una maleta. Es de color violeta, mediana, de 67 por 46,5 centímetros, no sé cuántos de profundidad. La he comprado adrede para este viaje. Es agosto y he decidido irme ocho días a París, sola y sin expectativa de tener mucha compañía en la ciudad. Tengo 34 años, pero en solo cuatro meses, en medio del otoño madrileño, cumpliré los 35. En uno de los libros que he leído hace poco dicen que es la edad del desconsuelo, y la verdad es que en este momento me parece una definición muy acertada. Tengo los billetes y la reserva de un apartamento en Montmartre, pero me falta una maleta. Paseo por Madrid cuando la veo en el escaparate: morada y, por lo tanto, perfecta. La lleno con ropa y con libros y, dentro de la bolsa de aseo, meto mi pequeño vibrador de viaje. También es morado.

París resulta ser justo lo que necesitaba. Me da aire y espacio. Estoy a solas conmigo misma mucho rato y eso, para una madre de un niño que entonces aún no ha cumplido los cuatro años, es una sustancia casi extraña que pruebas como si estuvieras a punto de ingerir un alucinógeno. Me masturbo mucho, me masturbo muchísimo. Me masturbo cuando me despierto, o antes de acostarme.

 Me masturbo en el sofá del salón, que tiene vistas al Sacré-Cœur. Me masturbo en cualquier momento inesperado del día, cuando vuelvo de pasear por el Boulevard Saint Germain, cuando siento que me aburro o mientras se cuecen los macarrones, cuando estoy escribiendo y necesito un parón o cuando pienso en sexo y mi cuerpo se desborda. El pequeño vibrador morado y alargado ocupa su sitio sobre la mesita de noche, resiste mis embates, una pila le basta para seguir zumbando. Soy madre, sí, y estoy sola de viaje y no echo de menos y me masturbo y deseo tener sexo; me imagino a amantes encima de mí, debajo de mí, detrás de mí, delante de mí. Soy el epítome del pecado, de lo que está mal, de lo que no cuadra en una mujer, al menos en la buena mujer que un día se inventaron y que está ahí, en las profundidades, para confrontar nuestras pequeñas liberaciones.

El último día, no sé bien cómo, acabo en una fiesta al lado del canal de Saint-Martin en la que la gente se menea y baila y hay quien termina por quitarse la ropa. Estamos en un bar de vinos, hemos cerrado la puerta y ponemos música atronadora mientras los dueños abren botellas y nos sirven vasos sin preguntar. Me he masturbado ese día, eso seguro, me masturbo todos los días con mi pequeño vibrador, pero aun así quiero más. No conozco a casi nadie pero las manos y los besos se reparten generosos y sin más preguntas que el asentimiento de quienes dan y reciben. Así que bailo y me arrimo y dejo escurrir mi cuerpo y sus fluidos.

A la mañana siguiente hago la maleta y me dispongo a coger un vuelo con resaca. No importa porque me noto eufórica, a punto de estallar, es una de esas veces en las que mi cuerpo me parece un instrumento sensual que puede, también, vibrar y emitir melodías. Ya en el avión ocupo mi sitio –ventanilla, menos mal– y apoyo la cabeza contra el fuselaje. Dos horas y media después, frente a una cinta de equipajes del aeropuerto Madrid-Barajas, espero mi maleta. Y espero y espero y espero. La cinta no se mueve y los que nos hemos arremolinado allí empezamos a perder la paciencia. Pasa media hora y después otra. Empiezan los rumores. “Parece que están revisando una maleta con algo sospechoso”, oigo a mi lado. Entonces me viene una idea a la cabeza, se me aparece de repente, como esas pequeñas bombillas de los dibujos animados. Pero no puede ser, ¿de verdad será eso? Pienso en mi vibrador, mi pequeño amigo, en la bolsa de aseo. ¿Se habrá encendido en mitad del vuelo? ¿Será ese el problema de seguridad que nos tiene ahí esperando? La respuesta es sí.

No mucho después llega mi maleta. Violeta, casi nueva, con un candado numérico de seguridad… y vibrante.

“Pon cara de mujer empoderada, pon cara de mujer empoderada, eres feminista”, me digo mientras la recojo y sorteo a los demás pasajeros. Así que salgo de Barajas entre miradas sospechosas con una gran maleta morada y casi nueva que no deja de vibrar y con la confianza en mí misma luchando contra 34 años de estereotipos. El feminismo lo revuelve todo, pienso, incluso la seguridad en los aeropuertos. También lo que una creía haber aprendido sobre sí misma.

De camino a casa mi maleta sigue vibrando, la pila debe de ser de larga duración. Pienso en la vergüenza, o quizá era pudor, que he sentido en el aeropuerto. Se suma a otras vergüenzas, a otros juicios, que, si hago memoria, se remontan hasta mi adolescencia o incluso antes. Qué haces sentándote con las piernas abiertas en lugar de estar recogida, como las señoritas. Qué haces saliendo a la calle con esa falda tan corta, luego no te quejes. Qué haces recitando un poema de Bukowski en voz alta en medio de tu clase de literatura de segundo de bachiller —“y mi polla tiesa entró en el milagro”— cuando a los diecisiete las hormonas están mejor vistas en ellos y Bukowski aún te parece un transgresor. Qué haces teniendo sexo en “la primera cita”. Qué haces enviando fotos subidas de tono sin que su receptor ni siquiera te lo haya pedido. Qué haces diciendo “así no”, “cómeme el coño”, “dame más”. Qué haces deseando y haciendo saber que deseas. Qué haces pidiendo y proponiendo en lugar de callar, esperar, hacerte la dura, no vayas a dar tan fácilmente eso que quieren. Qué hace una madre viajando sola y masturbándose como una loca. Qué haces escribiendo sin esperar a que te escriban. Qué haces mostrándote sexual y esperando que los demás no vean solo a una loba. Qué haces queriendo un sexo salvaje pero también cuidadoso. Qué haces pensando que puede haber otras formas de quererse y de follarse. Qué haces comportándote así y esperando que luego te quieran, te aprecien, te contesten los mensajes, te vean.

El feminismo es una manera de estar en el mundo. Y es justo ahí, pienso, entre lo colectivo y lo individual, entre el estar y el anhelo de estar aún mejor, donde el feminismo me ha hecho sentir sujeto y me ha ido dando armas que sigo usando como puedo

De alguna manera, me digo, el sexo y el deseo siempre han estado ahí, atravesando nuestra identidad como mujeres para calificarnos, dividirnos, dañarnos, disciplinarnos, controlarnos. De alguna manera han conseguido que sintamos vergüenza o pudor, que el peso de los juicios y del miedo –a no ser creídas, a no ser deseadas, a no ser queridas– aplaste nuestra autonomía, nuestra expresión. Han hecho que sintamos nuestros cuerpos como lugares hostiles que controlar, que odiar y tratar de cambiar, siempre infructuosamente. Que finjamos orgasmos para complacer, para no tener “problemas”, que domemos nuestro deseo con tal de parecer deseables para otros. Han conseguido que los placeres sean para nosotras actores secundarios y la culpa el plato principal, salvo cuando se trata del goce de otros.

Una tarde, en el espejo de mi habitación de París, me miro y me gusto. Me gusta mi cuerpo, pero, más allá de esa imagen física que veo, me gusta sentirme deseante, quizá más libre que nunca y aun así con tantos estigmas haciéndome daño todavía, algunos clavándose profundamente en mi estómago. Pero, al menos ahora, me digo, soy un sujeto, nunca más un objeto, aunque quizá sea demasiado arriesgado pronunciar “nunca”. Recuerdo entonces esa frase de Simone de Beauvoir, a la que he ido a ver al cementerio durante mi estancia, que dice que el feminismo es una forma de vivir individualmente y de luchar colectivamente. Recuerdo también que el feminismo es una manera de estar en el mundo. Y es justo ahí, pienso, entre lo colectivo y lo individual, entre el estar y el anhelo de estar aún mejor, donde el feminismo me ha hecho sentir sujeto y me ha ido dando armas que sigo usando como puedo.

Comparto la anécdota de la maleta con un par de personas que me quieren y les digo que quizá escriba sobre ello y sobre todo lo que me ha sugerido. Amables, me invitan a no hacerlo. Soy una periodista seria, me dicen.

Desde ese momento hasta justo este en el que escribo no he parado de preguntarme qué coño tiene que ver mi placer y mi sexualidad con mi seriedad o con mi profesionalidad, con mis cualidades, con mi idoneidad para algo, con mi “valor”. Es el patriarcado, amigas, el que metió todos esos conceptos en una coctelera y agitó para convertir el sexo y el placer en un arma, una más, con la que disciplinarnos. Así que abro un archivo de Word y empiezo este libro para seguir librando la batalla del feminismo, un feminismo del placer y del goce donde, siempre, lo personal es político.

Llego a casa y tumbo la maleta, que parece agotada de tanto disfrute. La abro y en mi bolsa de aseo encuentro ese pequeño vibrador que no deja de moverse. Lo apago y me pongo un aviso en el móvil: comprar pilas. Al final del día, mientras me tomo una cerveza y un pincho de tortilla para celebrar la vuelta a Madrid, saco de toda esta experiencia un consejo y una conclusión. El consejo: quitad la pila a vuestros juguetes sexuales antes de coger un avión, ahorraréis batería y evitaréis alarmas antiterroristas. La conclusión: “Si no puedo bailar, no es mi revolución”, decía Emma Goldman; yo digo que si no podemos desear y gozar sin ser penalizadas no es nuestra revolución.

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