Durante las primeras fases de la pandemia algunos analistas la consideraron un “cisne negro”, un suceso impredecible pero que tiene un gran impacto. Pero la comparación “enfada” al creador de la analogía, el estadístico Nassim Taleb: el SARS-CoV-2 se parece más a un “rinoceronte gris”, una amenaza altamente probable que se ignora a pesar de sus terribles consecuencias. ¿Qué pueden hacer los gobiernos ante la posible embestida de uno de estos (metafóricos) mamíferos?
Un punto de partida bien conocido en la gestión de riesgos es el principio de precaución, según el cual “es razonable tomar medidas aunque no haya evidencia suficiente de si la inacción puede tener un resultado desastroso”. Así lo resume a eldiario.es el investigador de la Universidad de las Islas Baleares José Luis Luján, experto en ciencia y política del riesgo.
Luján explica que este concepto fue introducido en las regulaciones europeas de productos biotecnológicos y químicos. “La Unión Europea ha sido tomada como ejemplo por la aplicación del principio de precaución, por eso me sorprende que [en la pandemia] no se haya utilizado”. Y va un paso más allá: “Todo el mundo actuó de forma antiprecaucionaria; tengo la sensación de que algunas medidas se podrían haber tomado antes”.
El principio de precaución es sencillo de entender, pero no tanto de poner en práctica. Sobre todo en un contexto como el del SARS-CoV-2 en el que no solo faltan evidencias, sino que estas cambian a menudo. “No lo puedes aplicar de manera general ni es algo automático”, aclara Luján, “debes tener en cuenta las consecuencias de los posibles escenarios”. Esto provoca que “una misma evidencia invite a actuar de un modo u otro” según el hipotético impacto futuro.
Sin embargo, advierte que esto “tampoco es excusa” para la inacción. “No te puedes quedar paralizado, a veces tienes que tomar decisiones en situaciones de evidencia incompleta”, dice Luján. Admite que la relación entre ciencia y decisiones públicas “es muy complicada”, porque la primera “es provisional” y los datos no siempre llegan cuando hacen falta, pero las decisiones “no pueden esperar tanto”.
El investigador del Hospital Gregorio Marañón de Madrid e ideólogo de la iniciativa ciudadana Ciencia en el Parlamento Andreu Climent es consciente de estas limitaciones. “El gran avance de la ciencia es 'saber que no sabemos', pero llevamos mal la incertidumbre de no poder solucionar ciertas cosas”.
Climent añade que la ciencia permite disipar esa incertidumbre, pero no con rapidez. Por eso defiende el asesoramiento científico “proactivo” que se anticipe a lo que puede pasar, en lugar del “reactivo” que ha tenido lugar durante la pandemia. “La figura de Fernando Simón demuestra que había cierta preparación, pero hacen falta protocolos, incluso a nivel europeo, como los que tenía Alemania”.
“A posteriori todos sabemos, pero eso no es una justificación. Debes tener sistemas de alarma que te permitan actuar antes de ser atropellado por los acontecimientos, y eso no ha funcionado en ningún país europeo”, explica Luján. El motivo: “Todo el mundo estaba pensando más en los costes de emprender acciones preventivas que en los de una pandemia”.
El investigador de la Universidad de País Vasco Juan Ignacio Pérez Iglesias comparaba esta difícil elección “entre dos opciones muy malas” con una “alternativa diabólica” en un artículo publicado en marzo. “[Las autoridades] transitarán, mediante una peligrosa secuencia de ensayos y errores, por un estrecho corredor con un precipicio a cada lado: la mortandad por COVID-19 en uno y el colapso social en el otro”.
Muchos países africanos son conscientes de este equilibrio entre precipicios. El continente tiene una amplia experiencia en la lucha contra epidemias y en responder con rapidez a crisis sanitarias. A pesar de ello, algunos gobiernos se han visto obligados a relajar las medidas de confinamiento mientras los casos de COVID-19 aumentan, ante el temor a un gran impacto sobre la población más vulnerable.
El coste político de la gripe A
Luján advierte de que la precaución no es gratuita, sino que tiene un coste en términos políticos y de credibilidad. “Si tomas una decisión 'por si acaso' basada en que 'algo' negativo podría pasar, si al final no ocurre vas a pagarlo. Te van a criticar y decir que lo hiciste por motivos inconfesables”. Además, asegura que esas decisiones pueden ser “muy perjudiciales” en algunos ámbitos como el económico.
Algo similar sucedió durante la pandemia de gripe A de 2009, hoy considerada un “camelo” por la hemeroteca. Luján cree que entonces se actuó bien: “Que se tiren vacunas no es negativo, significa que alguien tomó precauciones que finalmente no fueron necesarias, pero podría haber ocurrido lo mismo que ahora. ¿Por qué no? No lo sabíamos”.
El investigador cree que esta crítica ha tenido consecuencias negativas: “La OMS fue acusada de alarmismo y de ser precaucionaria y quizá se podría vincular con la mayor lentitud de esta vez”. Por eso considera que “ser alarmista no está tan mal según el contexto y lo que nos juguemos”.
La cancelación “exagerada” del MWC
Luján también analiza el papel de los medios en las primeras fases de la pandemia. “Muchos insistían en que solo era una gripe y es posible que para ciertos decisores públicos el escenario actual fuera difícil de imaginar”. Por eso considera que “ha habido una mala gestión de la información”.
“Cuando se canceló el Mobile World Congress de Barcelona [el 12 de febrero] porque muchas empresas decidieron actuar precaucionariamente, la prensa española lo criticó como una reacción alarmista y exagerada”, continúa Luján. “Eso también da a entender cuál era el clima de opinión pública en ese momento: es muy difícil que ocurra, y si viene será una gripe”.
El sociólogo de la Universidad de Trento (Italia) Massimiano Bucchi considera un error que la comunicación de riesgos y científica no se tuviera en cuenta en muchos países. “Al principio la televisión solo daba el número de casos y de muertos, en vez de explicar qué se hacía para prepararse. Por eso algunos países decidieron no dar esos datos cada día, para no centrar la comunicación en ellos”.
Bucchi pone como ejemplo de este fracaso comunicativo la llamada “profecía autocumplida”, algo que los sociólogos conocen bien desde hace años. “Si la gente cree algo, aunque no sea cierto, lo hará verdad con su comportamiento. Si dices que se reducen las horas de apertura de los supermercados, los ciudadanos van inmediatamente, justo lo que no quieres”.
Climent considera que cuanta mayor transparencia haya en la toma de decisiones “más fácil es transmitir el nivel de incertidumbre”, pero admite que no está seguro de que sea lo adecuado. “Si nos contaran las dudas no sé si tranquilizaría o pondría más nerviosa a la gente, pero deberíamos saber que existen y que se cambia de opinión conforme los datos cambian”. Debido a esta complejidad defiende que las decisiones deben ser tomadas por políticos, por mucho que los expertos tengan peso en ellas.
Mascarillas, medicamentos y precaución inversa
La dificultad de tomar decisiones con pocas evidencias y datos cambiantes queda resumida en uno de los temas más polémicos de la pandemia: la conveniencia, o no, del uso de mascarillas por parte de la población general. El divulgador de la Universidad Pública de Navarra Joaquín Sevilla asegura que “es un problema mucho más complicado que la trivialidad de si protege o no, porque a medida que te acercas a una situación realista pierdes certezas en la pirámide del conocimiento científico”.
“Parece una cosa sencilla, pero no es solo cuestión de filtros y duración. Tienes que ir a la parte social y esa evidencia es más difícil de conseguir”, comenta Luján. El uso posterior por parte de los consumidores, la capacidad de aprendizaje y los riesgos de una mala utilización son algunas de las variables citadas por él y Sevilla. Es por este motivo que una prepublicación reciente disponible en Qeios concluye que las evidencias sobre el uso de mascarillas “son ambiguas”: las decisiones políticas al respecto deberían ser tomadas mediante “argumentos a priori en vez de con datos”.
Para complicar la toma de decisiones todavía más, otro principio, esta vez de proacción, intenta que un exceso de cautela no haga perder beneficios importantes. Luján teme que su aplicación sea negativa con ciertos medicamentos contra la COVID-19, cuyos controles están siendo menos estrictos. “No parece recomendable en una situación como la actual, porque podría tener consecuencias graves para la salud pública”.
Es algo que comparten dos expertos en bioética de dos universidades norteamericanas que, a principios de mes, publicaban una carta en la revista ‘Science’ en contra de este “excepcionalismo” en la ciencia. “Esto introduce mucho ruido y ni los decisores públicos ni los médicos tienen tiempo de leer todo porque deben actuar. Por eso deben recibir información lo más fiable posible”, aclara Luján. Sevilla, por su parte, dice que el equilibrio entre el principio de precaución y el de proacción es complejo “y no siempre evidente”.
Lecciones para la próxima pandemia
“Ha habido tantas falsas alarmas en los últimos veinte años que las lecciones que aprendimos las hemos olvidado”, aseguraba el director del Centro para la Salud y la Seguridad Interior de la Universidad de Maryland (EEUU), Michael Greenberger. La próxima vez que alguien tosa en Asia el mundo se paralizará. Pero, ¿qué pasará en la decimoquinta ocasión?
“Cuando ocurre algo que te afecta aprendes a tratar ese tipo de situaciones, pero cuando deja de haber un refuerzo del comportamiento precautorio este deja de tener alicientes”, dice Luján. “Si actúas continuamente pensando que puede ocurrir algo muy grave y al final nunca sucede, pensarás que no estás actuando bien”.
La clave está, según el sociólogo, en diseñar buenos sistemas de alarma con capacidad de tomar decisiones. “Todos los países los van a instalar, pero puede llegar un momento en el que dejen de tener apoyo social suficiente”. Por eso considera igual de importante un “aprendizaje social” para explicar a la población la importancia de estas decisiones en contextos de incertidumbre.
“Nunca se han experimentado estas situaciones, así que estamos dentro de muchos 'experimentos”, comenta Climent. “Dentro de muchos años, con los datos que obtengamos, se podrá generar conocimiento para la próxima pandemia”. El investigador considera que “es imposible predecir el futuro”, pero que se pueden “plantear los posibles escenarios” y explicar qué hacer en cada ocasión. “Lo más probable es que ninguno suceda, y prever ese nivel de incertidumbre y transmitirlo [a la gente] es muy complejo”.
“Estamos muy acostumbrados a tomar decisiones pensando en fenómenos que, aunque tengan una probabilidad muy baja de suceder, tengan consecuencias desastrosas si ocurren”, concluye Luján. Vivimos rodeados de ejemplos: coches, edificios, instalaciones eléctricas, juguetes y productos químicos están preparados para situaciones que ocurren muy pocas veces. Igual que una pandemia mundial.