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Un globo español para ‘cazar’ bacterias en el cielo de la Antártida  

GloboAntártida

Antonio Martínez Ron

1 de mayo de 2024 22:09 h

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Durante los primeros días de enero de 2023, un observador que hubiera caminado por el extremo oeste de la isla Livingston, en la Antártida, se habría topado con un grupo de humanos que parecían haber atrapado la luna con una cuerda. Allí, en una playa de la península Byers, un equipo de investigadores españoles lanzó hasta en cinco ocasiones un globo de helio a las alturas, un objeto blanco y brillante sujeto a tierra con un largo cable de kevlar, con el que recogieron muestras de los microorganismos que viajan por encima de las nubes. 

“Ya se habían elevado globos en la Antártida, pero tomar muestras de bacterias a un kilómetro de altura con un globo cautivo no se había hecho hasta ahora”, explica Antonio Quesada, coordinador del proyecto Microairpolar-2, en el marco de la Campaña Antártica Española. “A menudo lo perdíamos de vista, porque allí siempre suele haber nubes”, recuerda la investigadora y colíder del proyecto Ana Justel. “Veías el cable perderse en las alturas y era como si estuvieras pescando en el aire. A veces se abrían las nubes y veíamos el globo, brillante y redondo”. 

Los científicos llevan dos años recogiendo muestras a diferentes alturas con el objetivo de descubrir si estos microorganismos conectan ecosistemas distantes y cómo llegan hasta aquí. Se trata de una investigación multidisciplinar, liderada por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), para la que también se han obtenido muestras en Groenlandia con el fin de comparar las poblaciones y comprender la dispersión global de microorganismos a través de la atmósfera. “Para esta nueva fase hemos diseñado un sistema propio de recogida de bacterias, un colector en forma de tubo metálico muy ligero, con capacidad para filtrar el aire y recoger muestras durante seis horas, todo para tener suficientes bacterias que medir”, detalla Quesada a elDiario.es.

Esta parte del estudio se ha llevado a cabo en una playa remota de las Shetland del Sur, un lugar prístino con escasa influencia humana, donde también han colocado otros ocho colectores de aire a diferentes alturas en una torre de captación de nueve metros, acompañada de sensores meteorológicos, así como captadores en las proximidades de pingüineras, elefanteras y zonas de tapetes microbianos. “El objetivo es estudiar la columna vertical de aire, lo que hay en la atmósfera y cómo se mezcla”, apunta Justel. “Con el globo queremos ver sobre todo lo que está circulando en el aire por encima de la Antártida, saber si son cosas que están solo aquí o están en otros continentes y en otras zonas criosféricas”. 

La perla de Byers

Elevar cualquier objeto hacia el cielo en esta región del planeta es todo un desafío, debido a los fuertes vientos que la azotan de forma casi permanente, también en el verano austral. “La dificultad era grande, ya que el globo cautivo no podía soportar vientos de más de 25 km/h y esto se da muy raramente en la Antártida, especialmente en la península Byers”, señala Quesada. “Era muy complicado, porque no solo teníamos que conseguir inflarlo, sino mantenerlo inflado y que no se pinchara”, añade Justel. “Encargamos una red para cubrirlo y lo enganchábamos con muchas piquetas y mosquetones muy gordos sobre una piscina hinchable de juguete llena de agua, que impedía el roce con el terreno”, explica. “Con este sistema conseguimos que no se volara con vientos de hasta 90 km/h”. 

Los vuelos se llevaron a cabo entre el 13 y el 25 de enero de 2023 y se aprovecharon los momentos en que el viento dejaba de soplar tan fuerte, ya fuera de día o de noche. Mientras estaba posado en tierra, y sujeto con la red, el globo era una esfera encendida en mitad de la bahía, por lo que lo bautizaron como “La perla de Byers”, comenta Quesada. “En el lanzamiento teníamos que emplearnos a fondo las seis personas que estábamos allí”, recuerda Justel. “Íbamos lanzando por tramos de 100 metros y marcando cada uno de estos puntos con un banderín en el cable, que después recogíamos completamente cubierto de hielo”. 

Todas las maniobras de suelta y recogida se realizaban con un cabestrante y un motor, pues el empuje de los vientos habría hecho imposible controlarlo manualmente. En los vídeos en time-lapse grabados por el equipo se aprecian los momentos en que el viento arrecia y el globo cabecea violentamente, lo que en una ocasión les obligó a recoger antes de tiempo para evitar que se dañara. Además de los sensores meteorológicos y el captador de bacterias, el globo iba provisto con una cámara que muestra la imagen de la playa y de los investigadores desde las alturas. También recoge un sonido fantasmal, el ulular del viento antártico a 1.000 metros al que Quesada se refiere como “la música mágica de Byers”.

Bacterias en vaselina

El origen del proyecto se remonta a los primeros estudios de la biodiversidad en la Antártida a ras de tierra. “Empezamos estudiando los microorganismos en el suelo, los tapetes”, recuerda Ana Justel. “Y nos preguntábamos el origen: ¿cómo se produce la colonización de los espacios en los que el hielo se ha retirado?”. La conclusión fue que la mayoría debían llegar por el aire, pero desconocían los mecanismos. “Ese fue el origen de nuestras preguntas”, confirma Quesada. “Los polos se están derritiendo y tenemos un ecosistema limpio, ¿cómo llegan las cosas? ¿Por qué se instalan?”, subraya. 

Quesada y su equipo desarrollaron un sistema basado en un tubo hueco de unos 70 centímetros de longitud, dotado de dos ventiladores que hacen pasar el aire en su interior y un captador de vaselina donde deben quedar atrapados los microorganismos. Como curiosidad, más delante el investigador se enteró de que era una solución idéntica a la del primer sistema inventado por el padre de la aerobiología, Fred C. Meier, a principios del siglo XX. Meier instaló el conocido como Sky-Hook (gancho del cielo) en el avión con el que el famoso piloto Charles Lindbergh y su esposa, Anne Morrow, sobrevolaron el Atlántico en 1933, un tubo con vaselina en su interior con el que recogieron esporas, polen, algas unicelulares, cenizas volcánicas y hasta alas de insectos.

Una de las sorpresas que arrojaron aquellas primeras catas del cielo fue que muchos de los pólenes, hongos y bacterias recogidos por los Lindbergh en sus vuelos desde Maine a Copenhague eran de las mismas especies, lo que indicaba una conexión atmosférica insospechada por entonces. “Las bacterias que nosotros estamos atrapando también proceden de sitios muy lejanos, la mayor parte proceden del mar, pero muchas de ecosistemas tan alejados como la sabana”, señala Quesada. Esto es lo que han visto solo con las muestras preliminares, pero ahora queda el trabajo de desempaquetar el material recogido y analizarlo con precisión en el laboratorio. 

“Cuesta mucho sacar el ADN, es difícil sacar las células de la vaselina y hemos tenido que diseñar un protocolo especial para el procesado”, explica Justel. Un problema al que se enfrentan es la escasez del material recogido, de ahí los largos tiempos de exposición del captador, de hasta seis horas. “Hay muy poco material en el aire de la Antártida”, destaca. “Estamos muy en el límite de la cantidad de biomasa para secuenciar, se recoge muy poco”. 

 La otra parte del trabajo pendiente es identificar cada especie de microorganismo que identifiquen con la dirección del viento que soplaba en el momento de la recogida, para poder establecer qué viaja hasta aquí y desde dónde. “Las retrotrayectorias de viento de cada uno de los momentos de muestreo están perfectamente claras”, señala Quesada. “Los vientos llegan desde Sudamérica, Sudáfrica y Nueva Zelanda”. Gracias a los modelos de deposición atmosférica elaborados por Sergi González, miembro del proyecto, ahora saben cómo puede entrar material aerotransportado en la Antártida y que la salida es difícil, pero no imposible. 

“Las partículas tienen capacidad de salir, aunque se pensaba que no”, concluye Justel. “Y también hemos visto que se cuelan los ríos atmosféricos procedentes de zonas tropicales y masas de aire incluso desde más lejos”. Todo eso es lo que ahora están estudiando y el curioso puzzle biológico y atmosférico que puede ayudarnos a comprender mejor cómo se conecta la vida en el planeta.

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