Los hijos e hijas de víctimas de violencia de género tienen más riego de sufrirla o de convertirse en agresores

Marta Borraz

1 de octubre de 2020 14:10 h

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Los hijos e hijas de las mujeres que sufren violencia de género son víctimas de esa misma violencia, pero poco sabemos de su realidad. Acercarse a ella es el objetivo prioritario del estudio Menores y violencia de género, presentado este jueves por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género. La investigación viene a completar la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer publicada por el Ministerio de Igualdad hace unas semanas y ha encuestado a 10.465 jóvenes de entre 14 y 18 años. Entre sus conclusiones, destaca que una mayor exposición al maltrato que sufren sus madres se asocia con un mayor riesgo de reproducirlo en sus propias parejas, así como a más malestar físico, psíquico, baja autoestima o peor desarrollo académico. No obstante, subraya el estudio, su situación incrementa las posibilidades de padecer estos problemas, pero “no los determina”.

Para llegar a estos resultados, la investigación, realizada desde la Unidad de Psicología Preventiva de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y en colaboración con el Ministerio de Educación y las comunidades autónomas, les ha preguntado si han tenido conocimiento de que sus madres hayan sufrido algún episodio de violencia por parte de sus parejas al menos “alguna vez”. Un 24.7%, casi uno de cada cuatro, ha respondido afirmativamente. Y de ellos, el 77,15%, tres de cada cuatro, reconoce haber recibido alguna de estas mismas conductas ellos mismos. El 70% contestó que el autor había sido su padre.

Entre las conductas que más reconocen haber sufrido sus madres están las relacionadas con la violencia psicológica: les han hecho sentir miedo o les han insultado y ridiculizado; le siguen “las que deterioran de una forma especial la autoestima”, como decirle que no vale para nada, y las de control (“lo que dice, a dónde va, cómo viste”...). En un tercer nivel se sitúa el intento de aislar a la mujer de sus amistades, seguidas de la agresión física (7,1%).

Para ahondar más en la problemática, las investigadoras han dividido a los jóvenes en tres grupos en base a su exposición al maltrato: reducida y puntual, en el que está un 80,6%; media (13,3%), en el que están adolescentes cuyas madres han sufrido “a veces” este tipo de situaciones, sobre todo de “control abusivo y maltrato emocional”; y extrema. En este último grupo, al que pertenece el 6%, los jóvenes han estado expuestos de forma “frecuente” a la violencia, a conductas “de mayor gravedad” y desde más temprano. Es decir, casi un 20% de los adolescentes cuyas madres han sido víctimas, lo han vivido de forma repetida. Estos dos últimos grupos son precisamente los que tienen un mayor riesgo de sufrir malestar y problemas en el desarrollo si se compara con el primero.

En concreto, en el grupo uno, el de menor exposición a la violencia, hasta un 11,8% de las jóvenes reconocieron ser víctimas de violencia en sus propias parejas, pero el porcentaje escala hasta el 23,8% en el dos y el 32,9% en el tres. Es decir, que la exposición media duplica el riesgo y la máxima llega a casi triplicarlo, estima el estudio. En el caso de los chicos, de nuevo, el porcentaje se eleva a medida que aumenta el grado de maltrato (un 13,9% de los jóvenes la ejercen en su pareja en el grupo uno, pasando por el 31,7% del grupo dos y llegando al 35% del tres). Sin embargo, especifica el estudio, ni la gran mayoría de chicas que han estado expuestas a la violencia son víctimas ni la mayoría de chicos agresores: los resultados “reflejan que la reproducción de la violencia de una generación a la siguiente no es automática ni inevitable”.

El indicador de la reproducción de la violencia, ha explicado en la presentación del estudio María José Díaz-Aguado, investigadora principal, es clave desde el punto de vista científico, pero ha incidido en que debe ser interpretado con cautela: “El que se incremente el riesgo significa que incrementa la probabilidad, hay una mayor vulnerabilidad, pero no podemos caer en el error de transmitir que estos chicos y chicas están condenados a ello. De hecho, la inmensa mayoría no reproduce la violencia y logran salir del ciclo”, ha resumido. Con todo, conocer qué efectos tiene esta situación en sus vidas es fundamental para prevenirlo porque el mayor riesgo se relaciona con “el daño originado por la exposición a la violencia de género contra la madre que la intervención con estos/as menores debe ayudar a curar”.

Un patrón que se repite

El estudio analiza también otras variables que compara entre los tres grupos elegidos. En cuanto a la trayectoria académica, el grupo tres, el de máxima exposición, tiene más posibilidades que el uno en repetir curso en primaria y secundaria, faltar a clase sin justificación o llegar tarde. Al mismo tiempo, los menores del grupo dos, que tienen una exposición media, presentan en mayor medida repeticiones en secundaria o faltas. Las expectativas de hacer una carrera se van reduciendo a medida que el maltrato es más frecuente. También decrece el nivel de autoestima a medida que aumenta la exposición al maltrato, así como el malestar físico y psíquico de los adolescentes, entre ellos, dolores de cabeza, dificultades para dormir, tristeza, irritabilidad, nerviosismo o miedo.

Asimismo, los menores del grupo tres experimentan una menor integración escolar y una percepción de peores relaciones con los compañeros en el centro educativo. El patrón se repite al analizar el consumo de drogas, alcohol o tabaco: hay porcentajes más elevados de un consumo nulo o bajo en el grupo uno de los jóvenes, con menor exposición a la violencia de género, y más elevados en los siguientes, llegando a su máximo en el tres.

En algunos de estos indicadores, se dan diferencias por género: la peor autoestima o malestar físico o psicológico afecta en mayor medida a las chicas que a los chicos, mientras que ellos justifican más la violencia o presentan mayores niveles de estrés ante situaciones que contradicen estereotipos machistas. Por ejemplo, pensarse en la situación de que tuvieran que quedarse en casa cuidando de un hijo o hija. Díaz-Aguado explica que este tipo de resultados hablan de la necesidad de implementar “un enfoque de género” al analizar los efectos. Los chicos “tienden más a externalizar el problema” y “han estado educados en un modelo de dominio y sumisión, han escuchado más consejos a favor de la violencia y de la superioridad del hombre en la pareja que les hacen sentir un mayor estrés”.

La herramienta de la escuela

Las conclusiones apoyan la idea de que ser hijo o hija de una víctima de violencia de género es una “forma específica de maltrato infantil”, que son víctimas directas de lo que sufren sus madres y que “es más frecuente de lo que suele suponerse”. Parece, explica el informe, que la exposición a la violencia de género sufrida por sus madres produce en los menores “daños similares” a los que se han encontrado en las mujeres, por lo que pone el foco en la intervención “desde diferentes contextos”.

¿Cómo? Entre otras cosas, el estudio llama a “modificar el entorno de los menores”, en el que “les han aconsejado el dominio y la sumisión así como la utilización de la violencia como forma de resolver conflictos” y a proporcionarles un entorno diferente, “con oportunidades eficaces para aprender los consejos alternativos, a favor de la igualdad y la no-violencia”. En este sentido, los resultados de la investigación apuntan a que “convivir con el maltratador aumenta el riesgo” y hacerlo con la madre, que se erige como la figura principal a la que recurrir “y la que más les ha ayudado”, menciona Díaz-Aguado, lo reduce. El acompañamiento es una herramienta clave, pero solo un 25% de los adolescentes ha llegado a recibir ayuda de un psicólogo o de un psiquiatra, estima la investigación.

La educación se erige también como barrera de contención. Y, de hecho, uno de los resultados del informe apunta a esta necesidad: las chicas que recuerdan que en la escuela se ha trabajado algún contenido contra la violencia de género y que recuerdan haberlo hablado en sus casas, tienen menos riesgo de reproducirla. La mayoría de las jóvenes (el 51,3%) que rompen con la reproducción intergeneracional de la violencia de género recuerdan haber trabajado contra dicho problema; recuerdo que es menor (el 43,8%) entre quienes sí lo reproducen. En el caso de los chicos, sin embargo, no se encontró una relación estadísticamente significativa.

Para abordar las cuestiones relacionadas con la educación, el estudio también ha preguntado a 3.045 docentes y 227 Equipos Directivos de centros de Educación Secundaria Obligatoria (ESO). Y entre las conclusiones destaca que el 46,8%, casi la mitad, recuerdan haber trabajado en las aulas el problema de la violencia de género en la pareja o expareja y solo el 4,6% afirma que no es necesario. Cifras “importantes”, ha remarcado Díaz-Aguado, que hablan de que “la escuela reconoce su papel”, pero llaman también a la necesidad de generalizar en las aulas estos contenidos “orientados a la prevención y el rechazo de todo tipo de violencia, en específico la de género, y con un enfoque integral de derechos humanos”.