Varios carpinteros, industriales, jornaleros y sindicalistas, un cartero, un pescador, dos maestros, un abogado poeta o un practicante son algunas de las personas que fueron fusiladas y sepultadas en la fosa más grande de Villadangos del Páramo. Todos procedían de la ciudad de León o de otros pueblos de la provincia en los que no hubo frente de guerra porque el golpe militar triunfó casi de inmediato. Fueron arrestados por sus ideas, algunos por militar en partidos de izquierda y sindicatos, otros por ser maestros o masones, por haber intentado evitar el golpe de Estado en su localidad, por no haber expresado apoyo al mismo o por alguna desavenencia pasada con gente del nuevo régimen.
La mayoría pasaron antes por el campo de concentración de San Marcos u otras prisiones de la zona y fueron fusilados sin juicio ni sentencia. El modo de operar de las fuerzas golpistas para practicar este tipo de asesinatos era trasladarlos a algún pueblo donde nadie los conociera y matarlos. De ese modo se aplicaba una deshumanización añadida, pues se convertían en cadáveres sin nombre, sin identidad: son los desaparecidos por el franquismo. Hubo decenas de miles en todo el país.
En Villadangos, tras los disparos nocturnos entre septiembre y noviembre de 1936, un grupo de vecinos acudía al monte en busca de los cadáveres para trasladarlos al área del cementerio, donde llegaron a acumularse, en la fosa más grande, hasta 71 cuerpos, uno de ellos de una mujer. Antes de sepultarlos redactaban descripciones en las actas de defunción, con la firma del juez Pedro Arias, entre otros. Los mayores del lugar aún recuerdan aquello: “Cuando era niña un día vi un par de carretillas con bultos tapados con mantas, que llevaban en dirección al cementerio. De repente me di cuenta de que de una de ellas asomaba una pierna. Eso no se olvida”, recordaba recientemente una vecina.
Cuando vinieron a por mi maestro Sixto varios niños, alumnos suyos, nos pusimos delante del coche para intentar evitar que se lo llevaran
Parte de los asesinados en Villadangos fueron quemados, para evitar que sus cadáveres pudieran ser reconocidos. Aun así la descripción en varias actas, así como la recolección de objetos de las víctimas, ayudaron a la identificación de algunos por familiares y conocidos en los días y semanas siguientes. Es el caso del maestro Toral, cuya historia se contó en estas páginas hace unos días, o el de los seis de Mansilla de las Mulas. También el de Federico Sacristán, cartero de la ciudad de León y padre de nueve, “quien muchas veces tenía que leer las cartas a sus destinatarios porque no sabían leer”, cuenta su nieta Elisa a elDiario.es.
En septiembre de 1936 Federico fue trasladado a Villadangos desde el campo de concentración de San Marcos atado a otro hombre, quien se dio cuenta de que llevaban las esposas sueltas y propuso correr cuando parara el camión. “Pero mi abuelo no corrió, no tuvo fuerzas. Su compañero sí lo hizo y se salvó. Tiempo después visitó a la familia y lo contó”.
Otro nieto del cartero Federico, José Sacristán, guarda varias cartas enviadas por su abuelo desde San Marcos antes de ser asesinado. En ellas el cartero solicitaba a su esposa “mantas, jabón, toalla, tabaco, una peseta”, nombraba a presos conocidos con los que se cruzaba –“vi a Bernardo el cojo y a Domingo”–, enviaba cariño y ya en las dos últimas, cuando probablemente percibía su final, pedía a sus hijos mayores “que sean buenos hijos y miren por su madre y hermanitos”, y a los pequeños les solicitaba “que me tengan presente y sus oraciones, que yo no les olvido”.
Sixto Rodríguez, otro de los fusilados, es uno de los al menos dos maestros que fueron sepultados en Villadangos. Impartía clases en San Cipriano del Condado, donde fue detenido a pesar de que algunos alumnos intentaron impedirlo. Uno de ellos, Olivio Llamazares González, aún vive, y lo recuerda así:
“Era el mejor maestro, sabía muchas cosas y casi siempre ganaba en los exámenes de la inspección de enseñanza, porque sus alumnos eran los mejores. Cuando vinieron a por él, varios niños nos pusimos delante del coche, para que no se lo llevaran. Pero nos echaron. Tendríamos ocho años”.
Marcelino Quintano Fernández, Jesús Luengo Martínez, Víctor Pérez Barrientos y Urbano González Soto, concejales socialistas de Valencia de don Juan, también fueron fusilados en Villadangos, así como los ugetistas Frideberto Pérez Manovel y Moisés Rodríguez Martínez, de la misma localidad leonesa. La hermana de Urbano González, con diez años cuando lo mataron, aún vive: “Me acuerdo como si fuera hoy mismo”, cuenta a su nieta, Carmen Méndez.
“A mis 46 años he escuchado muchas veces la historia de boca de mi abuela, su hermana. Siempre me cuenta que Urbano murió inocente, como todos, porque es lo que eran, pobres inocentes: un obrero no podía resurgir, era imposible, y se encargaron de que así fuera”, señala Carmen. “También me ha contado que en los tres días en los que estuvo en la cárcel ella iba a llevarle el desayuno y él le daba un beso entre las rejas, y cómo su madre gritaba rota de dolor cuando se lo llevaron. Él había trabajado en Francia, tenía unas ideas muy distintas a lo que se esperaba de él en aquel momento en España y aprovecharon la mínima para llevárselo”.
A mi abuela siempre la vi como si estuviera en una eterna espera, nunca fue viuda, fue esposa de desaparecido
Moisés Rodríguez había trabajado como minero en Matarrosa del Sil y participado en las huelgas de 1934. Su nieta, Belén Carnicero, resalta la importancia de intentar encontrarlo, “sea cual sea el resultado”. “A mi abuelo le gustaba mucho leer, y por las tardes en vez de ir al bar se sentaba a la puerta de su casa y leía. Y me parece precioso. Mi madre, mi hermana y yo hemos heredado ese amor por la lectura”.
Jesús Germán Luengo, nieto del pescador Jesús Luengo, sabe retazos de su abuelo por gente de Valencia de don Juan, que lo calificaba como “un honesto trabajador y persona que se preocupaba por la igualdad social. Su padre también era pescador y músico aficionado, tocaba en fiestas populares y regentaba un salón de baile que se usaba para charlas educativas y para enseñar a leer a mujeres jóvenes. Ningún mal hicieron a nadie por aleccionar a los más humildes”.
Para este nieto “esta búsqueda tiene importancia porque supone impulsar lo que todos sus hijos intentaron en sus vidas y no pudieron”.
Rufino Juárez y Epifanio Llamazares Cármenes (en la foto que encabeza este reportaje), de Vegas del Condado, también fueron fusilados en Villadangos. “Mi abuelo Epifanio tenía ocho hijos y además había acogido a dos sobrinas porque habían quedado huérfanas. Fue recaudador de impuestos, industrial, zapatero y representante del fondo de garantía agraria La Previsora del Porvenir. Era de Unión Republicana. La historia de mi familia es, como la de casi todas las que estamos en esto, de silencio y mucho dolor. Ahora tengo la esperanza de que aparezca al menos uno de las decenas que fueron sepultados ahí”, cuenta Amparo, su nieta.
Rufino Juárez, hijo del desaparecido Rufino Juárez, murió hace pocos meses buscando a su padre. Se había reunido con el alcalde de Villadangos para rogarle celeridad en el proceso, pero este optó por apoyar una votación de la Junta vecinal para decir sí o no al proyecto de exhumación. Aquel referéndum sobre un derecho esencial supuso un dolor añadido para Rufino.
Su hija Merche, nieta del desaparecido, ha tomado el testigo: “Mi padre tenía dos años cuando lo mataron y creció con esa sensación del desamparo de ser huérfano, de que su madre tiraba por todo. Para mí el hecho de que tantas familias nos hayamos unido en este proyecto, con tanta positividad, me permite seguir esa búsqueda que mi padre inició hace tanto tiempo”.
También están sepultados en Villadangos Gerado Vega Baca, practicante en San Andrés del Rabanedo y padre de dos hijos; Eduardo Prieto, natural de Celadilla, residente en Navatejera y padre de cuatro hijos; y Jesús Agustín Prieto, de San Martín del Agostedo, quien pasó un tiempo escondido antes de ser apresado. Su hijo Isidro, nacido en 1936, todavía vive.
Otro de los desaparecidos es José Honrado Jánez, de Zuares del Páramo, agricultor, ganadero y comerciante nacido en 1900, detenido por falangistas y conducido con otros seis hombres en un camión a Villadangos, donde fue fusilado. Tenía cuatro hijos, el mayor de nueve años y el pequeño de cinco.
“A mi abuela siempre la vi como si estuviera en una eterna espera, nunca fue viuda, fue esposa de desaparecido”, cuenta la nieta de José Honrado, Begoña Chacón. “Desde pequeña fui interiorizando aquella situación, diciéndome que si un día había posibilidad de indagar y de recuperar sus restos, lo haría. Lo considero una deuda familiar, y pienso que también lo es de la sociedad”.
Sin tanta certeza sobre su paradero final como en los casos mencionados, varias familias más participan en el impulso de la búsqueda en Villadangos, porque algunos indicios señalan que sus abuelos podrían haber sido fusilados allí, aunque hay relatos que los ubican en otras zonas. “Pero tenemos que intentarlo y acompañar al resto”, indica Patricia Curiel, sobrina de Eugenio Curiel, director del instituto de Astorga desde 1933 y concejal en Valladolid, quien fue asesinado con su amigo el catedrático de latín y sacerdote Bernardo Blanco en octubre de 1936.
“Cuando mi padre Luis se estaba muriendo nos reunió a mi madre y a sus cuatro hijos y nos dijo: ‘Hijos míos, tengo que pediros un favor y es que encontréis a mi hermano Eugenio’. Él siempre lo buscó. Me contaba mi primo que incluso una vez compró una azada, un pico y una pala para recorrer aquellos montes y cuando mi madre le dijo que eso era imposible, él contestó: ‘Cavaré cerros y valles y no pararé hasta que lo encuentre’. Ese es el reflejo del amor que tenía hacia Eugenio, un hombre que luchó por los pobres, por las mujeres, por los más vulnerables y de quien toda la familia está orgullosa”.
También están pendientes de la excavación de Villadangos los nietos de José Álvarez-Prida y su sobrina, la historiadora María Rosa de Madariaga Álvarez-Prida. José Álvarez-Prida, abogado, ensayista y poeta, amigo de algunos integrantes de la Generación del 27, fue acusado de extremista y “agente secreto del Socorro Rojo”. Enseñó durante unos años lengua y literatura españolas en la Universidad de Sofía (Bulgaria), su puesto dependía del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) y viajaba con pasaporte diplomático.
En el campo de concentración de San Marcos sufrió malos tratos y vejaciones. Tenía 35 años, dejó esposa –Albina Carrillo Laredo– y dos hijos de dos y cuatro años. Su amigo el poeta Gerardo Diego le dedicó un poema, Retrato de José Álvarez-Prida. Algunos de sus versos decían así:
No le temáis. Su indómita melena, si se eriza,
La desmienten sus ojos tan dóciles y humanos.
Rostro de león heráldico, de piedra crespa y riza,
No temáis al león, os lamerá las manos.
De versos y de pájaros vedle siempre en acecho.
Cuando los prende vivos, no los ata ni encierra.
Los pule, los calienta en lo íntimo de su pecho,
y al aire los devuelve, libres sobre la tierra.
Su sobrina María Rosa de Madariaga escribió un artículo sobre él hace unos años en El País, bajo el título Dónde están nuestros muertos, en el que contaba retazos de su interesante vida y el dolor de la familia por su desaparición: “Su único delito era ser de izquierdas”.
Su nieto Emilio señala que su búsqueda es “un deber moral, buscarlos dignifica no solo su persona, sino la sociedad como tal. Hablamos de una cuestión básica de derechos humanos”
Serapio Pedrejón de la Fuente también es buscado por su familia. Era hojalatero en el depósito de máquinas de la Estación Norte de León, fue representante político y sindical (PSOE y UGT) y tuvo dos hijos.
“En el relato familiar mi abuelo era una persona que defendía a la gente contra las injusticias, vivía encima del restaurante Besugo de León, el propietario de la vivienda subía injustamente el alquiler y él salía en defensa de los vecinos ante ello. Su búsqueda es importante, por mi abuela, por todos. Su hermano Arturo tenía un mantel con el mapa de España y siempre lo miraba y decía: '¿Dónde estará mi hermano?'. Él y su hermana murieron queriendo encontrarlo, sufrieron el abandono, la huida –porque tuvieron que irse– y para mí sería un orgullo poder decirles desde aquí que lo hemos encontrado”, cuenta su nieta Ángeles.
Además de los nombres aquí mencionados, las actas de defunción elaboradas por los vecinos de Villadangos en el mismo 1936 indican que otros de los allí sepultados son: Fulgencio Mateo Rey, natural de Valdevimbre; Feliciano Alvarez Alvarez, de Sahagún, quien tenía cinco hijos menores; Narciso Robles González, de Villamarco, con tres hijos menores; Eladio Quiñones Blanco, de San Cristóbal de la Polantera, que dejó seis hijos; Marcelino Rodríguez Olano, de Folgoso de la Ribera; Máximo Moraix Llamas, con cuatro hijos; Ignacio Barrientos Ruano, de San Andrés de Rabanedo; Julián León Canal, de Oncina y Herminio Puente Suárez.
También fueron enterrados en esa fosa varios jóvenes procedentes de Alija de los Melones (ahora Alija del Infantado): Matías del Río Pérez, Vicente Fernández, Luciano Llamas Astorga, Marcelino Rabanal, José Pérez Alija, Francisco Ferrero Lera y Teófilo Pérez Aparicio, casi todos jornaleros.
Según los documentos de 1936 suscritos por el juez, otros trece hombres fueron enterrados en una fosa en Fojedo del Páramo, pedanía de Villadangos. Dos de ellos pudieron ser identificados: Máximo García Ramos, natural de Navianos de la Vega, y Benigno Esteban, también de Navianos, quien tenía cinco hijos. Además hay un buen número de fichas sin nombre, bajo el epígrafe de “desconocido”, ya que nunca se pudo encontrar pistas sobre la identidad de esos cadáveres. En total, ochenta y cinco actas de defunción en aquellos fatídicos meses de septiembre, octubre y noviembre de 1936. Ahora, con el inicio de la excavación por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, se podrá saber si sus restos siguen allí.
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