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EN PRIMERA PERSONA

Así fue mi huida a Valencia desde una Pekín que parecía 'Mad Max'

Un supermercado de Pekín este enero.

José Alamá Rodríguez

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China ha formado parte de mi vida por un tiempo. Mi primera vez fue hace diez años y en la actualidad resido en la capital, donde estoy a punto de graduarme en un máster en la Universidad de Pekín. Comencé mis estudios en septiembre de 2018 y si el coronavirus no lo impide, me graduaré en julio.

El pasado 13 de enero, el gobierno chino dio la alarma por el coronavirus: se trataba de una nueva amenaza y era contagioso. Pese a esas noticias, la vida seguía y los chinos se apresuraban a volver a sus ciudades de origen para celebrar el Año Nuevo Chino. El 22 de enero (miércoles) parecía un día totalmente normal, uno de los del año del cerdo. El tren a Harbin, donde decidí pasar el Año Nuevo, estaba lleno y yo no había podido conseguir un billete de tren con asiento, tuve que pasar las 11 horas de trayecto de pie, apretado entre los otros pasajeros.

El tren llegó a su destino, en el norte del país, donde pensé que una enfermedad con foco en la ciudad de Wuhan no supondría ningún tipo de amenaza. Sentía que podría pasar mis vacaciones tranquilo. Pero, cada día que pasaba la alarma crecía, el numero de infectados y víctimas aumentaba y los consejos emitidos por las autoridades se volvían mas draconianos. El 24, las autoridades decidieron cerrar los espacios públicos, y poner en cuarentena primero la ciudad de Wuhan, pero pronto otras tantas poblaciones cercanas a ese epicentro. Las mascarillas se habían agotado  hacía ya días, y aunque en Harbin la gente aun parecía salir a la calle con naturalidad, las fotografías y mensajes que me llegaban a través del WeChat (app de mensajería en China) contaban otra historia.

Fotografías y mensajes llevaban días circulando por WeChat y otros medios de mensajería en China. Se podía apreciar tanto el pánico de algunos como el humor e inventiva de otros en forma de memes. Las ciudades mas afectadas se quedaban desiertas y muchas personas comenzaron a temer por su salud y las de sus familiares y amigos. Empezaron a circular imágenes de otras haciendo negocio de forma sucia, aprovechándose de las necesidades ajenas, y vídeos de apoyo y ánimo para todos los afectados, en Wuhan y en el resto de China.

En los primeros días del año chino de la rata de metal empezaron a llegar mensajes de las diferentes universidades e instituciones educativas que aconsejaban a los estudiantes abandonar China y, a los que ya se encontraban fuera, no volver antes de nuevo aviso: los centros estudiantiles habían cerrado y el comienzo del semestre de primavera se posponían.

Empezaron a tomarse nuevas medidas: controles de temperatura corporal a la entrada de edificios, medios de transporte, se alargaron las vacaciones nacionales por el año nuevo... Parecía que aquellos que podían, empezaban a huir del país y mis amigos chinos me animaban a coger las maletas y volver a España. “No es seguro en China” decían, ante lo que yo hacía oídos sordos. No parecía una situación tan terrible.

El domingo 26 de enero volví a coger un tren de vuelta a Pekín, pero la experiencia fue totalmente diferente a la anterior. El tren iba medio vacío: asientos, camas, espacios que nadie llenaría. El gobierno había pedido a todo el mundo que se quedara en sus hogares por al menos dos semanas con el fin de evitar más contagios. Familias enteras atrapadas en sus casas, personas que fueron de visita a ver a familiares y se han quedado aisladas en zonas en cuarentena, animales de compañía y plantas que ya no recibirán los cuidados necesarios porque sus dueños no pueden volver a casa. Pequeños dramas que se suman al drama nacional, a las víctimas de la enfermedad y a sus efectos secundarios en la psique y la economía de China.

En este sentido, es mi humilde opinión, que la construcción de un hospital de 1.000 camas en diez días en la ciudad de Wuhan, es tanto una necesidad de carácter sanitario como lo es para el ánimo de tantos ciudadanos chinos que necesitan ver las tremendas capacidades de su Estado, de su nación, de su sociedad.

Llegué a Pekín el 27 por la mañana, lunes. Pekín, igual que Shanghái y otras de las grandes urbes chinas, se convierten siempre en ciudades semifantasma durante la celebración del año nuevo chino. El mayor éxodo rural de la historia de la humanidad aún tiene visibles consecuencias en China todos los años por estas fechas. La “vuelta a casa” de los trabajadores chinos para la celebración del año nuevo es la mayor migración humana mundial. Cientos de millones de personas viajan estos días, convirtiendo la prevención del contagio en una labor titánica.

A esa sensación de abandono se sumaba la contaminación, el ambiente y el riesgo vital que flota en el ambiente estos días en las poblaciones del país. Pekín parecía un Mad Max con características chinas. Se veía gente aprovisionándose en los supermercados que quedaban abiertos, todo el mundo con máscaras... Algunos policías incluso se ponen nerviosos y mandan el uso de mascarillas a aquellos pocos que aún se aventuran a no usarlas.

Mi plan era quedarme en Pekín. Hacía apenas 15 días que había vuelto de mis vacaciones de Navidad en España y al principio pensaba que mi vida podría seguir de forma casi normal. Me equivocaba. Pasé por lectores de temperatura en casi todos lados: la estación de trenes, el metro, el campus, la entrada de mi edificio. Incluso a un amigo le leyó la temperatura la cajera del supermercado. “La ciudad está vacía, no hay nadie, no hay nada que hacer”, pensaba. El número de infectados va a seguir incrementándose. ¿Qué hacía yo solo en una ciudad abandonada? ¿A dónde iba a ir si en algún momento el portero de mi edificio no me deja entrar porque el lector que tiene para hacer controles le dice que tengo fiebre? Al principio, a modo de broma, fingía tener tos cerca de grupos de gente cuando paseaba ocioso por las calles de Harbin, pero llegado un momento ya no estaba el horno para bollos.

Decidí que lo mejor era marcharse y esa misma noche, en la madrugada del 28 de enero salió mi vuelo con destino a Qatar. El avión estaba medio vacío y al llegar a Doha nos apuntaron con casi tantos lectores como pasajeros íbamos en el avión. Todos los días hablo con mis amigos chinos que están profundamente aburridos en sus casas: 19 horas en la cama, me dice uno; póker todos los días, me cuenta otro. Yo al final llegué a mi casa, en Valencia, y parece que en el momento exacto, ya que la cuarentena planea sobre otras grandes ciudades chinas. El coronavirus ya ha llegado a Europa, y quizá llegue a España en algún momento. Tengo confianza en que todo irá bien, este no es el fin del mundo, pero si lo es, prefiero que me pille en casa.

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