“Si todos llevásemos mascarillas FFP2 bien ajustadas a la nariz la probabilidad de contagio sería cercana a cero”, aseguraba un investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) “especialista en materiales de filtración y mascarillas” en un teletipo republicado por numerosos medios. Con independencia de que el dato fuera cierto o no, la información no advertía que el científico es fundador de una empresa que fabrica este tipo de mascarillas.
Los conflictos de intereses son normales en el mundo académico, y por eso las revistas científicas intentan que los investigadores los declaren antes de publicar sus artículos. “Existe un interés contrapuesto cuando el juicio profesional relativo a un interés primario –el bienestar de los pacientes o la validez de la investigación– puede verse influido por un interés secundario, el beneficio económico o la rivalidad personal”, explica la revista BMJ.
Los intereses no siempre son financieros ni deliberados, pero, como afirma BMJ, “pueden influir en la interpretación” de resultados propios o ajenos. No siempre son revelados ni perseguidos por las revistas, tal y como demuestran los abundantes ejemplos que publican páginas como Retraction Watch. Aun así, los artículos que no revelan estos conflictos pueden incluso llegar a ser retractados si son descubiertos.
La pandemia de COVID-19 ha generado una cifra récord de estudios y ha puesto en primera línea a expertos no solo a través de sus trabajos, sino también de sus intervenciones en medios y redes sociales. Esto ha hecho que el problema de los conflictos de interés haya trascendido a las propias publicaciones científicas. En Canadá, por ejemplo, un consejero científico del Gobierno fue criticado por recibir dinero de un sindicato de profesores para oponerse a la reapertura de las escuelas.
Algunos investigadores tenían intereses en decir cosas que no estaban haciendo o se estaban haciendo mal cuando no era así, por llevarse proyectos o financiación
La lucha contra el coronavirus ha conllevado inversiones billonarias. Así, en enero de 2021 la Comisión Europea ya había comprometido 1.000 millones de euros para proyectos de investigación relacionados con la COVID-19. Por su parte, Estados Unidos invertirá 1.200 millones de dólares para estudiar la COVID persistente. En Italia se ha pedido al gobierno una inversión de 2.000 millones de euros para garantizar sistemas de ventilación mecánica en las escuelas.
Algunos investigadores critican que esto haya provocado que, en ocasiones, los conflictos se hayan manifestado en las opiniones vertidas en el debate público. “Algunos investigadores tenían intereses en decir cosas que no estaban haciendo o se estaban haciendo mal, cuando no era así, por llevarse ellos proyectos o financiación”, asegura a elDiario.es la investigadora del Instituto de Salud Carlos III María Iglesias. Considera que la pandemia “se ha convertido en algo muy goloso al que a mucha gente le ha interesado meter la cabeza de cualquier manera”.
El investigador de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres Marco Zenone cree que los conflictos de interés han sido poco estudiados y explicados al público durante la pandemia. “Algunos son obvios, pero normalmente no son declarados o son escondidos o negados al ser confrontados”, explica. El problema, asegura, es que resultan difíciles de rastrear, por lo que su declaración depende de la integridad científica de cada individuo.
El cirujano y editor de la página web Science Medical Evidence, David Gorski, tampoco piensa que el público entienda qué es y qué no es un conflicto de interés y defiende la necesidad de explicarlo mejor y que los científicos “sean más transparentes”. Sin embargo, señala que, durante la pandemia, este problema ha estado más relacionado con “la defensa no declarada de posiciones políticas” que con intereses financieros.
En el momento en el que una cuestión de salud pública se inserta en una dinámica económica y empresarial cambia la óptica con la que hay que analizar ese mensaje: un mensaje honesto se puede ver desvirtuado porque una empresa quiera ganar beneficio
A pesar de esto, los llamados “determinantes comerciales de la salud” sí han jugado su papel. Según explica el médico especialista en medicina preventiva y salud pública Mario Fontán, estos son “mucho más sutiles que un maletín”.
“Ha habido una serie de productos que se han promocionado durante la pandemia como si fueran la solución”, dice Fontán. Añade que esto no significa que todos sus defensores tengan intenciones poco honestas, sino que “se insertan en dinámicas y son captados por empresas cuyo objetivo es colocar un producto y que se aprovechan de su discurso”. Por eso, advierte: “Un mensaje honesto se puede ver desvirtuado porque una empresa quiera ganar beneficio”.
“En el momento en el que una cuestión de salud pública se inserta en una dinámica económica y empresarial cambia la óptica con la que hay que analizar ese mensaje”, continúa. “Eso hace sospechar sobre qué hay detrás de la gente que lanza ese mensaje, no porque quieran engañar a la población, sino porque cuando estás dentro de esas dinámicas los intereses de las empresas pueden influir”, dice.
De la GBD al Isage, pasando por las Kardashian
Zenone aclara que los conflictos de interés “no han sido un problema para la mayoría de los científicos” durante la pandemia, pero “sí los hemos visto en organizaciones y otras figuras que han promovido a investigadores con visiones peligrosas y no apoyadas científicamente” pero que “estaban alineadas con sus intereses”.
Pone como ejemplo al American Institute for Economic Research (AIER), un think tank liberal que apoyó la Great Barrington Declaration (GBD), un polémico manifiesto que apoyó la convivencia con el coronavirus desde antes de que existieran las vacunas. Meses después, sus defensores dieron a luz a un “hijo espiritual”: el Brownstone Institute for Social and Economic Research. En sus artículos se oponen a la mayoría de las medidas destinadas a combatir la COVID-19, desde confinamientos y mascarillas a los test y la vacunación infantil.
Ioannidis calculó el llamado "índice Kardashian", un indicador que compara los seguidores en Twitter de un investigador con su número de publicaciones científicas. Así, un índice alto sugeriría que dicha persona tiene más popularidad que currículum
Uno de los investigadores que ha mostrado su cercanía con estas ideas es el epidemiólogo de la Universidad de Stanford (EEUU) John Ioannidis. A comienzos de año publicó un estudio en la revista BMJ Open en el que calculaba la visibilidad en redes sociales de los académicos que firmaron la GBD frente a los que apoyaron un manifiesto contrario, el John Snow Memorandum (JSM).
Para ello, Ioannidis calculó el llamado “índice Kardashian”, un indicador que compara los seguidores en Twitter de un investigador con su número de publicaciones científicas. Así, un índice alto sugeriría que dicha persona tiene más popularidad que currículum. El trabajo concluía que los investigadores que habían firmado el JSM tenían una mayor presencia y habían dado una sensación de consenso que, según el autor, era falsa.
El estudio fue criticado por ser publicado como “investigación original” en la revista, pese a estar más cerca de un cálculo de servilleta sin metodología clara. También se señaló la ironía de que, a pesar de sus conclusiones, poca gente ha oído hablar del JSM en comparación con la GBD, cuyos autores han gozado de gran atención mediática.
Además, Ioannidis se negó a firmar la declaración de conflicto de intereses que pedía la revista. “Su conflicto de interés no era financiero, sino de apoyo a la GBD y de amistad con uno de sus autores, su colega de Stanford Jay Bhattacharya”, lamenta Gorski.
El problema se extiende también al otro lado del espectro pandémico. En Reino Unido, las críticas al grupo de asesoría científica para emergencias del gobierno (SAGE) por su falta de transparencia e interferencias políticas llevó a la creación de una versión no oficial llamada “SAGE independiente” (iSAGE). Sus miembros obtuvieron una gran presencia mediática y defendieron medidas tan estrictas como los cierres de los colegios, pero fueron acusados de ser un grupo de presión con un comportamiento más cercano al activismo.
A los antivacunas les encanta acusar a los investigadores de ser cómplices de las farmacéuticas, afirmando que se les paga por defenderlas. El riesgo de la falta de transparencia es que hace que los anticiencia parezcan mucho más convincentes
“Los académicos consultados veían con incomodidad que se presentaran como neutrales mientras se mostraban más cercanos a un lobby que presiona por cierta agenda política”, explica la periodista Laurie Clarke, que investigó el papel del iSAGE en un artículo publicado en la revista BMJ. “No fueron lo suficientemente claros sobre sus vínculos con el grupo activista The Citizens y han enturbiado las aguas entre la 'ciencia', que ellos aseguran seguir, y la política”, dice.
En su opinión, el mayor problema es que sus miembros “no tenían la experiencia necesaria para recomendar políticas con la seguridad con la que lo hacían, y deberían haber permanecido en sus respectivos campos de conocimiento”.
Conflictos de intereses y polarización
Gorski considera que los conflictos de interés son un asunto delicado con el potencial de dañar la confianza del público en la ciencia: “A los antivacunas les encanta acusar a los investigadores de ser cómplices de las farmacéuticas, afirmando abiertamente que se les paga por defenderlas”. Esto “enturbia las aguas” y dificulta que la población distinga qué es y qué no es un conflicto de intereses motivo de preocupación. Por eso, cree que el riesgo de la falta de transparencia es mayor porque “hace que los anticiencia parezcan mucho más convincentes cuando los señalan”.
Zenone asegura que esa falta de transparencia ya ha tenido un efecto negativo. “Las ideas promovidas por la Great Barrington Declaration recibieron un gran apoyo de organizaciones con conflictos de interés, pero fueron reportadas en los medios como métodos realistas de mitigación de la COVID-19 a pesar del rechazo abrumador de los científicos”, explica Zenone. El resultado es que “se creó una controversia sobre cómo controlar [la pandemia] donde no existía”, lo que “socavó los consejos de las autoridades sanitarias y confundió al público”.
El mediático iSAGE ha tenido, según Clarke, un efecto similar. “Formó parte de una tendencia perjudicial durante la pandemia en la que se hicieron comentarios científicos motivados por agendas y egos y que probablemente ha erosionado la confianza de algunas personas en los científicos”, lamenta. Sus intervenciones “alimentaron un clima muy polarizado y emocional que dificultó el debate razonado y bien informado, por lo que fue dañino para la salud pública”.
Confinamientos, ¿sí o no? Mascarillas, ¿sí o no? La pandemia es un fenómeno social que ha enfrentado a los investigadores, creado bandos irreconciliables y, como resultado, fomentado la polarización del público. “Cuanto más seguro esté alguien sobre la COVID-19, menos deberías confiar en él”, avisaba un provocador editorial publicado en BMJ durante las grandes incertidumbres de 2020. Hoy las certezas son mucho mayores, pero la falta de transparencia todavía puede dañar la necesaria confianza del público en la ciencia que nos está sacando de esta crisis.