La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La lección que oculta el coronavirus en su genoma: para controlar la pandemia hay que proteger a los desfavorecidos

Sergio Ferrer

1 de noviembre de 2020 21:43 h

0

La pandemia es una frustrante sucesión de errores idénticos, en sitios diferentes, en momentos distintos. A finales de abril la revista médica The Lancet advertía: “Desde la perspectiva del interés propio, las medidas para controlar el brote de COVID-19 solo tendrán éxito si todas las poblaciones son incluidas en las respuestas nacionales e internacionales”. Era un aviso global que hacía referencia a la necesidad de proteger a inmigrantes y refugiados del coronavirus, pero las palabras iban especialmente dirigidas a Singapur.

El país asiático había esquivado la pandemia en sus momentos iniciales mediante una respuesta rápida y el rastreo de contactos, pero la cadena con la que se ata al coronavirus es tan fuerte como el más débil de sus eslabones. En este caso, se rompió por los miles de temporeros extranjeros que vivían hacinados en dormitorios. Singapur pasó de ejemplo a seguir, a evitar. Había fallado al no tener en cuenta las palabras del periodista de ciencia Ed Yong: aunque el virus sí entienda de clases, “nadie está a salvo si no estamos todos a salvo”.

Seis meses después, la advertencia de The Lancet sigue vigente. Un estudio pendiente de revisión por pares compartido esta semana por investigadores suizos y españoles es una bofetada de realidad que nos lo recuerda. Según sus resultados preliminares, la variante de coronavirus que hoy predomina en Europa tuvo su origen en España. Concretamente, en los brotes sufridos por los temporeros extranjeros de Aragón y Cataluña. A partir de ahí se extendió; a la población local primero y, motivado por el regreso de la libre circulación y el turismo veraniego, al resto del país y del continente.

La pandemia no ha traído nada nuevo más allá del propio SARS-CoV-2. Sí muestra fallos estructurales que, en medio de la crisis, se vuelven más evidentes. En este caso, la situación de vulnerabilidad de las decenas de miles de temporeros que cada año llegan a recorrer miles de kilómetros para trabajar en Comunidades Autónomas como Aragón y Cataluña.

“La concesión de derechos y la protección de personas debería ser algo fundamental, pero en tiempos de pandemia es también utilitarista”, explica a elDiario.es el epidemiólogo Pedro Gullón. “Si no les proteges, te va a terminar afectando a ti”. Por eso considera “una oportunidad perdida” que no se regularizara a los inmigrantes sin papeles –como hizo Portugal— ni se les concediera atención sanitaria. “Esto último se cambió [en 2018], pero tiene una aplicación irregular y sigue habiendo exclusión”.

“Necesitamos seguir el consejo [de la revista The Lancet] más”, explica la investigadora de la Universidad de Basilea (Suiza) y coautora de la prepublicación, Emma Hodcroft. Considera que su trabajo subraya que, “cuando permitimos brotes en cualquier sección de la población, damos al virus un asidero desde el que expandirse”. Incluso entre países.

Fuentes familiarizadas con la situación en Aragón aseguran que la situación de los temporeros denota “un racismo obvio”, debido a la falta de preocupación por su bienestar, así como “una ignorancia infinita” al creer que ambas realidades son compartimentos estancos y que no habría un salto entre la comunidad extranjera y la local. También critican la “influencia del voto rural” en las estructuras políticas de estas regiones, que permitió que se evitara un control que sí tenía lugar en el resto del país.

Mientras España discutía sobre mascarillas y discotecas, y antes de que los casos en mataderos alemanes llegaran a los medios, la oleada de verano ya se estaba gestando en nuestro país. Había un caldo de cultivo perfecto en las comarcas aragonesas cercanas al río Cinca, a las afueras de localidades como Fraga y Barbastro, ambas en Huesca. Al otro lado de la frontera, en Lleida, la situación no era mucho mejor.

“El problema de Aragón fue que no se paró la recogida ni se tomaron las medidas necesarias”, explica la secretaria general de CCOO de Industria Aragón, Ana Sánchez, que conoce bien lo vivido este año. Asegura que los problemas empezaron ya en abril, cuando se empezó a organizar la temporada de verano: “Algunos productores decían que estaba controlado y que exagerábamos, y que ellos no podían no mezclar convivientes en el desplazamiento a las fincas”. Además, “mantuvieron la idea de que tenían que traer personas de otros países aunque las fronteras estaban cerradas”.

Esto provocó que no se aplicaran los protocolos preparados de forma precaucionaria por considerarse “exagerados”. No fue hasta mucho tiempo después, en mitad de campaña de recogida, cuando las autoridades sanitarias hicieron obligatorio tomar medidas. “Todo ese tiempo se perdió e hizo que los brotes fueran tan virulentos”, lamenta Sánchez. En zonas limítrofes con Cataluña, como Monzón, las literas de los trabajadores “estaban más cerca de Lleida que de Zaragoza”.

El virus señala los fallos estructurales del campo

Los brotes entre temporeros conectan con los surgidos en mataderos, pues en ambos casos se utiliza mano de obra extranjera. “El espacio de convivencia es el mismo y al principio no había alojamientos que respetaran los distanciamientos ni limpieza”, explica Sánchez. “Se confiaba mucho en que la solución era que no vivieran cerca de las ciudades, trasladarlos con autobuses”.

Sánchez explica que los mataderos, al ser espacios limitados y abiertos a inspecciones, fueron más fáciles de controlar. Aun así, asegura que las zonas de descanso “no cumplían las distancias al principio, aunque tampoco se cumplían en la calle”. Lo difícil, en su opinión, “era encontrar una finca y que te dejaran entrar”.

El problema, asegura, es que la transparencia que requiere la gestión de una epidemia chocó con la falta de contrato de muchos trabajadores, habitual en estos sectores. Al final, “muchos vivían en condiciones que no eran adecuadas en una pandemia o, en algunos casos, en ningún momento”, dice, en referencia a que algunos temporeros duerman en la calle.

“Todo este retraso en ser rotundos para el cumplimiento fue almacenando casos”, añade Sánchez. Al final, las intervenciones se hicieron siempre a posteriori. Otras fuentes mencionan la imposibilidad de contratar personal sanitario para la identificación, notificación y seguimiento de casos. También de positivos ocultados por parte de los empresarios, incluso cuando la tasa de infección entre los temporeros era alta.

Sánchez incide los fallos estructurales del sector agrícola. “La falta de transparencia y de cumplimiento de los convenios y reales decretos no es algo nuevo, pero ha salido a la luz por la pandemia. Si un trabajador está en condiciones precarias lo sufre él, pero si se infecta, se visibiliza. No es casual que un sector con tanta precariedad laboral haya sido más castigado por la pandemia”. 

Una vez el coronavirus campa a sus anchas, pasa al resto de la población. Al final, la epidemia llegó a Zaragoza y se cebó con el barrio de las Delicias, famoso por albergar un gran porcentaje de inmigrantes. “Hay que corregir lo que no funciona con independencia de la pandemia”, afirma Sánchez. “Los problemas de precariedad están ahí y han quedado visibilizados, pero es la primera vez que la gente es consciente de lo que pasa”.

De inmigrantes a turistas: lecciones que aprender

“Pagaremos nuestras vacaciones de verano con confinamientos en invierno”, alertó la investigadora de la Universidad de Edimburgo (Escocia) Devi Sridhar en un artículo publicado el 14 de agosto. La frase de Yong no se aplica solo a la inevitable transmisión desde las poblaciones más vulnerables, las primeras en ceder. También a las inevitables conexiones internacionales en una pandemia del siglo XXI. A nivel mundial, la cadena para atar en corto al virus también dependerá de sus eslabones más débiles.

“Tenemos que pensar en una escala mayor que la de nuestra ciudad o país, porque al virus no le importa dónde está. Se expandirá si le damos la oportunidad”, dice Hodcroft. “Ningún país erradicó el virus durante el verano y las nuevas variantes aparecen todo el tiempo aunque no se comporten de forma distinta ni sean más transmisibles ni peligrosas”. 

Por eso, Hodcroft considera que la variante detectada “no es la causa de la segunda oleada” y que el panorama actual habría sido similar sin los brotes de Aragón. “Otras [versiones del coronavirus] hubieran aprovechado las mismas rutas conforme los viajes volvían y las vacaciones empezaban”. Gullón comenta que es importante utilizar estos estudios no para culpabilizar, sino para extraer “lecciones políticas” y entender mejor las dinámicas del virus.

Hodcroft cree que deberíamos “evaluar cuidadosamente” las guías puestas alrededor de los viajes internacionales. Señala también los tres fallos que hicieron posible la expansión: “Los casos aumentaron en España con mayor rapidez que en muchos países de Europa en verano, pero el viaje estaba todavía permitido”. Cuando los viajeros volvían se hacía poco esfuezo, “centrado en un sistema de cuarentena basado en la honestidad”.

“Cuando la variante llegó a un nuevo país, debió haber sido atrapada rápidamente por el sistema de test y rastreo y su transmisión cortada”, critica Hodcroft. En su lugar, “se expandió con rapidez”. Gullón achaca todo esto al “modelo de sociedad que tenemos” que “prioriza” abrir el turismo y la economía en cuando la transmisión baja.

¿Aprendió Singapur la lección? Depende de como se mire. Un reportaje publicado por la ABC de Australia a finales de julio mostró que el país asiático aisló a los trabajadores extranjeros, que recibieron sueldo, comida, asistencia sanitaria e internet gratuitos durante ese período. Además, las personas de riesgo fueron separadas y se aumentó el número de test entre ellos, con la ayuda de sanitarios que hablaran su idioma. 

Sin embargo, algunos de los trabajadores declararon que se sintieron prisioneros, que debían permanecer 23 horas al día encerrados en una habitación con entre 10 y 20 personas, y que algunos todavía no habían cobrado el tiempo perdido. Proteger a los desfavorecidos es una obligación egoísta para frenar cualquier enfermedad infecciosa. En nuestras manos está hacerlo también de forma humanitaria.