La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Lecciones de Israel para no entrar en pánico en lo que queda de pandemia

Sergio Ferrer

12 de septiembre de 2021 20:57 h

0

El 19 de diciembre de 2020 empezó la campaña de vacunación israelí contra la COVID-19. Apenas tres meses después, el 11 de marzo de 2021, Pfizer anunciaba mediante una nota de prensa que la efectividad de su vacuna era del 97% “contra casos sintomáticos, hospitalizaciones graves y críticas y muertes”. Eso mejoraba incluso el 95% de eficacia mostrado en los ensayos clínicos. Las vacunas funcionaban, y lo hacían mejor de lo esperado. El planeta entero miraba con optimismo cómo descendían los casos y defunciones en el país de Oriente Medio día a día, semana a semana. 

Por desgracia, calcular la efectividad en condiciones reales de una vacuna es mucho más difícil que medir la eficacia en un estudio controlado. No basta con mirar gráficas en internet. Existe una miríada de factores a tener en cuenta: a los ciclos naturales de la epidemia hay que sumar quién se vacuna primero, quién lo hace después y quién no lo hace. También la edad y demás condiciones de cada una de estas poblaciones e, incluso, cómo cambian las medidas de salud pública y el propio virus a lo largo del tiempo.

“La efectividad de la vacuna parece una pregunta simple y no lo es, y parte del problema es que intentamos responder preguntas complejas de forma rápida”, explica a elDiario.es la preventivista de Salud Pública de Escocia Elvira García. “¿Estamos midiendo hospitalizaciones? ¿De cuánta duración? ¿Cuántos acaban en UCI? ¿Son ingresados por COVID-19 o por otra cosa y han dado positivo? Si es lo segundo, ¿la infección está empeorando su pronóstico o no? ¿Cómo comparar pacientes de distintas edades y patologías?”. La preventivista asegura que responder estas preguntas es todavía más difícil si se añade el factor tiempo a la ecuación.

Y entonces llegó el verano

A comienzos de julio, el ministro de Sanidad israelí anunció que la efectividad de la vacuna de Pfizer había caído del 94 al 64% conforme la variante delta se extendía por el país, un porcentaje que luego hundiría hasta el 39%. Aun así, la efectividad contra la hospitalización resistía: solo había pasado del 97 al 93%. El consejero delegado de Pfizer, Albert Bourla, llevaba desde abril diciendo que su vacuna necesitaría dosis de refuerzo, quizá incluso anuales. Días después de que el Gobierno israelí compartiera esos porcentajes, la empresa empezó a buscar la aprobación para la tercera inyección

A finales de julio Israel daba el paso por su cuenta para ofrecer terceras dosis a mayores de 60 años. Esto, en un contexto en el que decenas de miles de vacunas habían caducado o estaban a punto de caducar y con una campaña que hacía meses que había alcanzado su pico de vacunados alrededor del 60%, debido en parte a que casi un tercio del país tiene menos de 15 años.

Israel se convirtió en el primer país del mundo en ofrecer una tercera dosis a mayores de 50 años, edad que bajaría conforme pasaban los días. El pánico se desató cuando gráficas de origen desconocido y sin traducción del hebreo daban a entender la debacle

Mientras, agencias como la FDA americana, la EMA europea y la MHRA británica pedían paciencia a la espera de nuevos datos. La OMS, por su parte, rogaba que se pospusieran las dosis de refuerzo hasta finales de septiembre para dar oxígeno a la campaña global de vacunación, una petición que este mes ampliaron hasta final de 2021. Otros investigadores recordaban que, aunque la efectividad contra las infecciones fuera menor, todos los datos indicaban que las vacunas seguían protegiendo contra casos graves de COVID-19.

El 13 de agosto, Israel se convirtió en el primer país del mundo en ofrecer una tercera dosis de refuerzo a mayores de 50 años, edad que seguiría bajando conforme pasaban los días. El pánico se desató hacia finales de mes, cuando gráficas de origen desconocido obtenidas a partir de datos del Gobierno y sin traducción del hebreo daban a entender la debacle. Israel se enfrentaba a una nueva oleada desde principios de julio y las vacunas no parecían estar funcionando: el aumento de casos había ido acompañado de uno de hospitalizaciones y muertes. “Según los datos, casi el 60% de los pacientes de COVID-19 hospitalizados en Israel están completamente vacunados”, aseguraban algunos medios.

Lo más frustrante para muchos investigadores fue que, a estas alturas de la historia, todavía no había datos públicos que respaldaran estas afirmaciones, anómalas en comparación con lo observado en el resto del planeta, y permitieran a otros expertos valorarlas. “Israel sigue publicando fragmentos de sus datos sin contexto y está volviendo loco a todo el mundo”, lamentaba uno de ellos en Twitter. “Empiezo a pensar en si algunos epidemiólogos israelíes no están troleando al planeta”, bromearía otro más adelante.

Muchos datos iniciales se viralizaban sin una descripción de la metodología de recogida y análisis que permitiera detectar sesgos y errores en el diseño del estudio

La investigadora de la Escuela de Salud Pública Rollins (EEUU) Natalie Dean comparte con elDiario.es situaciones “surrealistas” vividas a cuenta de los datos preliminares de Israel. “En lo más bajo de la pirámide [de evidencias] están los resultados que ni siquiera vienen acompañados de un informe. Hay periodistas que me han pedido comentar capturas de pantalla de presentaciones en un lenguaje distinto y eso es pasarse”, comenta.

Este fenómeno ha sido constante a lo largo de la pandemia. “Muchos datos iniciales se viralizaban sin una descripción de la metodología de recogida y análisis que permitiera detectar sesgos y errores en el diseño del estudio”, aclara García. Sin eso, afirma, es imposible valorar resultado alguno. Los porcentajes israelíes podían significar que las vacunas estaban dejando de funcionar, o no significar nada en absoluto.

Un error de cálculo

El 17 de agosto el investigador de bioestadística de la Universidad de Pennsylvania (EEUU) Jeffrey Morris resolvía el misterio: todo se trataba de un artefacto estadístico fruto de la peculiar demografía de Israel y de un mal análisis de los datos. En realidad, según sus cálculos más recientes, la efectividad de la vacuna de Pfizer a la hora de evitar cuadros graves de COVID-19 supera el 90% en todas las franjas de edad.

“Hay tantos matices [a la hora de calcular la efectividad] que reportar porcentajes no ayuda a menos que sepamos más sobre los datos que se usaron y cómo se hizo el análisis”, explica Morris a elDiario.es. “Cuando las notas de prensa están acompañadas de informes técnicos que explican estos detalles o incluso de una prepublicación, entonces los investigadores pueden repasar los números y comentar si las conclusiones son acertadas o no”.

Eso no fue lo que se hizo en Israel. 

“El ministro de Sanidad seguía refiriéndose vagamente a una pérdida de inmunidad al decir que la efectividad contra la infección disminuía al 64% y luego al 39%”, cuenta Morris. “A lo largo de esas semanas nunca dijeron qué datos estaban usando o qué análisis estaban haciendo. Omitieron detalles cruciales como si habían estratificado por edad, eliminado a los ya infectados del grupo de los no vacunados y cómo habían contado a los parcialmente vacunados”. Esos detalles podían cambiarlo todo. Y así lo hicieron.

Ya era tarde. Para finales de agosto cualquier israelí mayor de 12 años —la edad mínima para inmunizarse allí— podía optar a este recuerdo inmunológico. Habían pasado ocho meses desde que el país inyectara su primera vacuna. Casi al mismo tiempo, el CEO de Pfizer, Albert Bourla, repitió en una entrevista que haría falta vacunarse de la COVID-19 cada año

“Los números preliminares, mal calculados y sin contexto, pintaron una imagen más negativa que la que los datos apoyaban. Esto ha contribuido a la reticencia vacunal en todo el mundo y, quizá, promovido prematuramente las dosis de refuerzo universales”, lamenta Morris.

“Universal” es la palabra clave. Esta no es una historia sobre por qué las dosis de refuerzo no son necesarias: España ya ha aprobado la tercera dosis para inmunodeprimidos y Reino Unido ha hecho lo mismo con medio millón de pacientes vulnerables. La cuestión es si los datos apoyan una inyección de recuerdo en personas jóvenes y sanas en un contexto de escasez de vacunas.

“No sabemos todavía si esa tercera dosis es necesaria”, aseguraban este mes los jefes de AstraZeneca, cuya vacuna se vende a precio de coste. En la entrevista veían “sensato” ofrecerla a personas inmunodeprimidas, pero consideraban que cualquier decisión de aplicarla a “grandes franjas de la población” como ha hecho Israel debería basarse en unos datos clínicos que tardarán pocas semanas en estar disponibles. En otras palabras: paciencia.

Especialistas en salud pública como García están acostumbrados a estos galimatías. “Todo comienza con un estudio que cita la prensa y amplifica un personaje público sin formación suficiente para interpretar los sesgos”. Considera que “los mensajes alarmistas o triunfales han sido un fenómeno masivo y continuo que ha generado constantes presiones a los profesionales, amplificado por las redes sociales, gente que publicaba preprints y tablas sin suficiente contexto o incluso los propios investigadores”.

El 24 de agosto el preprint israelí llegó. Confirmó que la efectividad contra casos graves aguantaba en mayores de 60 años: la caída era de un 91 a un 86% y el intervalo de confianza no permitía descartar que, en realidad, fuera menor o inexistente. La enorme caída en la efectividad contra los casos sintomáticos anunciada por el ministro era fruto de un error de cálculo. La efectividad contra infecciones sí disminuía con el tiempo, en línea con otros estudios que han llevado a plantear si no estamos pidiendo lo imposible a las vacunas de la COVID-19.

Cuidado con los números sin su contexto

Morris piensa que la lección clave que debemos extraer de esta historia es “no sobrerreaccionar ante noticias y notas de prensa que ponen números sin contexto”. También defiende la necesidad de contar con expertos adecuados que puedan analizar qué dicen y qué no dicen los datos en todo momento: “Se ha visto muchas veces durante la pandemia que estos temas son peliagudos, y que buenos científicos pueden equivocarse”.

Dean cree que habría que establecer un mínimo de requisitos en los datos que se comparten. “Si los resultados van a guiar discusiones políticas deberían tener el nivel de detalle suficiente como para que expertos externos evalúen su calidad”.

Para el epidemiólogo Pedro Gullón, el problema es la “sobreanalización” de datos preliminares. Cree que nos estamos ahogando en contenido y pide calma y prudencia: “No ignores los datos porque no te gustan, pero levanta la ceja, dales contexto y espera un tiempo. En una crisis se toman decisiones con datos muy parciales, pero no tanto como una gráfica de Twitter”. Opina que una vez que estos mensajes llegan a la opinión pública “el daño ya está hecho” y que en algunas personas tantos cambios crean estrés y, en otras, rechazo.

Gullón plantea que la pandemia ha pasado el punto de urgencia inicial y, cada vez más, ve necesario esperar a fiarnos de la información oficial de organismos que se dediquen a resumir evidencias, como el Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades o Public Health England, en vez de coger estudios concretos que generan información contradictoria. Hasta entonces, su consejo es “guardar en la nevera” esta información preliminar.

“La pandemia de coronavirus nos ha transformado en niños que, en la parte de atrás de un coche conducido por científicos, preguntan cada cinco minutos '¿cuánto falta?’”, arrancaba un artículo publicado en este mismo medio en el lejano abril de 2020. Un año y medio después ya falta menos para llegar, pero los críos están a punto de saltar por la ventanilla. “Los mensajes que se comunican a la población son extremadamente importantes para que los ciudadanos tomen las decisiones adecuadas, pero también para no entrar en pánico innecesariamente”, dice García. 

La receta de la especialista en salud pública es contar con información detallada, contextualizada, transparente y analizada por expertos. “Tener buena información permite tomar decisiones con menos ruido, aunque sigue habiendo alarma y presión cuando las decisiones no son las que se esperan”. La solución ofrecida por todos los expertos consultados para este artículo es la misma: comunicar mejor y con más calma.