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Vivir la cuarentena acogida por una vecina y a la espera de ayuda para comer: “Le doy el biberón cuando llora más”

Escucha el llanto de su hija, cierra los ojos y pide al dios en el que cree que, por favor, no sea hambre esta vez. El último bote de leche en polvo empieza a agotarse y solo puede estirar el tiempo entre cada dosis. “Hay días que no puedo dárselo cada tres horas y solo se lo doy cuando llora más”, cuenta por teléfono Sara, de 19 años y nacionalidad española, desde la pequeña habitación en la que vive con su pareja y su bebé de dos meses. Siente sus manos atadas y el impulso de desatarlas para conseguir todo lo que la niña necesita, pero no puede hacer más que pedir ayuda. Y esperar en casa.

Su dirección es la primera que María, voluntaria de Cruz Roja, le indica a su compañero Gabriel desde la parte trasera de la furgoneta de la organización. Son las 16 horas y empieza una nueva jornada de reparto de alimentos entre hogares de familias del municipio madrileño de Leganés. Es uno de los proyectos del Plan Rescate COVID 19, al que se han unido alrededor de 8.000 voluntarios para realizar repartos de bienes básicos, acompañamiento telefónico, asistencia en materia de empleo o apoyar a las personas sin hogar, entre otras actuaciones.

Antes de comenzar la ruta, llaman a las cuatro viviendas donde planean realizar la entrega. Al otro lado del teléfono, Sara explica su situación: vive del apoyo de una mujer desconocida hasta hace un par de meses, necesita productos para el bebé, pero también comida para ella y su marido.

La furgoneta de Cruz Roja transita por calles prácticamente desiertas. Una pancarta pide un aplauso por los sanitarios. Una larga fila de personas espera su turno para entrar en el supermercado. Un hombre con el torso descubierto frena su actividad física en el interior de su hogar para observar desde su ventana una escena diferente a la postal habitual de la cuarentena. Esas dos personas no regresan de hacer la compra, no pasean a sus perros, no vuelven de la farmacia. Visten chalecos rojos, van cargados de cajas y buscan la vivienda de una de sus vecinas.

El hombre no sabe que, unas cuantas calles más allá, esa vecina cuenta preocupada los últimos pañales y prepara la dosis de leche en polvo que le queda. Desconoce que mira el reloj con angustia, ante la posibilidad del retraso de la ayuda prometida.

Sara los espera en el descansillo. Viste camiseta roja y mallas grises. Se recoge el pelo en un moño deshecho. Junto a la puerta de su casa, con la respiración algo agitada, saluda a los dos voluntarios, a los que pide depositar las cajas de comida en el suelo. La joven realiza las gestiones requeridas por estos cuando el llanto de su hija interrumpe la conversación. “Estoy preocupada. No tengo nada y no puedo dar de comer a mi niña lo que necesita”, lamenta.

Ella, su pareja y su hija de dos meses residen en la casa de una mujer que, tras ver a la familia en la calle, se ofreció a acogerles en su hogar. Entonces ella estaba embarazada, a punto de dar a luz, y aún no se había declarado el confinamiento obligatorio. Vivían a la intemperie desde que sus familias los echaron de casa meses antes de la declaración del estado de alarma, cuando supieron que Sara estaba embarazada.

En este punto de sus vidas, el virus se propagó rápidamente en España y el Gobierno declaró el estado de alarma para frenar el brote. Aquí les ha pillado la cuarentena obligatoria. La familia pasa sus días en una pequeña habitación, ve la televisión en el salón, junto a la mujer que los ha recibido y el hijo de esta.

Con la propagación del virus y la declaración del estado de alarma, su apoyo ha necesitado aún más el apoyo de la mujer que, sin conocerles, les abrió las puertas. “Mi marido antes buscaba chatarra y, con eso, íbamos tirando. Pero, con esta situación, sin salir de casa, no podemos hacer nada, nos sentimos impotentes”, explica la joven.

El reparto de Cruz Roja ha llegado cuando a Sara se le agotaba el bote de leche en polvo que le bajó la vecina de arriba. “Tres o cuatro biberones”, lamenta. La entrega incluye aceite, leche, leche en polvo, galletas, legumbres, pasta y latas de conservas. Ella lo recibe agradecida, le permite un respiro, algo más de tiempo para conseguir el siguiente alimento, pero la ansiedad no cesa. Sus necesidades van más allá, reconoce en una conversación posterior con eldiario.es. No tiene jabón para lavar a la niña, ni la crema necesaria para que su piel no se irrite. Necesita una medicina para los gases, dice, pero tampoco puede hacerse con ella.

Los días laborales recibe una serie de menús de comida diaria repartida por otra organización, para ella y su marido, detalla. “Para las cenas no tenía nada. A veces solo puedo comer una o dos veces al día. De lo poco que tiene la señora, me aparta un poquito y ya está. Depende de lo que tenga, que ella tampoco tiene mucho”, explica Sara. La nueva caja de comida entregada por Cruz Roja, detalla, le permite prepararnos algo, estoy muy agradecida“, detalla Sara.

No le gusta pedir ayuda y le avergüenza tener que hacerlo. “Me iría donde fuera a buscar dinero para cuidar mejor a mi hija, buscando la vida trabajando limpiando como sea pero no puedo. Por eso no pido mucho, a quien me lo ofrece le pido lo esencial, pero son muchas las cosas que me faltan para mi niña”, detalla la joven de 19 años.

Antes de despedirse de Sara, una de las voluntarias le explica que no han podido llevarle los pañales, que lo harán esa misma tarde o al día siguiente. La mujer responde con amabilidad, pero insiste en que no se retrase mucho. Solo le queda uno.

Reparto de material escolar y juguetes

Los voluntarios se dirigen a otro punto del municipio de Leganés. Cumplen el protocolo de forma estricta. Cubiertos con mascarillas, nada más subir a la furgoneta, María y Gabriel desinfectan sus guantes y buscan la siguiente dirección donde realizar una entrega. En este caso no será de comida. Repartirán material escolar y juguetes para algunos de los niños que participan en sus proyectos de apoyo durante el curso.

Cuando los voluntarios entran en el portal, la hija mayor de la familia ya está preparada para recibirlos: sombrero de bruja, falda de tull naranja y leotardos de estrellas. “Voy disfrazada de bruja”, explica la niña, eufórica por el contacto con alguien diferente a sus compañeros de confinamiento. Les invitan a entrar, los miembros de la organización responden que no les está permitido. “Nos tenemos que quedar en la puerta”.

El hijo pequeño de la familia, más tímido que su hermana, observa de reojo el material que los voluntarios van colocando sobre el suelo, junto al felpudo: varios cuadernos, bolis, un libro y un juego que observa con curiosidad.

La niña mayor recibe clases de apoyo en Cruz Roja. “Me aburro un poco ahora que no hay colegio, pero juego mucho con mi hermano”, dice a quienes la visitan. En el hogar entra un solo salario, explica Ana. Su marido trabaja en una panadería, por lo que han podido mantenerlo durante el estado de alarma. Los hijos eran beneficiarios de la beca comedor, por lo que cada mañana su madre acude al colegio a recoger los menús para sus niños.

La siguiente parada es la última de una tarde que, desde Cruz Roja, consideran “tranquila”. René Irma había pedido a los voluntarios no llegar antes de las 17 horas. Hasta entonces, sus hijos, de 13 y 11 años, tienen que quedarse en casa solos desde el inicio del estado de alarma, al no contar con otras redes para hacerse cargo de ellos mientras su madre realiza su jornada laboral. Trabaja en la lavandería de una residencia de ancianos.

“Lo estamos llevando bien. Está muy controlado, pero lo peor es el transporte público, pero tomo todas las precauciones”, explica René Irma. “Se quedan solos los pobrecitos”, dice mientras mira a sus dos niños. “Lo llevamos bien”, responde el mayor apoyado en la puerta de la casa de la que no sale en el último mes. “Nos hacemos el desayuno, mi madre nos deja hecha la comida...”, dice su hijo mayor.

Antes del cierre de los colegios, aunque menos tiempo, ya solían quedarse solos en ocasiones, dado que su padre trabaja en un almacén de legumbres en Cuenca, y la madre está sola con ellos. “Es muy difícil: ¿con quién los dejas cuando tienes que trabajar y ellos no tienen cole? Pero se portan muy bien, así que no hay problema”, relata su madre. Se aburren un poco, dicen, aunque “nos ponen muchos deberes”, comenta la pequeña, antes de recoger los cuadernos y juegos que quizá rompan, al menos durante un tiempo, la rutina de los últimos días.

Unos días después del reparto de alimentos, Sara habla de nuevo con eldiario.es. Su respuesta es la misma: “Sigo muy preocupada. Estoy feliz por tener la hija que tengo, pero mal porque haya tenido que nacer en estas circunstancias”. Estos días ha podido darle de comer como se lo indica su pediatra, pero vuelve a observar con temor el paquete de leche en polvo indicada para sus dos meses. “A una semana no llego y no sé cuándo volverán”, sostiene la joven.

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