El legado de las abuelas contra la droga, una vida en pie
En los 80 y 90 lucharon con uñas y dientes para salvar a sus hijos de la heroína y el sida. Hoy, ayudan a inmigrantes, protestan contra las casas de apuestas y tienden la mano a los más desprotegidos de la sociedad. Activistas desde antes de que existiera la palabra ‘activista’, abrazan la madurez vital desde la solidaridad. Es, dicen, el único camino
Ni Manuela Ramajo, ni Emiliana García, ni Paquita Sanjuán aparecen en los libros de historia de nuestro país, pero deberían. Estas tres mujeres, que ya han superado los 80 años, son memoria viva de nuestra historia reciente. Tres madres, hoy abuelas, unidas contra la droga, el veneno que inundó barrios y ciudades de toda la geografía española, que dejó la puerta abierta a otra pandemia, la del sida, y que generó una importante alarma social.
“En mi casa entró de lleno esta problemática. Mi hermano pequeño, mi hija y mi hijo acabaron en la droga”, rompe el hielo Manuela, sentada junto a sus compañeras para empezar a recordar esos años oscuros de dolor, pero también de lucha contra esta lacra. “Estábamos muy unidas y organizadas”, destaca, orgullosa, para dejar siempre patente ese espíritu de grupo en el que colectivizan sus problemas y comparten sus éxitos, y que tanto las caracteriza.
Según datos del estudio ‘Más de 30 años de drogas ilegales en España: una amarga historia con algunos consejos para el futuro’, publicado en la Revista Española de Salud Púbica, la sobredosis de heroína provocó un importante aumento de la mortalidad juvenil durante las décadas de los 80 y 90, alcanzando su punto álgido entre 1991 y 1993, con más de 1.700 muertes.
Pero detrás de estas cifras hay nombres como, por ejemplo, Marifé y Félix, los hijos de Manuela y Emiliana. También hay historias: las de estas y tantas otras madres (y padres) que se levantaron contra el narco, las cárceles, el estigma social y el abandono institucional. Ellas lo hicieron encerrándose en el Banco Popular, en la Catedral de la Almudena, acampando frente al Ministerio de Sanidad, protestando en las inmediaciones de los juzgados o plantándose a las puertas de distintos centros penitenciarios. En uno de esos viajes, de camino a la cárcel de Zamora, Emiliana compuso una canción que, aunque hoy se disculpa porque dice que ya no puede entonar, Manuela le anima a compartir.
“Las madres desde los cerros a voces se oyen gritar / Carcelero, carcelero, que no son unos bandidos / Que ha sido la maldita droga que aquí los ha traído / Carcelero, carcelero, no les quitéis de escuchar / A las voces de las madres que vienen a apoyar”. Así rezan esos versos tantas veces cantados a coro entre mujeres coraje, que defendieron una forma de lucha que ha sentado precedente para otros movimientos sociales.
Luciendo canas y haciendo gala de un humor particular que sirve de balsa en un mar de desgracias, rememoran un tiempo pasado que sigue estando muy presente. Lo hacen sentadas en un banco de la parroquia madrileña de San Carlos Borromeo, punto de encuentro, trinchera y refugio, desde hace décadas, para estas señoras en pie contra la droga y en favor de tantas otras causas justas.
En todos estos años no han bajado los brazos. Precisamente, en 2007 defendieron con fervor a la parroquia madrileña para evitar el cierre que había anunciado el arzobispo Antonio María Rouco Varela. Entre las luchas más recientes a las que se han sumado están las protestas contra las casas de apuestas desplegadas en los barrios más humildes y que tanto les recuerdan a los años en los que la droga se coló en sus hogares. Tampoco es extraño encontrarlas alzando la voz en las puertas de los centros de internamiento de extranjeros o recordando con dignidad a los muertos en el mar Mediterráneo, en su huida a una vida mejor, a las puertas de las instituciones cómplices de las políticas migratorias actuales.
En todos estos años no han bajado los brazos: en 2007 evitaron el cierre de la parroquia San Carlos Borromeo, que es su trinchera y refugio
“Los seres humanos somos todos iguales ante mi ley. Todos iguales. Blancos, negros, sean de aquí o sean de allá. Las fronteras y las cárceles solo sirven para separar a un mundo pobre de otro mundo pobre. Todo lo que está pasando en las fronteras me duele tanto como los muertos en la cárcel y la droga”, dice Manuela enérgicamente y conteniendo las lágrimas, mientras señala las fotos de un joven exhausto encaramado a la valla de Melilla y otra donde se observa a una madre con su hija recién rescatadas en el mar, que lucen junto al Cristo de este templo.
Manuela, que se define como una mujer que siempre ha estado muy activa e involucrada en los movimientos sociales, reconoce que empezó su andadura en este grupo de madres coraje, ahora ya abuelas, cuando su Marifé “estaba hecha polvo”. Perdió a su hija en 1992; llevaba enganchada a las drogas desde los 17 años. Pasó por la cárcel, estuvo en un centro de desintoxicación y enfermó de sida. Han transcurrido ya tres décadas desde que Manuela enterró a Marifé y sigue recordándola con dolor, pero también con dignidad y mucho amor.
“En el 86 murió mi hijo, se murió solito”, cuenta Emiliana emocionada y con cierto sentimiento de derrota después de pelear hasta el último aliento para que Félix pudiera ingresar en un hospital penitenciario. “Fueron años en los que mi marido y yo estuvimos venga a luchar y luchar”, dice con la voz rota.
“Vine aquí [al grupo de Madres Unidas contra la Droga que se juntaba en Entrevías] porque ellos eran los únicos que me entendían; por aquel entonces la gente, los vecinos, la familia... te culpaban”, lamenta al tiempo que su compañera Manuela le da la razón: “No solo te culpas tú, sino que además te culpaba la gente”. A lo que Emiliana responde: “¿Sabes lo que me decía yo y lo que me sigo diciendo? Algo tengo que haber hecho mal”.
Es en ese momento cuando Paquita, que hasta el momento las escuchaba atentamente sin interrumpir, rompe su silencio. “No, eso es lo último que tienes que pensar”, contesta con mucho cariño y total rotundidad. De las tres, Paquita es la única que, como dice Manoli, “no ha vivido esta problemática” entre sus hijos o familiares. Sin embargo, su lucha ha sido incansable. Por eso ha repetido hasta la saciedad ese mensaje que busca arrancar la culpa y el estigma que pesan sobre las familias de afectados por la droga, un problema que todavía hoy perdura.
El apoyo incondicional de Paquita se fraguó cuando enviudó, en el año 1981, y se involucró en la asociación de vecinos de La Elipa, donde comenzó atendiendo a personas drogodependientes. De esta manera conoció a su gran amiga Manuela, que se deshace en elogios hacia esta hermana que, dice, le ha dado la vida.
“La droga es un tema que en ese momento desconocía por completo, pero pronto me di cuenta de que el mismo desconocimiento que tenía yo también lo tenían los afectados, y también la Administración. No había profesionales formados; los trabajadores sociales, psicólogos e incluso médicos, todos han aprendido con la experiencia de nuestros chicos”, apunta.
Paquita señala así a un momento histórico en el que la desinformación era la primera barrera que resultaba necesario saltar para plantar cara a los horrores que dejaron la droga y la enfermedad del sida.
Y ese fue uno de sus cometidos: documentarse, aprender y compartir sus conocimientos con el resto de la sociedad. Otro cometido fue mucho más humano, en primera línea, acompañando a familiares, pero también a esos jóvenes que se batían entre la vida y la muerte, deambulando por los márgenes de la sociedad. “Son como mis hijos”, asegura orgullosa.
Paquita cuenta que todavía guarda como un tesoro muchas de las cartas que intercambiaba con jóvenes toxicómanos, que le escribían desde las cárceles o bien desde los centros de desintoxicación. “Había chicos que me decían: ‘Paqui, que mi compañero de chabolo no tiene a nadie que le escriba’, y entonces yo les empezaba a escribir. Cuando salían de la cárcel querían conocerme. Las guardo como oro en paño; eso sí, ya he avisado de que el día que yo falte las quemen porque esas cartas forman parte de sus memorias, de sus miedos, de su intimidad”. Con estas palabras, Paquita defiende hasta en el último detalle la dignidad de esa generación tristemente perdida.
Así, entre un sinfín de anécdotas y mucha humildad, Manuela, Emiliana y Paquita comparten en primera persona el camino recorrido. Son incombustibles, pero también son conscientes del peso de los años. Además, la pandemia de la COVID-19 las ha alejado más de lo que les gustaría de su activismo y, como hijas de la posguerra, no toleran que esta crisis sanitaria y social se compare con una guerra. Ya están curtidas, vivieron la epidemia de la heroína y el sida. Pero siguen en pie y guardan un mensaje para las generaciones más jóvenes. “El apoyo mutuo es el único camino que tiene el mundo para prosperar”.
A los márgenes de la sociedad en las últimas décadas de la vida
La crisis sociosanitaria desatada por la pandemia de COVID-19 ha tenido un gran impacto sobre la población mayor más vulnerable y ha puesto en el punto de mira las carencias, tanto a nivel social como institucional, en el trato a las personas mayores de 64 años.
Más allá de las muertes en residencias de mayores, las medidas sanitarias restrictivas y el mayor aislamiento familiar visibilizaron –y agravaron– otros puntos débiles, como es la soledad no deseada que las personas mayores viven en España. Y es que se considera un factor importante de vulnerabilidad y exclusión, que tiene un impacto directo en la determinación de la salud y el bienestar.
Aunque, como explica Teresa Villanueva Delgado, responsable del programa de Personas Mayores de Cáritas, “la vulnerabilidad y la exclusión no solo tienen que ver con lo económico, sino también con lo emocional, con la vivencia de la soledad cuando no es deseada”. Los datos de la ‘Encuesta de Condiciones de Vida’ publicada en 2019 reflejan que estos sentimientos de soledad son más marcados entre las personas mayores que sufren pobreza. Según este estudio, el 11,4% de estas se sintieron solas “siempre” o “casi siempre”, frente al 6,8% de las que experimentaron la soledad frecuentemente y no están en situación de pobreza.
Las cifras oficiales en España sitúan a esta franja de edad en el escalafón más bajo de la exclusión, pero verse en los márgenes de la sociedad pasados los 65 años puede tener serias consecuencias, tales como enfrentarse a un mayor riesgo de no acceder correctamente al sistema de atención sociosanitaria y que esto impida disfrutar del derecho a una vida digna en la última etapa de la existencia.
De acuerdo con la ‘Encuesta de Condiciones de Vida’ publicada en 2021, el 20,5% de la población de personas mayores de 64 años está en riesgo de pobreza y exclusión social. Esto se debe a que tienen ingresos por debajo del umbral de la pobreza para su tipo de hogar. Pero si ahondamos un poco más en esta realidad para descubrir el perfil más común de exclusión y pobreza entre mayores de 65 años, encontramos que corresponde a las personas que dependen de pensiones bajas, siendo las más afectadas mujeres viudas.
Este dato, recogido en el informe ‘Determinantes de las desigualdades en materia de salud para mayores durante la crisis del COVID-19’, publicado por la Plataforma Europea de Entidades Sociales contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN, por sus siglas en inglés), que trabaja en los países miembros de la Unión Europea, sirve como ejemplo de la desigualdad de género que existe también en este ámbito. Y que, en virtud del mismo estudio, se debe a que “las mujeres son la mayoría de las personas mayores que no han cotizado lo suficiente debido a los periodos dedicados al trabajo reproductivo, porque han trabajado en la economía sumergida o por las características del mercado de trabajo, con contratos esporádicos. Por lo tanto, son la mayoría de quienes carecen de derecho a jubilación o pensión por discapacidad”.
Pero sin duda, la punta del iceberg de la pobreza en países de economías desarrolladas es el sinhogarismo. Otra realidad de precariedad vital en la que “las personas de más de 65 años son una minoría, pero las que llegan a esta edad y en esas condiciones reúnen características de vulnerabilidad muy alta”, como señala Maribel Ramos Vergeles, subdirectora de Hogar Sí.
Por ejemplo, el último informe de recuento de personas sin hogar en Madrid recoge que la edad media declarada es de 47,1 años, pero la edad máxima ha aumentado de los 73 a los 80 años. Mientras que en Barcelona, otra de las grandes ciudades más afectadas por el sinhogarismo en España, casi la mitad de las personas que viven en la calle tienen entre 36 y 56 años y las mayores de 65 representan el 2% del total. Estas cifras están en sintonía con las del Instituto Nacional de Estadística, que indican que las personas mayores de 64 años representan el 3,9% del sinhogarismo en España.
Ramos matiza que, aunque no existen demasiados datos en este ámbito, desde Hogar Sí barajan algunas hipótesis basadas en más de 20 años de experiencia en atención al sinhogarismo, desarrollada en 11 comunidades autónomas. “Una muy dura es que la esperanza de vida entre personas que viven en la calle es 30 años menos que la de la población general. Por otro lado, muchas de las personas en situación de sinhogarismo, al cumplir 65 años, pasan a plazas del sistema de protección de personas mayores”, concluye.
No fue el caso de Ramón, que a los 74 años de edad acabó con más de dos décadas de sinhogarismo cuando entró en una vivienda dentro del programa HousingFirst (La vivienda primero) de Hogar Sí en Málaga. “Esto me ha alargado la vida”, reconoce agradecido.