Leonora Carrington: cuando el surrealismo era una locura

Javier Martin-Domínguez

Periodista y director de ‘Leonora Carrington. El juego surrealista’ —
27 de diciembre de 2022 22:32 h

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“Estuve internada en el sanatorio del doctor Morales, en Santander (España) tras declararse irremediablemente loca el doctor Pardo de Madrid y el cónsul británico”. Así empieza el relato del “obligado viaje a la locura” de Leonora Carrington cuando buscaba amparo en Madrid a la invasión nazi de la Francia en la que vivía en compañía del también artista surrealista Max Ernst, detenido en un campo de concentración. Sucedió en el verano de 1940, con los escombros de la guerra civil aún humeantes. 

Leonora Carrington tenía entonces 23 años. Vivía idílicamente con su pareja, dedicada al arte y al amor, en una casa al sur de Francia, en Saint Martín d’Ardèche, dejando atrás una adolescencia de tensiones por la rigidez educativa y familiar de la época victoriana. De la mano de Max y bajo la tutela de André Breton, se integró en la corriente artística y filosófica del surrealismo. “Leonora ya era surrealista de nacimiento”, decía su amigo y artista Alan Glass. Al fin se sintió libre y sin ataduras en el ambiente parisino de la vanguardia, explorando el subconsciente como forma de estar en el mundo.

Eran “la novia del viento” y “el pájaro superior”. Leonora y Max. Surrealistas, por convicción. Una filosofía de vida y una forma de encarar su arte. Vivian el periodo de entreguerras, un periodo convulso de prohibiciones y de autoafirmación. Los nazis montaron la exposición denominada ‘Arte degenerado’, visitada por Hitler, en la que hay constancia fotográfica de que se incluía obra de Max entre los cuadros denunciados por apartarse de “la norma”. ¿Tan peligroso era el surrealismo? Una forma de arte, una filosofía... ¿o una enfermedad mental? 

Europa está en guerra. Las tropas del III Reich entran en Francia. El surrealismo era un enemigo a batir por los nazis. Señalados, amenazados y perseguidos, la mayoría de los integrantes del grupo surrealista se refugió en Marsella, esperando barcos para huir al norte de África, Portugal y finalmente Nueva York. 

Diagnóstico: pensamiento político

Max fue efectivamente arrestado y Leonora, aterrorizada, viajó a España con unos amigos que la empujaron a salir de la Francia ocupada, con la intención de encontrar un salvoconducto para Max en Madrid. Primero en coche, luego en tren, pasan por Andorra y Barcelona hasta llegar a la capital sin conseguir su objetivo. Más bien lo contrario.  

Por indicación de su padre, el cónsul británico en Madrid la pone a disposición de varios médicos: “Una vez informado de mis teorías políticas –escribe Leonora–, el doctor Martínez Alonso se dio cuenta enseguida de que estaba loca. Me encerraron en una habitación del Ritz y me suministraban bromuro a litros”. Leonora se creía en el “deber de liberar” Madrid. Se manifestaba ante la embajada alemana y culpaba a Franco. Escribe en sus memorias psiquiátricas –alentadas como descarga por el doctor Pierre Mabille– que “en medio de la confusión política y un calor tórrido, tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y de que yo había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo”. Leonora estaba realmente angustiada y quizá sufriendo una fuerte depresión como consecuencia del llamado síndrome de guerra. 

En nuestras conversaciones en su casa de México, cercana ya a cumplir los 90 años, recordaba que la memoria de aquella situación la perturbaba: “Recorrimos una España sin carreteras, justo después de la guerra civil, porque los puentes habían sido bombardeados. […] Lo que yo sufrí fue lo que llaman un trauma de guerra, era miedo a los nazis. En tal situación estaba yo en España que no quiero ni pensar en ello. Estaba atemorizada todo el tiempo, intentando no encontrarme con los alemanes”. 

Para curarla de sus males, o más bien para controlarla, los médicos deciden ingresarla en un convento de monjas, que se revelaron “incapaces de dominarme”. 

La sacaron de allí y la metieron en un coche con destino a Santander. “Durante el trayecto me administraron tres veces luminal y una inyección en la espina dorsal: anestesia sistémica. Y me entregaron como un cadáver al doctor Morales”, recuerda.

Gracias a los recursos de la familia de indianos de su esposa, el doctor Mariano Morales abrió un establecimiento de cura y reposo en el paraje santanderino de Valdecilla, hoy desaparecido y convertido en parque. Bajo el pretexto de la actitud “surrealista” de su hija, fue su padre, Harold Carrington, el máximo promotor de la reclusión de su hija. Cuando salió de la clínica, Leonora decidido no verle nunca más en su larga vida.

“No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días sobre mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras me pusieron un cuerpo horrible. Creí que eran los espíritus de todos los españoles aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi sumisión”, cuenta. Se consideró a sí misma como una prisionera de guerra. La escritura de Leonora da a entender que sufría delirios, de grandeza o de sumisión.

Le suministraron tres inyecciones de cardiazol, que producen convulsiones y espasmos, y una estimulación equiparable a las de los electroshocks. La sensación que produce en el paciente es la de muerte inminente y suele conducir a una gran depresión. Es un tipo de tratamiento que fue desaconsejado y ha desaparecido.

Leonora permaneció en Santander desde julio-agosto del año 40 hasta el mes de diciembre. “Por la ansiedad con que defendía su surrealismo podría haber sido calificada de asocial y candidata a una clínica psiquiátrica”, escribió Luis Morales, el hijo del director de la clínica, que trataba a pacientes españoles y extranjeros con la colaboración de una monja alemana, Frau Asegurado. 

¿Era el surrealismo el mal que habitaba en Leonora? En un artículo publicado en los años 90, el psiquiatra español que la trató comentaba que “el surrealismo, que ya pasó, negaba todo lo racional y lógico; era, para algunos psicoanalistas, mágico, primitivo y analógico. Negaba lo religioso, con la excepción para nosotros del catolicismo, del que no había referencias. El surrealismo deseaba, desde la negación de todo, que la humanidad reviviera una civilización y cultura noble y trascendente. En el lenguaje presente, el surrealismo era un barbecho para el principio de finalidad y la sintonía (Fantappie y Arcidiacono del presente cultural), teniendo incluso su metafísica y ontología. El surrealismo era profilaxis”.

La versión de la propia paciente se recoge en el sorprendente y revelador texto de catarsis escrito años más tarde en francés como ‘En bas’ (‘Allá abajo’), escrito a sugerencia del psiquiatra Pierre Mabille, cercano a Bretón, y que se publicaría en español con el título de ‘Memorias de abajo’ (Siruela, 1991): “¿Era un hospital o un campo de concentración?... Cuando volví a ser dolorosamente razonable, me dijeron que me había comportado como diversos animales”. La obra de Leonora –que se inicia con la representación de caballos e hienas en su propio autorretrato– mezclará desde entonces rasgos antropomórficos en los personajes de sus lienzos. Para el doctor Morales, “Leonora era una paciente de un fácil diagnóstico de psicosis de Kleist o marginal; mas esta enfermedad podía ser sintomática, como protesta de su arte surrealista. La enferma se curó con solo tres sesiones de medula (choque convulsivo químico con cardiazol)”.

A finales del 41, la familia envía por fin a su ‘nanny’ de la infancia a recogerla, tras las gestiones de un familiar médico en Santander y del embajador británico en Madrid, con el objetivo de devolverla a casa o meterla en otra institución mental en Sudáfrica. Leonora viaja en tren en una noche helada, con parada en Ávila, escuchando balar a las ovejas ateridas de frio que viajan entre barrotes en un vagón de carga. (“Recordaré aquellas ovejas sufriendo hasta el día que me muera. Era como el infierno”). Lo peor había pasado. Había salido del encierro y de soportar un tratamiento muy duro que parece fue innecesario. Más allá del sufrimiento, Leonora  extrajo para sí una conclusión positiva del largo episodio. (“Quizá esto fue una bendición del cielo –escribe ella finalmente–. Descubro la importancia de la salud, de contar con un cuerpo sano, para evitar el desastre de la liberación de la mente”).

Sobrevivir al horror

Llegó a Lisboa, donde dio esquinazo a su cuidadora y evitó cualquier nuevo control. Se casó de inmediato en la embajada mexicana en Portugal con el periodista y diplomático Renato Leduc, como salvoconducto para no depender más de su familia. Max Ernst reapareció en Cascais, liberado del campo de concentración, como nuevo compañero de la coleccionista de arte Peggy Guggenheim. Leonora rechazo sus pretensiones de volver juntos.

Conocí en persona a Leonora a punto de cumplir los 90, inteligente y chistosa, fumadora empedernida y siempre en control de la situación, bella y seductora. ¿Quién diría que paso por todo eso? “That is the ugly story. Esa fue la historia horrible”, me dijo. Y concluyó con un “yo no soy fuerte. Es una frase que temo, porque cuando alguien dice que eres fuerte significa que quiere aplastarte la cabeza. No soy fuerte, cada vez menos y menos”.

Leonora Carrington sobrevivió a tratamientos, exilios y persecuciones para verse convertida este mismo año en la gran inspiradora de la Bienal de Arte de Venecia, que tiene como título el de su último libro, ‘Leche del sueño’, y sirve de homenaje a las mujeres creadoras y a la corriente surrealista. A un nuevo mundo convulso le corresponden biografías sanadoras. Leonora, la novia del viento, remontando vuelo hasta la cúspide del arte.