La ley Celaá y la educación especial: una reforma a medias que no satisface a unos por escasa y otros por excesiva
Si hay algo de cierto en que una cuestión que no contenta a unos por exceso y otros por defecto está en un punto de óptimo equilibrio, el Gobierno ha clavado lo tocante a la inclusión educativa y la especial en la 'ley Celaá'. A nadie parece satisfacer la reforma que plantea la Lomloe respecto a la educación de los alumnos con discapacidad: los defensores de las escuelas especiales –fuera del ruido que genera la plataforma Más Plurales– sostienen que la norma se va a traducir, si no se cambia, en una vaciamiento de los centros específicos, y reclaman su derecho a elegir lo que consideran mejor para sus hijos; los partidarios de la inclusión rechazan la “oportunidad perdida” con la ley, que afirman no cumple con los mínimos que marca la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad y que el cierre de la especial es práctica habitual en países de nuestro entorno como Portugal o Italia. La polémica, con posturas difíciles de reconciliar, no surge a raíz de la tramitación de la Lomloe, viene de más atrás, pero sí se ha exacerbado estos días, aunque parecen sonar más los argumentos de un lado que los del otro.
Familias de alumnado con discapacidad y trabajadores de la educación concertada lamentan que la normativa legisla en el vacío, sin tener en cuenta la realidad de España, y se va a traducir en un perjuicio a los centros específicos y por extensión los alumnos. “La idea [de escolarizar a los alumnos en centros ordinarios] puede ser bonita, pero por imperativo legal no va a funcionar”, explica Marcos López, director del colegio especial concertado TAO, en Madrid. “Aunque el Gobierno ha explicado que no se van a cerrar los centros, vemos bastante complicado que pueda llegar a ser así porque en las memorias económicas no se contempla un incremento de gasto y sin recursos difícilmente se va a poder atender a los alumnos con discapacidad en condiciones”, valora.
En el otro lado, los partidarios de la inclusión total lamentan que la Lomloe se quede corta porque no llega a los postulados de la Convención de la ONU y explican que cuando se habla del derecho de las familias a elegir la educación que quieren para sus hijos solo se piensa en unos padres, los que quieren especial. “La educación inclusiva es un derecho de todos los niños, sin excepciones. La ley tiene el propósito de acabar con la segregación, pero desde un punto de vista aspiracional, sin concreción”, valora Jesús Martín, delegado del Comité Español de Representantes de las Personas con Discapacidad (CERMI), una de las asociaciones que más ha puesto de su lado para lograr la inclusión plena. Y rechaza el vaciamiento que argumenta el bando contrario: “Veo ganas de fortalecer la ordinaria –sin recursos– sin perjuicio de que los de especial puedan puedan reforzar el sistema”, valora.
Uno de cada seis, en un centro especial
Primero, el retrato de la situación. En España hay unos 230.000 alumnos con necesidades educativas derivadas de algún grado de discapacidad intelectual. De ellos, unos 37.000 (el 15% del total, uno de cada seis) están matriculados alguno de los 480 centros de educación especial, entre los que hay una gran presencia de escuela concertada. El resto está en el sistema ordinario, bien en clase con sus compañeros, bien en lo que se denominan aulas específicas, bien en un modelo híbrido en el que combinan ambas. En cifras totales, el 0,4% de los ocho millones de alumnos está en un centro de educación especial.
Simplificando, tal y como está ahora la normativa la escolarización de un alumno con necesidades educativas especiales empieza con un informe psicopedagógico que le hace la administración educativa al menor. A partir de este informe, que tiene un carácter médico, y escuchados los padres –su opinión no es vinculante– se emite un dictamen de escolarización, por el que la Consejería de Educación de turno decide si el alumno estará mejor en un centro ordinario o en uno especial. Unos padres descontentos con el dictamen –y este descontento se da solo en una dirección, aseguran los pro inclusión, cuando quieren que su hijo vaya a un centro ordinario pero la administración lo ve al revés; en el sentido contrario no hay problemas– pueden recurrir por vía administrativa, normalmente con poco éxito. A partir de ahí les queda la Justicia, que a veces les da la razón y otras no. Jurisprudencia hay: el Tribunal Supremo se ha llegado a pronunciar y recuerda a las administraciones educativas que tienen que escolarizar al alumnado en la red ordinaria y proveerla de medios.
A nivel legal, España firmó en 2008 la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad, que como tratado internacional solo queda por debajo de la Constitución y por tanto por encima de una ley orgánica como es la Lomloe. La citada Convención especifica en su artículo 24 que “los Estados Partes asegurarán un sistema de educación inclusivo a todos los niveles”, y añade que los Gobiernos asegurarán que “las personas con discapacidad puedan acceder a una educación primaria y secundaria inclusiva, de calidad y gratuita, en igualdad de condiciones con las demás”; “se hagan ajustes razonables en función de las necesidades individuales”; “se preste el apoyo necesario a las personas con discapacidad, en el marco del sistema general de educación, para facilitar su formación efectiva”; y “se faciliten medidas de apoyo personalizadas y efectivas en entornos que fomenten al máximo el desarrollo académico y social, de conformidad con el objetivo de la plena inclusión”.
A este referente normativo trata de acercarse la Lomloe. La ley incluye básicamente dos apartados en los que trata la educación especial. Por un lado, la disposición adicional cuarta, de nuevo cuño y centro de la polémica, establece que “el Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años, de acuerdo con el artículo 24.2.e) de la Convención [el último citado en el anterior párrafo], los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad”. Y añade que “las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios”.
Diez años de transición
La ley da por tanto diez años para esta transición, y mantiene la posibilidad de que sigan escolarizando alumnos. Pero añade la fórmula “que requieran una atención muy especializada”, que es donde los defensores de la especial ven el peligro. “El 0,4% de los ocho millones de alumnos están en la educación especial. Esto ya es 'muy especializado'. No es más que una forma ambigua de justificar la bajada de la ratio de alumnos en centros de educación especial solo porque te lo has propuesto”, asegura Luis Rojo, portavoz de la plataforma Inclusiva sí, Especial también, en defensa de los centros de educación especial. Una plataforma, aclara Rojo, que existía ya antes de que Celaá fuera ministra y que no ha querido participar de la polémica plataforma Más Plurales (que aúna el rechazo a la Lomloe con protestas frente al Congreso y en la calle) porque su batalla no es por la “libertad de elección” que preconiza Más Plurales: “Nosotros pensamos que la educación no tiene adjetivos, que tiene que ser la más adecuada para los niños pensando en el bien superior del menor”, aclara.
Un trabajador de un centro de educación especial, que prefiere no revelar su nombre, explica que los grupos que promueven esta campaña están utilizando el tema como “arma política porque es muy visible. El trasfondo de esto no es la especial, es la concertada”, asegura.
Marcos López, director del TAO, no es especialmente tremendista con ese cierre masivo de centros que auguran algunos, pero sí cree que la Lomloe traerá una disminución de los mismos y los servicios que ofrecen. Sobre todo en la actual redacción de la ley, sin fondos detrás: “Lo que plantean difícilmente va a funcionar sin incremento de gasto en ambos modelos”, sostiene. “Nos preocupa que si tenemos que ser centros de referencia y recursos y asesorar a un gran número de centros [ordinarios] difícilmente podremos hacerlo sin desatender a nuestros alumnos si no hay más recursos”, y pone un ejemplo: “Para asesorar a 30 centros necesito un equipo de orientación. Pero si tengo que usar el mío que atiende a nuestros chicos...”.
La disposición adicional –y el ataque a la educación especial, según algunos– se complementa a través del artículo 74 de la Lomloe, que regula la escolarización del alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo. Este artículo ya existía en la Lomce de José Ignacio Wert, pero ha sido modificado en parte para añadir un punto en el que se especifica que para resolver “las discrepancias que puedan surgir” entre familias y administración en la escolarización se tendrá “en cuenta (...) el interés superior del menor y la voluntad de las familias que muestren su preferencia por el régimen más inclusivo”. Esto es, se escuchará a las familias que quieran escolarizar a sus hijos en el sistema ordinario, aunque los defensores de la inclusión denuncian que la fórmula es vaga y no asegura la decisión de las familias. Además, cada curso se evaluará el desempeño del alumno en cuestión y a partir de esta evaluación se podrá “modificar el régimen de escolarización, que tenderá a lograr la continuidad, progresión o permanencia del alumnado en el más inclusivo”.
Vaciamiento completado, asegura Rojo: “No van a escuchar a las familias que prefieran la educación especializada, solo a los padres que elijan lo inclusivo”. El abogado especializado en inclusión educativa Juan Rodríguez Zapatero opina que tampoco sucede lo contrario y que ni siquiera es nuevo: “Ya estaba en la ley de derechos de las personas con discapacidad y en alguna ley autonómica, como la de Castilla y León. Y quitando un par de retoques de la fachada, el edificio estructural de un sistema educativo dual no se ha tocado”, asegura: “Los alumnos que no tienen discapacidad gozan de los derechos propios del sistema educativo ordinario y los que tiene alguna discapacidad o diversidad funcional quedan excluidos del sistema”.
Rojo rechaza que los centros de educación especial segreguen, término que utilizan los defensores de la inclusión. “No llevamos a los niños a los centros en virtud de su discapacidad, sino de su necesidad”, le da la vuelta al argumento. “Empiezan con la atención en audición y lenguaje, en terapias, en la parte social. Si no funcionaran, no los llevaríamos, que además muchas veces implica hacer muchos kilómetros”, y cuenta cómo él invierte casi dos horas diarias en llevar y traer a su hijo con síndrome de Down del centro en el que está escolarizado, cuando los dos hermanos del pequeño acuden a un colegio a cinco minutos de su casa.
Carme Fernández, responsable de la Fundació Gerard, pro inclusión, es uno de los que utiliza la palabra “segregación”. Durante la conversación también repetirá varias veces, con sentido negativo, que “todo va a seguir igual”. Para esta experta, que ha sacado varias sentencias que obligaban a las administraciones a escolarizar alumnos en centros ordinarios, “la decepción es muy grande”. Explica Fernández que “hay un informe del Comité de la ONU y una condena [a España por incumplir la Convención] que pedían cambios sustanciales. Pero la ley sigue conservando la excepción de la especial para los que no se puedan atender en los centros ordinarios, con lo cual queda igual. Nada de esto ha ocurrido”.
¿Qué papel le queda a las familias?
Uno de los principales problemas que ve Fernández de la Lomloe es que mantiene los informes psicopedagógicos que sirven de base para los posteriores dictámenes de escolarización que hacen las administraciones. “Se sigue con estas evaluaciones basadas en el modelo médico de la discapacidad, no hay cambios porque no hay mención explícita”, explica. Muchas de las sentencias que ha sacado la Fundació Gerard en favor de las familias estaban basadas en lo irregular de estos informes. “Pero la ley deja en manos de las comunidades establecer los procedimientos que crean pertinentes para hacer estas evaluaciones y resolver las discrepancias si los padres no están de acuerdo con la modalidad de escolarización. No deja claro que debe prevalecer la opinión de los padres (”se tendrá en cuenta“, dice), con lo que seguiremos asistiendo al traslado forzoso de alumnos a centros especiales y aulas específicas”, lamenta Fernández.
Este es uno de los problemas que ven los defensores de la inclusión: que el derecho a decidir sistema educativo, especial u ordinario, solo asiste a quién elige especial. “El caso de España es una anomalía”, asegura Martín Blanco, de Cermi. “Que no haya casos de familias que tengan que litigar con el estado para defender el derecho a la educación de su hijo. Hay que hablar de libertad en todos los sentidos: que quien quiera ir a la especial pueda porque va a seguir abierta, pero también que pueda quien quiera ir a la ordinaria con garantías y recursos si así lo pide”.
Los recursos. Ese elemento muy tangible que resolvería la cuestión por sí mismo si abundara. La ONU dice –y las sentencias emitidas en España van detrás– que el ideal es dotar a los centros ordinarios de recursos para que puedan atender correctamente al alumnado con necesidades de apoyo. También es el objetivo declarado de la ley, aunque los actores implicados no lo ven realista sin una memoria económica. La realidad es que el sistema, en general, tiene el mismo presupuesto que hace diez años.
El colegio TAO, especializado, tienen 60 alumnos en tres etapas atendidos por 23 profesionales. Más de un profesor, especialistas en distintas disciplinas, por cada tres alumnos de media. En las aulas hay entre 5 y 8 alumnos, siempre con un mínimo de dos docentes, algo impensable para el sistema ordinario, que tiene clases de 25 alumnos en ejemplo bueno y podría aspirar a tener un profesor de refuerzo. “Pónganse”, dicen los defensores de la inclusión y mandan los jueces en sus sentencias, y déjense los centros de especial como centros de recursos. “No entendemos esta contraposición, máxime cuando la Lomloe habla de atención personalizada, centrada en el alumno”, que es lo que hace la educación especial, rebate Rojo. “¿Cuál es el problema de que existan?”.
También flota en el ambiente el asunto de la socialización. Uno de los principales argumentos de los defensores de la inclusión es que el alumnado con discapacidad tiene el derecho a socializar con sus compañeros ordinarios y al revés: “Los niños en las escuelas ahora van a ser los adultos que gobiernen este país. ¿Cómo van a ver o tratar a una persona con parálisis cerebral si no la han visto en su vida?”, se pregunta Martín Blanco, del Cermi.
Como sucede en este tema, el mismo argumento se utiliza para lo contrario. “No le puedo comprar amigos a mi hijo”, observa Rojo. “En su centro convive con sus iguales y le lleva a estar socialmente aceptado, a gusto, hacer amigos. Le puedo poner profesores, terapia, ayuda, llevarle a deportes. Pero los amigos se hacen por afinidad y hay niños de 14 años a los que les gusta Pepa Pig. A mi hijo le cuentan un chiste y a lo mejor no lo entiende. Y para nosotros la parte social es importante, más que la educativa”, cierra.
El director López coincide con Rojo en señalar un momento que se está revelando como problemático en estos jóvenes. El colegio TAO, cuenta López, está especializado en chicos que pasan a la secundaria, cuando “los problemas a nivel emocional se acrecentan. El desfase con los compañeros crece, están entrando en la adolescencia y sabemos lo crueles que pueden llegar a ser los chicos. Observamos situaciones complicadas de rechazo a contextos ordinarios o bullying”, asegura.
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