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Libros para cultivar ciudades verdes

El auge –que no moda– de la horticultura urbana, a uno y otro lado del Atlántico, es innegable. ¿Es sobre todo responsable la crisis? ¿Tiene algo que ver el creciente empoderamiento cívico? ¿Y los cambios en los patrones de consumo, ocio y trabajo, o la creciente ausencia del mismo? ¿Cómo y por qué cada crisis social (guerra, corralito...) trae aparejada un nuevo acercamiento a la tierra? ¿Acaso atisban ya algunos de los más avezados horticultores urbanos la crisis civilizatoria o el mundo postpetróleo? ¿Pueden ayudar para prepararnos para ello? ¿A cuántas personas podrían alimentar la ciudades y sus periferias? ¿Podrían estar detrás de la horticultura urbana actual, elementos de los largamente anunciados “cambio de conciencia” (personal) o “cambios de paradigma”? (civilizatorio). Estas y más preguntas quedan flotando tras la lectura de estas dos obras; ya se sabe que a los (buenos) libros hay que ir más para sembrarse de nuevas preguntas que para cosechar respuestas. 

El libro de Novella Carpenter (La granja urbana. Capitán Swing, 2015) es una novela autobiográfica sobre sus “experimentos urbano-campestres”, en esa línea tan norteamericana del “Hágaselo usted misma” (Do it yourself), y, en el fondo, una suerte de actualización de Thoreau en clave urbana –así lo reconoce la propia autora–, a ratos hilarante, incluso descacharrante, con resonancias también con alguna de las más divertidas novelas de Gerald Durrell (por ejemplo, Atrápame ese mono), otro infatigable criador-cuidador, e igualmente plagada de anécdotas, sinsabores y desvelos, momentos cumbre, peripecias y aventuras de alguien que decide, contra viento y marea, contra todo sentido común y convención, criar animales (y plantas) en un solar ocupado de La Ciudad Fantasma de Oakland, llamada en el argot O-Town, es decir, Ciudad Cero. 

No en vano, otro de los gurús del movimiento agrourbano, Michael Pollan dice del libro “su humor y claridad hacen que parezca totalmente posible cultivar y criar el tipo de comida que quieras, dondequiera que vivas”.

Con tres capítulos (Pavo, Conejo, Cerdo) que ya dan clara idea de por dónde van los tiros, los olores y los sonidos, y sobre todo, el inevitable ritual de la muerte-sacrificio (“¿cuánta gente comería carne si tuvieran que matarla ellos mismos?”, se pregunta Novella), el libro recoge ideas y frases memorables que erizarán a cualquiera.

De la estética: “Siempre he escogido vivir en lugares que no atraen”. De la ética: “Ser granjero es compartir; una granja urbana hace posible lo que parecía imposible”. De la mística: “Descubrí que yo hago el huerto y el huerto me hace a mí”. “La producción de comida es un proceso maravilloso. Germinación, crecimiento, cuidados, recolección. Cada paso es equiparable a un milagro, un diálogo con la vida. Al acabar la dieta de las cien yardas (91 kilómetros), compartir se convirtió para mí en el aspecto más importante de la cadena”.

El minucioso y completo ensayo de Kois y Nerea (Raíces en el asfalto: pasado, presente y futuro de la agricultura urbana. Jose Luis Fernández Kois y Nerea Morán. Libros en Acción, 2015) demuestra que lejos de una simple o efímera moda (como algunos medios convencionales insisten en acercarse a ella), la horticultura siempre ha acompañado el proceso urbano –no en vano, ambas innovaciones surgieron casi a la par, en torno a 10.000 años a.C.–, si bien durante décadas, desde la industrialización, y especialmente en España ha sido un fenómeno marginal, periférico, invisible, silencioso y silenciado. Y ¿quién mira y estudia lo marginal, periférico e invisible? Afortunadamente, estas dos mentes investigadoras (sociólogo y urbanista), con manos de infatigables activistas y corazones de sensibles poetas.   

El libro se ciñe a la perfección al subtítulo, pues bucea pormenorizadamente en el pasado, en lo que pueden considerarse los amplios antecedentes y cimientos de la horticultura urbana actual, tanto a nivel internacional (Dig for the Victory, Green Guerrilla), como a nivel nacional, aunque aquí apenas quedó testimonio escrito (sobre todo Joaquín Costa). Investiga y desmenuza el presente e incluso se lanza a prever el futuro, si bien apoyándose en modelos ya ensayados como el cubano, el de Rosario-Argentina, Grecia, Detroit.

Lanza conceptos tan sugerentes como el de huertopía, “reivindicación de un lugar para los huertos dentro de las ciudades, proyecto que debe arrancar del amor a los lugares (topofilia), comprometerse con el cuidado mediante estrategias de acupuntura urbana y orientarse ambiciosamente hacia escalas más amplias que el barrio o la ciudad (la biorregión)”.

Por si esta completa historia de la horticultura urbana fuera poco, el libro se lanza al futuro y a las redes virtuales y estará en permanente actualización en el blog Raíces en el asfalto.

Ambos lecturas hacen muy buena la cita de dos investigadores canadienses, Germain y Gagnon, que mantienen que “los espacios públicos gestionados por una comunidad acrecientan las culturas de hospitalidad”, es decir, llaman a participar. Y ahí precisamente radica gran parte de su atractivo y potencial.

Son muchas las cuestiones esenciales que la horticultura urbana pone encima de la mesa: el pico del petróleo, el cambio climático, las soberanías alimentaria y energética, las relaciones de la comunidades humanas con su terruño (vinculación y arraigo), etc. descubriendo y destapando así dos de sus mayores aportaciones, íntimamente vinculadas: la recomunitarización y la desmercantilización; dos de las grandes estrategias imprescindibles para reorientar nuestras maltrechas sociedades y conseguir insertarlas mejor en la biosfera/planeta.

En el fondo de los dos libros late un bella y profunda paradoja –elemento clave de este siglo XXI que nos toca vivir–, lo que los hace si cabe más apasionantes: la modernización de la ciudad pasa por la integración de lo agrario y cuadra a la perfección con una de la enseñanzas básicas de la biología, la psicología o la neurología: no se puede evolucionar por negación de lo anterior, sino sólo por envolvencia, por superación con integración. 

Dicho de otro modo y como conclusión: si la ciudad quiere actualizarse ha de encontrar espacio. Si bien ya no a lo rural o a lo campesino (prácticamente desaparecidos), sí al menos a lo hortícola y lo agrario; justo de lo que parece llevar renegando hace ya demasiadas décadas.