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Cuando la mano de Santa Teresa guiaba a Franco y los mantos de las vírgenes eran escudos contra las bombas republicanas

Procesión de traslado de José Antonio Primo de Rivera hasta El Escorial, en noviembre de 1939.

José María Sadia

31 de diciembre de 2024 19:14 h

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Cuando comenzó la guerra civil —17 de julio de 1936—, en España se abrió un tiempo nuevo en el que casi cualquier cosa era posible. Las bombas republicanas no estallaban en la basílica del Pilar de Zaragoza, los mantos de las vírgenes se convertían en escudos antiaéreos de las ciudades, la patrona de Ceuta intercedía para facilitar el desembarco de las tropas africanas en la península, hay quien escuchaba el cuerpo de Santiago cabalgando junto a las tropas del bando sublevado camino de una nueva “reconquista” … mientras la mano incorrupta de Santa Teresa orientaba las decisiones del inminente dictador, Francisco Franco.

Estos y otros hechos pretendidamente sobrenaturales y milagrosos han sido recopilados en un pormenorizado estudio que demuestra cómo las reliquias “tuvieron un papel determinante en la construcción de la legitimidad franquista” y fueron utilizadas, una y otra vez, para estimular el “poder sobrenatural” del caudillo. Pero es que, más allá de cumplir esta función providencial para los sublevados, estos “artefactos” completaron numerosos cometidos: de fomentar el culto católico y crear espacios de peregrinación a obtener recursos económicos e incluso, propiciar “actos benignos de la naturaleza”, como la lluvia o la sanación de los heridos.

En esa obsesión de Franco por legitimar una dictadura que se extendería por casi cuatro décadas. El dictador “siempre buscó los espacios populares, banales, en lugar de los intelectuales”. La precisión corresponde a César Rina Simón, profesor de Historia Contemporánea en la UNED, quien hace un par de años ya analizó, junto a su colega Claudio Hernández Burgos, la apropiación de las celebraciones populares por parte del régimen en el trabajo El franquismo se fue de fiesta (Universidad de Valencia). En este caso, el especialista ha identificado dos motivos por los que Francisco Franco aportó por el potencial de las reliquias. “Interesaban porque representaban el pasado: el Siglo de Oro, el Imperio… y Franco venía a restaurar eso”, apunta Rina. Pero también por la legitimación sagrada que ansiaba obtener. “La mayoría de los obispos firman documentos a favor de Franco, pero en el bando nacional entendieron que no valía solo con una carta pastoral, sino que había que poner los objetos sagrados en el espacio público para que legitimaran el régimen”, apunta.

En el artículo La movilización de las reliquias durante la guerra civil, que publica la revista académica Historia Social, el autor analiza los casos más evidentes del uso de vestigios de naturaleza religiosa y poderes milagrosos. De todos ellos, el más popular es el que el propio dictador hizo de la mano incorrupta de Santa Teresa, que tomó como “un botín de guerra” durante la contienda, y de la que se apropió hasta el día de su muerte. Conocido es que las tropas franquistas, con el militar Queipo de Llano al frente, aprehendieron la extremidad de la santa abulense —su cuerpo había sido despiezado para favorecer la devoción a través de sus reliquias— en el despacho de un líder republicano, cuando tomaban la provincia de Málaga. Ahora bien, en lugar de devolver la pieza a sus legítimas dueñas —las monjas de un convento de Ronda—, Franco la tomó como suya, para aprovechar su poder (o poderes). “Era una reliquia muy potente, la mano representa el poder, el mando, y el dictador la utilizó para terminar de legitimarse; se trata de la mano incorrupta de la santa más importante del país y él tomaba decisiones, acciones de gobierno, en diálogo con ella”, explica el profesor.  

Una reclamación infructuosa

Hasta aquí, lo ya sabido. César Rina aporta, además, un dato historiográfico menos conocido. “Las propietarias legítimas de la mano, durante la guerra, la posguerra y tras morir Franco, no pararon de reclamar el regreso de la reliquia; la monja que más insistió en ello, María de Cristo, se la pidió incluso eventualmente para curarse de una enfermedad, pero el dictador nunca la devolvió”, revela el investigador. Pero, ¿realmente creía el caudillo en el poder inspirador de la extremidad incorrupta, o solo se trataba de una teatralización pública? “Hay un hecho que invita a pensar que, efectivamente, creía en la importancia de la mano: más allá de que no la devolviera durante décadas, Franco se la llevaba al pazo de Meirás cada vez que se iba de vacaciones”, expone César Rina. A la muerte del dictador, la familia accedió a reintegrar la mano, no sin antes inmortalizar su estrecha vinculación con Franco: en la muñeca, a la altura del reloj, estamparon la imagen de cruz laureada de san Fernando que el caudillo recibió tras ganar la contienda civil.

La veneración de las reliquias —que el estudio ha identificado en todo el país, especialmente, a partir de las ciudades sublevadas— tuvo especial protagonismo en los lugares de peregrinación, donde el culto cobró dimensiones estatales: de la basílica del Pilar, en Zaragoza, a los restos del Apóstol, en Santiago de Compostela. Así, durante la guerra civil, todo era susceptible de convertirse en reliquia.

Es el caso de la bandera, tras su reposición por parte de Franco, escenificada en Sevilla el 15 de agosto de 1936. “La bandera cobró la dimensión de una reliquia, porque se le dio un sentido histórico y sagrado”, precisa. Aunque la principal reliquia fue el cuerpo de José Antonio Primo de Rivera, “el principal caído”. Solo hay que detenerse en las impactantes instantáneas del traslado de su cuerpo, de Alicante al monasterio de El Escorial. “José Antonio se convierte en la principal reliquia del régimen, hasta el punto de que las fiestas de la victoria franquista no concluyen en mayo de 1939 en Madrid, sino en noviembre de ese año, cuando se completa el traslado”, puntualiza Rina Simón. El cortejo fúnebre incluía la representación de la Iglesia y de la Falange, que desfilan escoltando el féretro, portado en andas y completamente cubierto de negro. “Se asemeja al entierro de Jesucristo”, interpreta el historiador.

No fue, ni mucho menos, la única escenificación. Los vencedores no dudaron en portar públicamente símbolos que remitían a un supuesto pasado glorioso. Así, por ejemplo, se puede ver al futuro ministro del Interior, Ramón Serrano Súñer, portando la espada de san Fernando en un desfile religioso celebrado en Sevilla. Los actos por la victoria franquista en Madrid llegaron a movilizar las reliquias históricas y religiosas más destacadas del país: del Arca Santa de Oviedo o el pendón de San Isidoro de León a las cadenas de las Navas de Tolosa o la linterna del barco capitaneado por Juan de Austria en Lepanto. “Todos estos objetos estaban impregnados del espíritu de la cruzada y de la épica patriótica de la reconquista y del Imperio que había inspirado la sublevación, la victoria y el nuevo estado”, describe el trabajo que recoge la publicación Historia Social.

Los detentes y las mutilaciones

Asimismo, la creencia en el poder milagroso de los objetos incentivó que los militares del bando sublevado llevasen consigo todo tipo de enseres protectores. Sin duda, los más populares fueron los detentes, una especie de parches que se colocaban en el uniforme (a la altura del pecho), y que tomaron su nombre de uno de los textos más habituales de los que se acompañaban: “Detente, bala”. Desde el mismo estallido de la contienda, la prensa nacionalista fomentó el poder paranormal de estos parches, dando publicidad, a diario, a noticias tales como “un detente ha hecho desviar la bala” o “la bala entró, pero, milagrosamente, no ha hecho daño”. Las estampas fueron otro de esos artefactos que recopila el trabajo de César Rina. De entre todas, una cobró especial popularidad por su carácter singular. Fue el caso del militar Antonio Molle, torturado y convertido en mártir al constatar, año y medio después de su entierro, que el cuerpo permanecía incorrupto. Los requetés —organización paramilitar carlista— decidieron promover su culto imprimiendo estampas con su retrato.

El extenso culto a las reliquias incorporó, finalmente, las mutilaciones durante la guerra. “Era una señal de haber entregado una parte de tu cuerpo, una reliquia, por España”, interpreta César Rina. Así es como los mutilados pasarán a ocupar lugares preeminentes en las celebraciones públicas y tendrán sitio reservado en la tribuna en cualquier festejo. “Era importante su visibilización: no se ocultaban las piernas cortadas ni los brazos mutilados, sino al contrario”, precisa Rina. Es más, los mutilados ocuparon el segundo escalón en la entrega por la victoria nacional, tras los fallecidos. Y al frente de todos ellos, Millán Astray, fundador de la Legión, cojo, manco y con el rostro severamente mutilado tras recibir un disparo. Los mutilados, pues, no habían llegado a dar su vida por la victoria, pero sí “una parte de nuestro cuerpo”.

Hoy, los mensajes, los eslóganes, de la contienda y la dictadura posterior han recobrado su auge. El profesor César Rina identifica una parte de estas proclamas en formaciones políticas de extrema derecha. “La ultraderecha europea parte de un modelo nostálgico: siente nostalgia por un tiempo que nadie sabe muy bien cuál es, un periodo idealizado que en cada país es diferente”, reconoce. “Se presentan como reparadores de este tiempo, tomando la religión como recurso; estoy pensando, por ejemplo, en las manifestaciones que se llevaron a cabo recientemente en Ferraz, que comenzaban con el rezo del rosario; también, en la vinculación entre la cruz y la bandera, el recurso al pasado o a las glorias imperiales”, ejemplifica el profesor de Historia Contemporánea en la UNED.

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