¿Cómo pudo acabar la mansión del abogado franquista de Companys convirtiéndose en el centro de reunión de los supervivientes republicanos del campo de concentración nazi de Mauthausen? La respuesta se encuentra entre los gruesos muros de esa casa situada en el municipio tarroconense de Fonscaldes. A pesar de llevar más de 150 años en pie, el edificio conserva todo su esplendor gracias al empeño, el amor y la dedicación de su actual dueña: “Esta casa es mi vida. Tiene tanta historia, atesora tantos recuerdos que me he dedicado a restaurarla y a intentar conservarla en el mejor estado posible”.
Adelina Figueras no puede ni quiere guardarse los secretos de este verdadero museo en el que nació, creció y que hoy le sirve de retiro, entretenimiento y no pocos quebraderos de cabeza: “El personal de servicio vivía en la buhardilla; en la primera planta estaban y están las habitaciones; aquí, en la baja, era donde se hacía la vida”.
Sin dejar de hablar, Adelina se mueve frenéticamente entre el salón y la cocina recubierta de blancos azulejos centenarios decorados con formas geométricas de color turquesa. Faltan solo unos minutos para que empiecen a llegar sus invitados y quiere tenerlo todo milimétricamente preparado: “Tenemos tantas cosas de qué hablar que hasta tengo cocinada la base del arroz. Solo falta echarlo cuando llegue la hora y a comer”.
El fuerte viento no le permitirá celebrar la comida en el amplísimo terreno al que se accede desde la puerta trasera de la casa. Sobre su dintel, se conserva una placa colocada en 1860 por el primer propietario: “Baltasar de Colubí, a su querida esposa e hijos”. Hombre influyente en la comarca y diputado en Cortes por Tarragona, Baltasar ordenó construir su mansión a un prestigioso arquitecto. Sus hijos, nietos y bisnietos, entre ellos un pequeño llamado Ramón, crecieron junto a las columnas de piedra y los arcos góticos que decoran la fachada trasera, siempre vigilados por un ejército de sirvientes.
Todo cambió con la sublevación militar de 1936. La vivienda fue ocupada por el comité revolucionario que tomó el control del pueblo para defenderlo de los rebeldes: “Tiraron todas las paredes del segundo piso y montaron aquí su sede”, apunta Adelina. Fueron años convulsos en los que la mansión se convirtió en cuartel y también en bar de los milicianos republicanos.
En manos del abogado de Companys
Tras la guerra, los Colubí recuperaron su propiedad. El pequeño Ramón se había hecho un hombre y también un convencido franquista. Formado en la academia de artillería de Segovia, participó activamente desde Barcelona en el golpe de Estado contra la República. Detenido y encarcelado en el barco Uruguay, fue liberado en enero de 1938 gracias a un intercambio de prisioneros gestionado por el presidente de la Generalitat Lluís Companys.
El azar quiso que, dos años después, Ramón de Colubí fuera designado abogado de oficio en el consejo de guerra en el que se 'juzgó' al político catalán. La empatía que alcanzó con su defendido y su intento de eximirle de la pena de muerte le granjearon no pocas enemistades en aquella 'Nueva España'. Companys fue finalmente fusilado el 15 de octubre de 1940 en presencia del letrado. Unos meses después, Ramón y su familia vendieron la casa de Fonscaldes y en 1947 se exilió en Sudamérica.
“Estaba hecha una ruina, había cientos de botellas en el jardín, mucha suciedad… Hubo gente de dinero que se interesó por ella pero nadie se atrevió a comprarla”, relata Adelina. “Fue entonces cuando mi abuelo dio el paso. Era agricultor, quería terreno para cultivar y espacio para sus aperos de labranza. Pagó 18.500 pesetas por ella”.
El nuevo propietario de la casa tenía dos hijos que habían luchado por la República y huido a Francia: “Uno de ellos era mi padre, Josep Figueras; en ese momento se encontraba encerrado en Mauthausen, aunque su familia no lo sabía”. Josep pasó cuatro años y medio burlando a la muerte entre las alambradas de ese tristemente célebre campo de concentración nazi. “Le dieron palizas porque no lograba aprenderse su número de prisionero en alemán. Lo peor fue cuando cayó enfermo. Se salvó de morir mediante inyección letal gracias a otro prisionero español que trabajaba de médico. Después sobrevivió porque se ofreció voluntario para trasladar cadáveres y así le daban un poco más de comer”.
Josep fue liberado por los estadounidenses y logró regresar a España en 1949, instalándose entre los mismos muros que vieron crecer al abogado de Companys.
Una burla al franquismo de los presos de Mauthausen
“En pleno franquismo mi padre invitaba a otros supervivientes de Mauthausen a esta casa. Ellos venían en verano de Francia, donde vivían, y hablaban de política y de su paso por el campo de concentración”. Estas paredes escucharon a deportados como Fernández Lavín, Francisco Sentís, Solé, Francés, Ayet, Español y Santacana rememorar su paso por el infierno nazi gracias a la hospitalidad de Josep. “Las reuniones se mantuvieron durante muchos años, hasta que la edad, la salud y la muerte lo permitieron”, añade Adelina. “Ahora soy yo quien trato de continuar con esa tradición”.
El timbre suena por fin y comienzan a llegar los invitados. El primero es Joan Albert, hijo de Francisco Sentís. Le siguen 'las Glòrias', hija y nieta de Ramón Agramunt, asesinado en el campo de concentración de Gusen; Josep y Victoria, hijo y nieta de Josep Copons, que también fue asesinado por los nazis en noviembre de 1941. Tras ellos entran más amigos que llenan de voces y de vida la vieja mansión.
Adelina no solo ha querido conservar esta parte de la historia de la casa. En los años 90 logró localizar a un ya anciano Ramón de Colubí en Venezuela. En la primera planta se puede ver la fotografía y alguna de las cartas que le remitió desde Caracas: “En mi vida infantil y en los inicios de mi adolescencia, Fonscaldes representó un factor importante en mi formación humana…”, recordaba el abogado en su misiva.
“Y aquí, bien destacada, he puesto la foto de los dos: Companys y Colubí”, muestra con orgullo Adelina. Un piso más abajo sus invitados se preparan para empezar la comida. Josep Copons tiene los ojos enrojecidos por la emoción pero no deja de sonreír. “Aquí no hay ninguna tristeza –afirma la anfitriona–, solo alegría por vernos, charlar y, de paso, homenajear a nuestros familiares y a todos los que sufrieron o murieron en los campos de concentración por defender nuestra libertad. Ellos se reunían aquí, a la sombra de Companys y Colubí, y aquí seguimos y seguiremos”.