El movimiento negacionista de la pandemia de coronavirus reunió a poco más de 2.500 personas –cifras de la Policía– en la Plaza de Colón de Madrid. Con más de 800 brotes activos en España en pleno agosto, muchos de los manifestantes se concentraron bajo unas cuantas premisas, pero principalmente contra un elemento de protección que brilló por su ausencia en la protesta: las mascarillas. Tras meses sembrando dudas alrededor de las potenciales vacunas, ha cogido fuerza el argumento de que las mascarillas matan más que el virus, o que suponen un recorte intolerable de las libertades. También el de que los asintomáticos realmente no existen o no contagian, por lo que no serían necesarias las cuarentenas ni la distancia física.
Javier Padilla, médico de familia especializado en salud pública y autor de Epidemiocracia, recordaba este fin de semana en un artículo que, ante “actividades de resultados no tangibles en lo inmediato y que aluden a lo colectivo”, siempre han surgido movimientos de oposición. Padilla explica a elDiario.es que, “en términos generales, en el momento agudo de una epidemia hay unanimidad en la respuesta, pero cuando el escenario cambia y se siguen manteniendo las restricciones, esta respuesta negativa suele ser creciente”. Para él, ante el riesgo de que este tipo de posiciones se incremente, “existe la necesidad de fortalecer el mensaje de las medidas tomadas con la voz de la salud pública, guiadas por la evidencia científica pero que exceden la evidencia publicada porque nos encontramos en una situación de excepcionalidad en la que es difícil encontrar comparaciones”. Sobre todo pensando en la gente que no se encuentra en los extremos sino en un área gris, que tiene dudas.
Mascarillas que ahogan
La imagen que han viralizado los negacionistas durante estos días es la de una mascarilla –de uso obligatorio ya en todos los espacios públicos de España– en la que sostienen falsamente que, con ella puesta, el usuario respira su propio CO2 y, por tanto, le puede producir hipoxia, falta de oxígeno. Las mascarillas higiénicas y quirúrgicas destinadas a la población general se comercializan con etiquetado UNE0064, UNE0065 y UNE14683. Cumplen con un estándar de respirabilidad, es decir, garantizan que con ellas se puede respirar correctamente de acuerdo a parámetros científicos.
Las mascarillas no son un producto nuevo, están dentro de la rutina de los trabajadores sanitarios con y sin pandemia. “Si produjeran hipoxia no quedaría ningún cirujano vivo”, ironiza Padilla. Sí que hay gente a la que le pueden producir dificultad para respirar, “pero se vincula al agobio por tener algo en la cara, no a la imposibilidad de exhalar”.
Para quienes presentan ese problema, “en Atención Primaria le recomendamos irse a un lugar apartado, quitársela, respirar con calma lo que se necesite”, explica Padilla. Hay supuestos bajo los que se puede expender un justificante médico si realmente causan problemas recurrentes, como en el caso de quienes sufren asma o ansiedad.
No ha habido ninguna investigación seria que haya relacionado la hipoxia con las mascarillas. Por el contrario, el Centro de Innovación e Investigación de Asepeyo, una mutua española colaboradora de la Seguridad Social, publicó un informe en julio de 2020 en el que, tras hacer mediciones de oxígeno y de dióxido de carbono concluyeron que “hay dos evidencias muy claras que descartan los casos de hipoxia”. La primera era la saturación de oxígeno en el aire inspirado entre la mascarilla y la cara. “La clave es que al inspirar, aparte de este pequeño volumen de aire que medimos entre la mascarilla y la cara, vamos a coger aire del exterior de la mascarilla, un promedio en total de 500 ml”, porque las mascarillas autofiltrantes dejan pasar partículas de CO2 y de O2 tanto de dentro afuera como de afuera adentro. Los datos de saturación de O2 se encontraron “siempre normales”. El segundo es lo mismo que señalaba Padilla: “no se han dado casos de hipoxia” ni siquiera entre trabajadores que la han llevado durante estos meses más de seis horas seguidas. Otro estudio publicado en 2008 en la revista Neurocirugía detectó que en cirujanos, los niveles de oxígeno en sangre se redujeron tras la primera hora de quirófano, pero no pudieron demostrar que fuese por la mascarilla, por el estrés o por otros factores.
A la Organización Mundial de la Salud (OMS) le costó varios meses desde que surgió el nuevo coronavirus recomendar mascarillas a la población general. Pero no porque fuesen perjudiciales, sino principalmente porque durante los peores momentos de la pandemia en Europa hubo desabastecimiento y había que priorizar su uso sanitario. Incluso entonces, en The Lancet, ya explicaban que al margen de la dispensación, no había dicotomía sobre si funcionaban con este virus concreto: “La ausencia de evidencia científica de su eficacia no debería equipararse a la evidencia de ineficacia, especialmente cuando nos enfrentamos a nuevas situaciones con opciones alternativas limitadas”. Hoy el abastecimiento mundial de estos productos está garantizado y se sabe más sobre su papel, con sobrados ejemplos. En Misuri (EEUU), este verano, dos peluqueras contagiadas atendieron a 139 clientes. Ninguno fue infectado porque ellas llevaban mascarillas.
La confusión sobre asintomáticos
Otro de los motivos que dispersan los negacionistas es que la transmisión de las personas asintomáticas es nula o que directamente no existen este tipo de pacientes, y su creciente detección forma parte de la conspiración. Siguen alargando en vídeos virales un malentendido que se dio en junio con la OMS, cuando su directora técnica, Maria Van Kerkhove, descartó que los asintomáticos transmitiesen la COVID-19. Inmediatamente se corrigieron a sí mismos: los asintomáticos y los presintomáticos “horas o días antes” sí pueden contagiar, aunque aún no se conozca exactamente en qué grado, puntualizó Mike Ryan, el director ejecutivo.
La OMS no oculta que “aún no se sabe con qué frecuencia ocurre” que los asintomáticos transmitan el virus, y que, como también ha señalado el portavoz del Ministerio de Sanidad Fernando Simón en más de una ocasión, se da en menor medida que a partir de las personas que acaban graves.
Que se detecte ahora a más asintomáticos que hace meses no responde a que haya más, sino a una estrategia simple de diagnóstico: si el rastreo funciona, no solo se identifica a quien va al hospital ya con un cuadro grave, sino a quien ha sido contacto pero aún no ha desarrollado la enfermedad. No es que el virus, de repente y según las administraciones, solo ataque a personas jóvenes que apenas lo padecen, sino que en marzo solo veíamos la punta del iceberg y desconocíamos que por debajo había tantos asintomáticos.
Mario Fontán, médico coordinador de la asociación ARES, que reúne a residentes especializados en Medicina Preventiva y Salud Pública, razona que no conocer todavía el papel real de los asintomáticos, como de muchas otras cosas que rodean al virus, es lógico: “Se estima que alrededor del 20% de los contagiados son asintomáticos reales. Pero es que el problema empieza por la definición, hay una delgada línea que separa al asintomático del presintomático, de los síntomas leves… depende de lo reportado por la persona, de si se sintió realmente mal algún día, o muy cansado pero no le dio importancia… no está del todo claro. Se trabaja todo el rato con esto con un sesgo de recuerdo”.
“Las tácticas de ridiculización no tienen sentido”
Fontán admite que no tiene claro cómo se enfrenta de manera eficaz este movimiento. “No todos hablan del 5G y del microchip de Bill Gates, hay gente que dice cosas cosas que pueden tener cierto sentido, como preguntarse si la primera vacuna tendrá garantías de seguridad. Hay un espectro y no todo el mundo es un extremista acérrimo”, reflexiona. “Creo que las tácticas de ridiculización e insultos no tienen sentido: hay que convencer y comprender qué les lleva a esto”, sigue. También recuerda que “la madre de Miguel Bosé falleció de coronavirus. Hay gente a la que no le vas a poder convencer, si ni siquiera se han convencido viviéndolo tan de cerca. Tienen esos esquemas mentales de confabulación mundial. Pero no creo tampoco que haya que darles el mismo peso que a las millones de personas que saben que la enfermedad es peligrosa”.
Javier Padilla opina parecido. Insiste en que no le preocupan tanto los que fueron a Colón, sino a los que ven a los de Colón y se lo plantean, “los que no entienden por qué las mascarillas tienes que ponértelas en la calle y luego nadie te controla en otros ámbitos. Y creo que para convencerles a ellos hay que cambiar la estrategia comunicativa”.
Por ejemplo, “hay que explicar que ponértela al aire libre, incluso aunque estés con poca gente, se basa en generar una cultura de la mascarilla. Claro que hay que hacer entender que las mascarillas, aunque sean obligatorias en todos lados, no en todos son igual de eficaces, y donde más lo son es en espacios privados cerrados, donde nadie sabe si la estás llevando”, pero para eso te tienes que acostumbrar a llevarla y naturalizarlo. Hay que transmitir por qué se está generando esta cultura de la mascarilla y que son decisiones de salud pública que conjugan muchos asuntos, también el contexto en el que se aplican, como que se sea más duro con esto en España, uno de los países que ha sufrido más“.