Todavía hay personas en su entorno que no saben a qué se dedica, pese a que a Sagrario García le quedan solo unos años para jubilarse. Dirige el servicio de Anatomía Patológica del Hospital Universitario Infanta Sofía de Madrid, el lugar donde especialistas como ella se dedican a ponerle nombre a las enfermedades. Son médicos y médicas invisibles a los ojos de los pacientes: no les ponen cara y nunca tratarán con ellos, pero les conocen por lo que cuentan pequeños trozos de su carne: un pedacito de mama para biopsiar, un tiroides retirado completamente, una parte del intestino.
Los patólogos, dice García, son los mejores testigos de cómo enferman los cuerpos y los responsables de escribir las palabras más aliviantes –“es benigno”–; también las más temidas. A su servicio han llegado, en lo que va de año, muestras de 20.100 personas que pasan por diferentes salas, manos y máquinas. La organización es escrupulosa y, sobre todo, manual. Los tejidos se cortan en la sala de tallado. Se deben seleccionar aquellas porciones, si se trata de un órgano completo, que vayan a dar la mejor información. En las mesas de operaciones hay tijeras de todos los tamaños, pinzas y unos ventiladores para asegurar que los olores no invaden el espacio.
Después se extrae el agua que hay en su interior y se cambia por parafina para crear un bloque de cera donde están insertos. Como un fósil. Para mirarlo al microscopio –o a través de una pantalla si se escanea– hace falta tener cortes finísimos. Tres micras de anchura que se seccionan una a una. Una minoría de hospitales, los más grandes, tienen máquinas que han automatizado esta artesanía, pero aún son caras y el grueso no pueden hacer esa inversión. El último paso antes de que García y las demás patólogas entren en acción es tintar las muestras. Todas adquieren un color violeta.
“De nuestro diagnóstico va a depender el pronóstico del paciente y su tratamiento”, asegura la jefa del equipo, formado por otros nueve médicos, 12 técnicos y dos secretarias. Ella es experta en cabeza y cuello; otras de sus compañeras saben más de hematología, o de ginecología, o de riñón. Ven muchas sospechas de tumores, lo que más; pero también eccemas y psoriasis, insuficiencias renales o muestras de citología. En el servicio también se hacen autopsias a fetos que han fallecido.
“El otro día se me pusieron aquí –se señala la parte alta del cuello– porque había una metástasis en un ganglio que procedía de un cáncer de tiroides y no encontraba a simple vista, al extraerlo, dónde estaba”, admite. Seccionando mejor, apareció ante sus ojos. “Este paciente se va a curar”, dice –muy segura– acto seguido, mirando una pantalla que para el ojo ajeno resulta del todo incompresible.
La muestra dibuja al microscopio formas geométricas con una porción blanca en el centro. Ahí está el problema, señala. Los conocimientos de los médicos, junto a la información que se puede automatizar con máquinas, permite explorar si el tumor tiene este gen o este otro –eso marca un determinado apellido y dirige hacia el tipo de tratamiento– y determinar también el estadio.
Los patólogos han empezado a reivindicarse de puertas hacia afuera de los laboratorios. La Sociedad Española de Anatomía Patológica (SEAP) presentó hace unos meses un informe de situación, a base de encuestas con los profesionales. “Sin nosotros no se pueden diagnosticar muchas enfermedades, somos los notarios de la medicina”, dijo entonces su presidente y jefe de servicio en el Hospital Universitario Vall d'Hebron, Santiago Ramón y Cajal.
Existen desigualdades en “calidad del diagnóstico en función de las comunidades” y preocupa el relevo generacional “por la poca exposición y visibilidad pese al papel tan relevante que juegan”. En la última oferta de formación especializada (MIR), había 133 plazas de esta especialidad de un total de 8.722. Todas se cubrieron. “El desconocimiento de esta especialidad médica se debe, fundamentalmente, a que los patólogos no tienen prácticamente relación con los pacientes, suelen ser otros médicos (oncólogos, dermatólogos, ginecólogos...) los que comparten los diagnósticos, por lo que es complejo conocer su labor”, asumen en la SEAP, que calcula que harían falta un 20% más de especialistas en España para asumir el aumento de la actividad quirúrgica.
Las especialistas y las técnicas, mayoritariamente mujeres, tardan entre dos y cuatro días en alumbrar un diagnóstico, aunque en casos urgentes puede resolverse en 24 horas. Al contrario, si hay que mirar muchas muestras o se encuentran ante casos raros, el proceso puede demorarse hasta dos semanas. “Con esto trabajamos”, dice García soltando sobre la mesa un volumen de buen grosor que es su particular enciclopedia. “Y con las llamadas a colegas”, añade. Pedir una segunda opinión, de una compañera del propio hospital o de otro, forma parte del día a día. A las comisiones semanales de tumores, donde se reúnen con profesionales de la ginecología, oncología o neurología, García tiene que llegar con un diagnóstico que afine lo más posible qué le pasa al paciente porque de ese primer paso dependerá el resto.
Cuando este medio está a punto de abandonar las instalaciones, llega un paquete al despacho de la doctora García con un sobre. Es de un paciente que ha enviado unos dulces de agradecimiento. “Y yo diciéndote que no nos conocen. Te prometo –zanja entre risas– que esto no pasa nunca”.