Cuando el 26 de junio de 1977 un grupo de lesbianas, travestis, trans y gays se echaron a la calle y ocuparon La Rambla de Barcelona, todavía eran consideradas por ley un peligro social. Al calor de los disturbios que unos años antes habían prendido la mecha del Orgullo en el bar neoyorquino de Stonewall Inn, el movimiento comenzaba a organizarse políticamente en España e intentaba dejar atrás los duros tiempos de feroz represión contra la diversidad sexual y de género en el régimen franquista.
Solo el Movimiento Español de Liberación Homosexual, formado por un pequeño grupo, entre ellos Armand de Fluviá, había logrado ponerse en marcha en la clandestinidad llegando incluso a editar una revista que lograba pasar a Francia para ser enviada de nuevo desde allí. Pero la efervescencia política tomó los últimos años de la década de los 70, que se inundó de colectivos agrupados en una Coordinadora de Frentes de Liberación Homosexual y el feminismo lesbiano empezó a irrumpir con fuerza en escena.
Fueron muchas las personas que “se visibilizaron políticamente en un territorio muy hostil. Ya en los 60 había pequeños grupos de travestis que arriesgaban mucho”, explica el activista y sociólogo Javier Sáez del Álamo, que en 1982 huyó de la homofobia de su Burgos natal para asentarse en Madrid. “No es tanto un relato de nombres propios, sino una genealogía de experiencias y grupos con mucha necesidad de organizarse”, prosigue.
La ley franquista de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que perseguía a los homosexuales y que no fue derogada por completo hasta bien entrada la democracia, fue uno de sus principales blancos. La primera manifestación del Orgullo en Madrid estaba encabezada por una pancarta que pedía su retirada. “Fue en 1978 y había bastante gente, vinieron sindicatos y partidos políticos, porque aquella fue una época de mucha movilización. Luego fue una especie de travesía del desierto hasta el renacimiento del activismo con la pandemia del sida”, explica Sejo Carrascosa, autor junto a Sáez del libro Por el culo. Políticas Anales.
La pasividad del Gobierno ante el sida
Además de la movida y una atmósfera de liberación sin precedentes, los años 80 trajeron consigo la crisis del sida y la pasividad de un Gobierno que silenciaba el problema y favorecía un discurso homófobo muy presente. “Todos teníamos amigos con VIH, así que comenzaron a crearse redes de afecto porque la falta de reacción institucional condenaba a la gente a la muerte simbólica y física”, explica Fefa Vila, directora de El Porvenir de la Revuelta, un proyecto que conjuga arte y política para rescatar la memoria del movimiento y que puede visitarse en Madrid.
Ya existía el colectivo Cogam en un intento por agrupar a las principales organizaciones gays bajo una misma voz. Allí comenzó su activismo Boti García Rodrigo, expresidenta de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Bisexuales y Transexuales (FELGTB), que ha organizado la exposición Subversivas sobre la historia del movimiento. “Abrí la puerta de la mítica librería LGTBI Berkana con muchísima vergüenza para decirle a Mili, la librera, que era lesbiana y que a dónde podía ir. Ella me dio las señas de Cogam”, recuerda.
Pronto comenzaron a convivir dos estrategias para enfrentar la crisis del sida que derivaron en dos líneas de activismo: una más propensa a colaborar con las instituciones y otra radical que apostaba por la autogestión. En ese escenario irrumpieron dos colectivos que revolucionaron la escena activista madrileña a través de la acción directa y la provocación inspirados por el estadounidense Act Up: La Radical Gai y LSD.
Irrumpe el activismo queer
queer“No nos sentíamos cómodos en los grupos más asistencialistas. Queríamos romper con la invisibilidad en la representación porque andar con remilgos hacía que la gente se muriera”, explica Vila, una de las impulsoras del colectivo de lesbianas LSD.
“La primera revolución era la supervivencia”, apunta Carrascosa, que fue activista en La Radical Gai, surgida en 1993 como escisión de Cogam. Ambos grupos volcaron gran parte de su fuerza en hacer prevención del VIH y denunciar el silencio del Gobierno a través de acciones y campañas explícitas. “Alguien tiene que hacer la prevención”, escribían en los flyers, posters y pegatinas que imprimían.
Fueron años de mucha intensidad en los que “intentábamos mariconizarlo todo, cuestionar la heterosexualidad, reapropiarnos del insulto, salirnos de las buenas formas. Era una manera de hacer política subversiva”, prosigue Carrascosa. También LSD pretendía impactar en el imaginario colectivo porque “las lesbianas aparecían como sujetos invisibles” así que “lo que hicimos fue demandar un espacio público y político”, esgrime Vila.
Esta fue época de traducciones de lo que se estaba produciendo en el pensamiento queer de puertas para fuera, lo que introdujo en España nuevos debates, y también de fanzines publicados por los propios colectivos. Tanto LSD como la Radical Gai tenían el suyo (Non Grata y De un Plumazo), a los que más tarde se unió Bollus Vivendi, del grupo Las Goudous, que nació a mediados de los 90 en la recién okupada Eskalera Karakola, que todavía pervive en Madrid, con la idea de crear colectivos de lesbianas en el feminismo.
Rescatar la memoria
También la FELGTB, que en 2017 cumple 25 años, se había constituido ya porque un gran número de asociaciones se habían ido formando en diferentes comunidades autónomas. La universidad comenzaba a ser un espacio en el que articular el activismo LGTBI con la primera asociación, creada en la Universidad Complutense de Madrid (UCM) en 1994, llamada RQTR.
Las organizaciones se dedicaban fundamentalmente a la prestación de servicios desatendidos por las administraciones, como la educación en salud sexual y “pronto comenzamos a reivindicar una ley de parejas de hecho, que luego se convirtió en la del matrimonio porque nos dimos cuenta de que pedir una ley menor era consagrar nuestra desigualdad”, insiste Boti.
En la agenda de los grupos queer minoritarios, explica el también activista de la Radical Gai Javier Sáez, no estaba esta demanda: “Nuestro discurso no se basaba en pedir leyes al Estado. Nos interesaba la autogestión y estábamos preocupados por la precariedad, el feminismo o la insumisión al servicio militar”. Carrascosa coincide al hablar de las alianzas con otros movimientos, como el okupa, y la presencia en otras luchas. “Si había una huelga allí estábamos nosotros para gritar 'la patronal es heterosexual'”, ejemplifica.
Aún así, para Sáez, “las peticiones al Estado del movimiento más oficial tienen sentido”, pero “no era nuestra forma de hacer política”. Para Boti, la luz verde al matrimonio igualitario tuvo mucho que ver con que “la clase política nos escuchó porque eramos una sola voz”, dice la activista, que recuerda “haberse aprobado con una sociedad convencida de que lo merecíamos. Allí estábamos, con un alto responsable del Gobierno de Aznar ofreciéndonos una ley de parejas de hecho lo más amplia posible a cambio de renunciar al matrimonio. Y nos negamos”.
40 años después de la primera manifestación LGTBI, los cuatro activistas reclaman la necesidad de hacer memoria y rescatar la experiencia colectiva de la disidencia sexual y de género, que pocas veces es nombrada y no suele aparecer en las páginas de Historia. Con esta intención ha imaginado Sáez un metro en el que las paradas son activistas o colectivos trans, gays, lesbianas o bisexuales: “Aquí tienes a 300 personas LGTBI y queer, pero podríamos llenar todos los metros del mundo. Estamos por todas partes. No nos van a volver a meter en el armario. Hemos ocupado el metro. Somos muchas, estamos organizadas, tenemos fuerza y dignidad. Hemos ocupado Madrid”.