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Memoria del Preventorio de Guadarrama: “Era un campo de concentración para niñas en el franquismo”

Victoria –segunda por la derecha– en el Preventorio de Guadarrama. |

Juan Miguel Baquero

El Preventorio de Guadarrama “era un campo de concentración para niñas en el franquismo”, dice Victoria Madrera Pareja. Ella tenía 13 años cuando penó seis meses en el centro ubicado en la sierra de Madrid. Le dijeron que ahí estaría protegida contra enfermedades como la tuberculosis infantil. Pero muchas internas describen la estancia como “una cárcel” como “venganza” contra los derrotados en la guerra.

“Le dicen Guadarrama, pero esto es Guardamarrana, porque sois piaras”, escupía una monja a las niñas, según el relato de Victoria (76 años). La dictadura de Francisco Franco edificó una suerte de caridad adiestradora en diversos sanatorios y colegios desplegados por España. Con especial énfasis en el obligado 'sumisa y devota' femenino.

Las malsanas condiciones de estas “cárceles para niñas” hacían del día a día un discurso claustrofóbico, según denuncian las víctimas. La imputación forma parte de la única causa judicial abierta en el mundo contra los crímenes franquistas, la Querella Argentina. En los testimonios quedan reseñados las vejaciones y malos tratos que los curas y cuidadoras ejecutaban en unas instalaciones que dependían del Patronato Nacional Antituberculoso.

Victoria, como otras “compañeras”, no quiere que estas historias queden en el olvido. “A los desmanes allí ocurridos nunca se le puede aplicar el borrón y cuenta nueva, como ha sucedido, por eso quienes niegan esa verdad lo hacen para evitar esa realidad incómoda”, relata.

“Seis meses de estupendas vacaciones”

“Me da asco cuando recuerdo lo que pasamos”, asegura. Pero es necesario combatir la desmemoria, asiente. Por eso quiere contarlo. Victoria Madrera recibe a este periódico en su piso de Sevilla, con la vista puesta en el recuerdo impuesto en el internado franquista de la sierra madrileña. Tiene “todo escrito”. Más de “100 páginas”.

Y arranca. “En marzo de 1956 fui seleccionada por la superiora de mi colegio” sevillano. El destino era el Preventorio Doctor Murillo de Guadarrama. “La causa, estar muy delgadita”, apunta. “Después de seis meses de estupendas vacaciones volvería rolliza y muy guapa”.

Pero eso era solo la publicidad de la dictadura de Franco. El escenario sería, asegura, muy diferente. “Fueron seis meses sin salir”. Victoria retiene el aliento. “Han pasado 63 años y me sigo emocionando”, respira. “Y lo peor es que se ha quedado sin justicia, que es lo que te rebela. Ni en la democracia se ha hecho nada… y esto con niñas, por dios”.

Aquella “cárcel infantil” supuso un impacto vital. Ante las niñas se alzaba “un caserón tétrico de piedra fría y oscura” como visión primeriza. De puertas adentro, Victoria atestigua escenas de violencia contra las menores, de vejaciones, de comida pobre e higiene escasa y de sometimiento y trabajo forzado.

De comer, “legumbres con gorgojos”

Guadarrama dejó huella en Victoria desde su entrada en aquel mes de marzo del 56. “Todas tuvimos que cortarnos el pelo y con la cabeza cubierta de polvo blanco y una toalla nos mandaron a la cama, tuviéramos o no piojos”. Era la primera noche cuando, como todas, “el sueño fue interrumpido bruscamente por unas palmadas y luces encendidas”.

El “alboroto” de las cuidadoras despertaba a las niñas. El objetivo era “invitarnos a orinar, a toda prisa”. Una tal “señorita Julia”, matiza, contaba: “Vamos, vamos, una meadita rápida. Una, una y media, dos, dos y media, tres menos cuarto y tres. Fuera, fuera. A la cama”.

“Y era tan desalmada que la infeliz que mojara la cama” recibía un castigo colectivo: “recurrían a técnicas tan inhumanas como acercar una cerilla al culito y obligar a las demás a gritarle 'meona, meona', hasta el cansancio”, asegura. “Casi siempre se orinaban una o dos niñas y el sufrimiento lo tenían asegurado”, sumado a un aseo “raquítico” porque las duchaban “una vez a la semana, los sábados, y usaban estropajo y jabón verde”.

Luego, el primer desayuno consistió “en una especie de engrudo sin identificar, una rebanada de pan rancio con mantequilla y un vaso de leche en polvo con sus grumos y un intenso sabor amargo”. Un menú repetido durante medio año. Como los almuerzos o cenas: “Legumbres con gorgojos –plagas de insectos en alimentos vegetales– o una papilla nauseabunda”.

La comida “producía arcadas y vómitos” a muchas niñas. La respuesta de las cuidadoras era radical. “Lo más cruel que recuerdo es un día que salíamos del 'comedero' y vimos a una niña de cinco añitos que llamaba a su madre, ”mamá“, con la garganta atorada con la incomestible comida que vomitaba y los gritos de ”puerca, puerca, te lo vas a tragar y…“. Victoria se emociona.

“Expertas en lavar cerebros infantiles”

“Te vas a tragar tus vómitos, cacho puerca”, les decían. “La impotencia de tener que dejar a esa inocente criatura bajo la zarpa de aquella depredadora de infancia me atormentó mucho tiempo”, dice Victoria subrayando el episodio de “la niña de cinco añitos”. Porque ella era “mayor, con 13 años, y lo recuerdo todo con más claridad”.

Tiene la memoria “fresca”, desde aquel primer día en Guadarrama. “Antes de desayunar nos llevaron al patio, donde nos enseñaron a cantar un Cara al sol desconocido, y un rezo del Rosario bajo la batuta de don Lauro, el capellán, persona desagradable, de sotana y capa vampiresca”, describe Victoria.

Los sanatorios infantiles del franquismo, igual que los colegios para niñas pobres, estaban diseñados para perpetuar la “venganza” contra los vencidos en la guerra civil. “Para anularnos solo necesitaban conocimientos fascistas, y hacerse expertas en lavar cerebros infantiles con jabones de sumisión patriótica y estropajos clericales”, define.

Era el perfil habitual. “Solo una ínfima minoría de cuidadoras no estaba de acuerdo con aquella educación del nacionalcatolicismo”. Como “una que se llamaba Leo”, recuerda con “mucho cariño”. Leo “nos leía Platero y yo”, de Juan Ramón Jiménez, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1956. El mismo año que Victoria ingresaba en Guadarrama.

A las internas las clasificaban por colores, con una cinta en el pelo según la sala donde dormían. “La mía era rosa”, dice. En los “campos de concentración para niñas” había también “una zona para las ricas y otra para niñas pobres, algunas con el padre en la cárcel por ser republicano”.

Bordar “ajuares para ricas”

Una “ignominia” que no podían contar a sus familias “porque las cartas eran abiertas y censuradas con tachones o no llegaban nunca”. Sus padres, Manuela Pareja y Antonio Madrera, no conocieron la verdad hasta que Victoria regresó a su casa. Como la violencia. “A mí me pegaron dos veces. Poco”, matiza, para las vejaciones que veía a diario.

Los padres de Victoria pensaban que la dictadura les hacía casi un favor. No conocían a “una tal señorita Lourdes que era de Vigo y disfrutaba ridiculizando mi acento andaluz”, recuerda: “Sevillana, fulera, no sabes ni pronunciar, y tu madre que clase de madre será que ni siquiera enseña a hablar a su hija como las personas”.

Manuela y Antonio no sabían, por ejemplo, que la buena maña de su hija para bordar sería usada como trabajo forzado. “Sí, me ponían a coser, eran ajuares para ricas, supongo, nunca nos dijeron para quienes estábamos cosiendo”, reconoce. Una pieza tras otra, “manteles, servilletas”. Y luego otras. “Nos ponían a las que sabíamos bordar”.

Victoria no olvida. “Ni perdono”. Porque la democracia española “nunca ha hecho justicia”, reivindica. “Y la gente tiene que saber todo lo que pasó”. Victoria, hoy, sigue conservando la “la aguja de hacer croché o ganchillo y el canutero donde guardaba las agujas”. Pone los objetos sobre una mesa de camilla con un tapete blanco elaborado con sus manos. Al lado coloca las “cinco fotos” que conserva de su estancia en el Preventorio de Guadarrama. “El resto que tenía las rompió mi madre”. Después de saber lo que ocurría en aquel “campo de concentración para niñas en el franquismo”.

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