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ENTREVISTA | Santiago Agrelo (arzobispo de Tánger)

“El miedo al emigrante da votos, y los votos son poder”

“Es escandaloso que los cristianos hayamos armonizado tranquilamente comulgar con Cristo y dejar morir a los pobres, honrar crucifijos –colgarlos en las paredes– y crucificar cristos –ahogarlos en el mar o martirizarlos en todos los caminos–”. El arzobispo de Tánger, el español Santiago Agrelo, publicaba hace pocos días esta frase en Twitter. El prelado gallego es uno de los más críticos con la política migratoria basada únicamente en el control de fronteras, las concertinas y el odio al extranjero, y también con aquello que, desde la emisora de los obispos españoles, jalean la idea del miedo al extranjero. Hablamos con él.

¿Hasta dónde hemos llegado para que políticos que se autoproclaman como católicos como Salvini en Italia o Pablo Casado en España practiquen políticas de odio y rechazo al inmigrante?

No me compete el juicio sobre las personas, pero sí el análisis de los hechos: es una constante en la historia del cristianismo, que, si el evangelio se lee desde los intereses del poder y no desde las necesidades de los pobres, se traiciona, se pervierte, y se hace escándalo lo que nació como salvación para los pobres. Lo normal, lo inevitable, es que el maridaje evangelio-poder sea una conformidad de conveniencia: 'París bien vale una misa'. Mi comentario en Twitter tenía como trasfondo un hecho que me resulta escandaloso, repugnante e indignante: la misma persona que a los barcos de las ONG, con su carga de cristos vivientes, les impide acercarse a puertos italianos, a renglón seguido pretende honrar por decreto a Cristo colgando crucifijos en los edificios públicos del país. Esa es una incoherencia blasfema: Cristo no vino al mundo para sí mismo sino para los pobres.

¿Corremos el riesgo, en Europa, de que se exporten estas políticas xenófobas? ¿Existe un odio al inmigrante en Europa?

Todavía no se ha llegado a la situación de decir: 'negros no'. No se exhiben todavía las esvásticas. Todavía le hacemos al pudor la concesión de asegurar que no somos racistas. Pero lo que ya nadie esconde, lo que ya exhibimos, cultivamos y exportamos es el miedo, la desconfianza. En el lenguaje de la política y en el de la comunicación, de manera continuada y falaz se presenta al emigrante como peligroso, como una amenaza para nuestro bienestar, para nuestra seguridad, para nuestro futuro. Para el lenguaje habitual no hay emigrantes sino delincuentes, asaltantes, violentos, mafiosos, narcotraficantes… Si no se nos hubiese alertado, diría que exhibimos, cultivamos y exportamos miedo al extranjero, miedo al gitano, miedo al musulmán, miedo al desconocido… Pero alguien, creo que con mucha razón, dijo que “sólo tenemos miedo a los pobres”, y creó la palabra para designar ese miedo: “aporofobia”. Y esa fobia se exporta hacia todos los puertos posibles. De ese miedo al pobre son víctima en primer lugar los emigrantes. Y entre el miedo y el odio yo no sabría medir qué distancia hay, pero se me antoja que es muy poca.

El nuevo líder del PP ha señalado que llegan a España “millones de inmigrantes”. ¿Es esto real?¿Es cierto el bloqueo en la frontera sur? ¿Hay un efecto llamada?

Yo no sé cuántos emigrantes han llegado a España en los últimos 50 años, como no sé cuántos españoles, en esos mismos años, han salido de España. Sé que la humanidad se mueve. Creía saber que emigrar era un derecho fundamental de toda persona humana, pero evidentemente estaba equivocado: Emigrar es privilegio de algunos y no derecho de todos.

Sobre esos 'millones de emigrantes' que supuestamente van a llegar a España, se sugiere que aquí no hay sitio para todos, que vienen a comerse nuestro pan, a llevarse por delante el estado de bienestar, la seguridad, la tranquilidad, el dinero de las pensiones… lo mismo que se puede decir que vienen a multiplicar nuestro pan, a garantizar la sostenibilidad de nuestra forma de vida y el fondo de las pensiones. Tengo que preguntarme por qué los políticos, teniendo claro que la emigración es un derecho universal, la presentan como una amenaza y gastan miles de millones de euro en impedirla. Y sólo encuentro una respuesta plausible: el miedo al emigrante da votos, y los votos son dinero, son futuro, son poder.

Si en la sociedad hubiese una conciencia acogedora con los emigrantes, los políticos tendrían otro lenguaje y propondrían otras opciones. Pero más allá de eso, la impermeabilización de las fronteras, por sí misma, es otro gran negocio, un pozo sin fondo de recursos humanos y económicos: miles de millones de euros para países a los que se contrata como gendarmes externos de las fronteras de Europa. Me pregunto qué hubiera pasado si esos recursos hubiesen sido empleados en acoger emigrantes y no en rechazarlos.

Usted se muestra muy crítico con las concertinas y otros medios para frenar la llegada de inmigrantes. ¿Qué suponen estas concertinas? ¿Qué efecto producen en las personas que quieren llegar hasta Europa?

Las concertinas son la evidencia de que las fronteras son más importantes que las personas. A la integridad de la frontera se sacrifica la integridad de la persona. En nuestras sociedades la persona ha dejado de ser un valor absoluto para ser objeto de transacción, según la conveniencia de unos y otros. Detrás de las concertinas está la idea de que nosotros somos los dueños de una mercancía llamada emigrantes: los traemos, los llevamos, los utilizamos, los explotamos económicamente, sexualmente, los desechamos y ¿por qué sencillamente no matarlos? Ya me han llegado mensajes que van en esa dirección.

Las concertinas suponen una degradación del ser humano a la condición de animal peligroso del que hay que protegerse; son una trampa en la que desearíamos quedasen atrapados todos esos indeseables que intentan acercarse a nosotros. Las concertinas son la evidencia de la manipulación política y mediática a la que está sometida la sociedad, una sociedad que jamás permitiría esas trampas para un animal, y que se queda del todo indiferente, si no es que aplaude, cuando esas trampas se utilizan para atrapar a jóvenes en busca de futuro.

Usted ha visto morir y ha tenido que enterrar a muchos inmigrantes. ¿Qué siente cuando ve por televisión, o escucha en la radio, que personas mueren ahogadas porque nadie las rescata?

No es fácil dar nombre a los sentimientos, porque se mezclan muchos en el mismo momento. Horror, porque me veo a mí mismo en cada emigrante que se ahoga; no puedo evitarlo, y es un sentimiento que va más allá del tiempo de una notica: ese horror se queda conmigo. No me pidas que describa lo que siente una persona que ha luchado por vivir, por sobrevivir, por todo, y que se ve morir porque otros, supuestamente humanos, supuestamente cristianos, le han cerrado el paso en el camino de la vida. Decepción, frustración, dolor… me pregunto con angustia si para el emigrante que se ahoga todavía será posible la fe, si todavía será posible el abandono en el amor del que hemos nacido. Es intolerable que un muerto rico sea importante y mil muertos pobres no importen a nadie.

Algunos suelen identificar a los inmigrantes con delincuentes. ¿Qué hay detrás de esa afirmación?

Es una afirmación interesada, como lo era la del nazismo que presentaba a los judíos como enemigos del pueblo alemán. Es el mismo procedimiento infame, miserable, despiadado, nauseabundo, que busca deformar al hombre en monstruo, para que lo despreciemos, lo temamos y lo eliminemos. Jamás permitirías que a tu hermano o a tu hijo o a tus amigos se les condenase al hambre, a la mendicidad, a la intemperie o a la muerte. No permitirías siquiera que eso se hiciese con tu mascota. Es esta crueldad infame de los nombres lo que explica que los emigrantes mueran a millares y que la sociedad permanezca indiferente o lo encuentre normal.

¿Cuál debe ser el papel de la Iglesia, el que propugna el Papa Francisco o el que se defiende desde los foros católicos más reaccionarios?

Llevar al ámbito de la Iglesia la reflexión sobre los comportamientos con los emigrantes es llevarla al ámbito de la fe en Cristo Jesús. Muy lamentablemente, a fuerza de poner la mirada en el más allá, nos hemos olvidado demasiado del más acá, y cuando nos fijamos en éste, la mirada ha sido increíblemente selectiva: hemos dedicado más tiempo a las alcobas que al comedor. Ni un solo cristiano aceptaría un sufrimiento en la frontera si no hubiese olvidado que en la frontera sufre Cristo en quien cree y a quien ama. Y la responsabilidad de ese olvido blasfemo la tenemos sobre todo los pastores, los predicadores, los maestros. En una homilía, en una tertulia radiofónica, en una conversación, una sola palabra de comprensión o de justificación del sufrimiento de los pobres, es una palabra de condena que pronunciamos sobre el cuerpo de Cristo. No puedo olvidar, sin embargo, que cuando condeno al pobre, me condeno a mí mismo.