Sevilla. Semana Santa de 1939. José Millán Astray, célebre fundador de la Legión española, participa en los primeros desfiles tras la Guerra Civil, que acaba de zanjarse el 1 de abril. En concreto, preside la procesión del Cristo de la Buena Muerte. El silencio en las calles es una de sus marcas de identidad, pero Astray se propone “rebautizarla” incorporando las marchas de la banda de legionarios. A cada nota musical, un puñado de silbidos. Pese a la flamante victoria del ejército sublevado, los sevillanos no negocian ni sus tradiciones, ni la libertad de expresión: el malestar es evidente en las calles. El militar, indignado, abandona Sevilla y se lleva a sus músicos a la vecina Málaga. Nunca volvería.
Aquel lejano fiasco es solo un ejemplo de la táctica de la dictadura franquista de controlar, “nacionalizar” y rebautizar las fiestas populares desde el primer día de la posguerra. También, de la importancia de estos ritos como identidad del pueblo ¿Con qué objetivo? “El régimen no solo se consolidó a partir de elementos negativos como el miedo o la represión, sino también apropiándose de algo tan positivo como la afirmación de las identidades locales a través de sus fiestas”. La respuesta corresponde al profesor extremeño César Rina, quien junto a su colega granadino Claudio Hernández Burgos, acaba de publicar el libro El franquismo se fue de fiesta (Universidad de Valencia).
La obra es un compendio de artículos de autores que han investigado la actitud de la dictadura frente a las celebraciones festivas, con una conclusión común: el franquismo llevó a cabo “una labor represiva y depuradora” y, una vez en el poder “se integró en los imaginarios locales de cada lugar para hacerse pasar por un régimen benefactor, que respetaba las ideas del pueblo, la idiosincrasia del país”. Así sucedería con las Fallas, la Semana Santa o los Sanfermines, estos últimos envueltos en marcados matices.
“No fue el instrumento más efectivo de todos, pero sí una herramienta interesante”, opina Claudio Hernández. ¿Dio sus frutos? “Sí, pero parcialmente —continúa el profesor—. Lo que intentó con las fiestas populares era difícil, consistía en cambiar y reformar el contenido, nacionalizarlas, una práctica característica de los fascismos”. Los casos son incontables, aunque algunos son especialmente ilustrativos. “Desde 1939, Franco intenta construir un modelo fascista de las Fallas valencianas, nacionalcatólico y folclorista, pasado por la órbita religiosa y la censura”, profundiza César Rina. Hasta el traje de las falleras debía acomodarse a los ideales del régimen.
Fiasco con sabor a carnaval
El dictador se apropió de las patronas de ciudades y pueblos, e impulsó la celebración de fechas clave para el alzamiento, modificando así el calendario y la rutina de los españoles. Pero no todo fue una alfombra roja. No fue suficiente que el franquismo tuviese una información directa y profunda de las fiestas que gustaban al país. Hubo algunas cuyo componente crítico, satírico, se le atragantó al régimen, al punto de poner en peligro la continuidad de algo tan vivo en la actualidad como el Carnaval de Cádiz.
“El carnaval tenía difícil encaje, tradicionalmente había sido una fiesta muy subversiva y la Iglesia llevaba siglos persiguiéndolo”. Mientras la mayoría de las celebraciones del país se tintaban del deseado nacionalcatolicismo, la fiesta gaditana sería prohibida… aunque solo por un tiempo. Todo gracias a la maniobra de un alcalde de la ciudad andaluza, que aprovechó la obsesión del régimen por el despertar del turismo a partir de los años cincuenta: el regidor cambió nombre y fecha a la celebración “para que nadie se enfadara” y “vendió” el gancho del acontecimiento popular de Cádiz para salvar disfraces y chirigotas.
Sucedió algo parecido con el Corpus de Granada. El profesor de la Universidad de Granada Claudio Hernández Burgos conoce de primera mano lo que ocurrió en la ciudad de la Alhambra, que también desafió a la dictadura. La celebración incluía “unas viñetas satíricas denominadas carocas, que criticaban algún aspecto de la política local”. El historiador constata que “fueron prohibidas hasta 1952” porque “el franquismo no estaba dispuesto a tolerar ninguna burla”.
Y es que al régimen no le gustaba que algo estuviese fuera de control, menos aún que ese elemento moviera a la risa o a la mofa. Un temor compartido por la propia Iglesia. Relata Hernández Burgos que el día de la Cruz —que Granada sigue celebrando el 3 de mayo— “siempre tuvo un ambiente festivo; la Iglesia intentó que estuviera marcada por la austeridad, pero nunca consiguió que la gente dejara de bailar y divertirse”. Un temor, una actitud, cambiantes en todo caso. El historiador precisa que la etapa de los cuarenta difirió sensiblemente de los sesenta. “Al principio, en los años duros, el franquismo pasó el rodillo aplastando el fervor de la gente, pero décadas después, las expresiones populares críticas comenzaron a emerger y finalmente, en los sesenta, reverdecieron”, apunta.
La lucha por la Semana Santa
Corre el año 1943. Franco y su mujer Carmen Polo se pasean por la Feria de Sevilla en un coche oportunamente engalanado. Llama la atención que, desde el inicio de la dictadura, el franquismo “supo identificar rápidamente las particularidades de cada ciudad, de sus ritos festivos”. El profesor Rina afirma sin titubeos que “se apropió de ellos convirtiéndolos en momentos de exaltación del régimen”.
Pero, por sorprendente que parezca, la pelea por apropiarse de rituales tan populares como la Semana Santa en Andalucía ya se había librado en la II República. Entonces, “la izquierda se apoyó en la celebración como elemento popular”. Cuenta César Rina que el Gobierno democrático abordó las procesiones como “una interpretación que el pueblo hacía de lo sagrado”, lejos de un acontecimiento pura y exclusivamente religioso. Sobre esa base, la República se lanzó a su conquista, “hizo suyas las procesiones y las llegó a subvencionar”, añade.
Cuando el franquismo llega al poder, el proceso se revierte. Queipo de Llano, que había sido republicano en la etapa anterior y “nunca asistió a una misa”, cambia de actitud. Los autores de la investigación narran cómo el militar “inició el golpe en Sevilla, venció y se apropió de un gran icono local, la Macarena”. Ha pasado casi un siglo de aquello y el general continúa hoy enterrado en la basílica de la Virgen sevillana. Claro que también hubo tensiones entre franquistas y clérigos. “Los cardenales sevillanos se enfrentaron a los falangistas, que saludaban los pasos alzando el brazo a la romana como si Jesús fuese su jefe”, apunta Claudio Hernández Burgos, cuando los religiosos “únicamente querían que los fieles agacharan la cabeza o se arrodillasen”.
De cualquier modo, la práctica y sus resultados no parecía desagradar a la dictadura. “Para consolidarse, el franquismo no necesitaba el BOE”, sostiene Rina. En su lugar, el general Franco dio orden de acudir “a la pulsión local, al tuétano: la manera de socializar y de crear comunidad era a través de los ritos festivos”. De hecho, y aunque no hay declaraciones concretas que lo constaten, la investigación concluye que era la Semana Santa una de las celebraciones predilectas del generalísimo.
La batalla de las autonomías
¿Qué ocurrió con las fiestas tras la dictadura? El libro El franquismo se fue de fiesta no aborda la etapa posterior al régimen, pero sus autores apuntan algunas ideas interesantes que pronto podrían dar lugar a otra investigación. Por lo pronto, destacan el proceso de turistización de las fiestas que se dio en la segunda etapa de la dictadura, cuando el ministro Fraga inauguraba un parador de turismo un día, y al otro también. Bajo esa especie de mantra —abrir España a los turistas— se produjo una especie de “todo vale”.
Al llegar la Transición se produjo un fenómeno paralelo en el terreno festivo. “Fue una transición dulce, no tan dura como en lo político y social: lo que había entonces eran ganas de divertirse”, comenta Hernández Burgos. Su colega Rina añade otro aspecto clave: el proceso de afirmación de las comunidades. “Cada autonomía comienza a construir su hegemonía cultural a partir de las fiestas”, apunta. Un caso evidente: de nuevo, el andaluz. Décadas atrás, ya se habían reivindicado regionalismos en lo festivo, aunque no en contra del Estado, sino como parte indisociable.
Todo vale, incluso reivindicar a un republicano
Caso diferente fue el fenómeno de los Sanfermines. Antes que el franquismo, hubo un personaje que se adueñó de la fiesta navarra. Sí, el célebre Ernest Hemingway llegó a Pamplona en los años veinte cuando aún era un joven corresponsal. Fuertemente conmovido, el futuro premio Nobel comenzó a popularizar los Sanfermines al otro lado del Atlántico, hablando de una mezcla de “deporte” y “carnaval” que hacía “palidecer” todo lo visto hasta la fecha. Hemingway le echó el lazo a los encierros: “Pamplona es, por tanto, la ciudad del mundo en la que los toros se viven con mayor intensidad”.
En El franquismo se fue de fiesta, el historiador Francisco Javier Caspistegui recoge cómo Hemingway hizo accesible la celebración navarra a través de su primera novela, The sun also rises (Fiesta). El aperturismo español de los cincuenta impulsó la llegada de jóvenes norteamericanos, que querían comprobar si lo que contaba el escritor era cierto. Para entonces, dice Caspistegui, España ya no pudo resistirse ante “un componente especialmente atractivo para el régimen: su repercusión en Estados Unidos”. Poco importaba si, por el camino, el franquismo debía homenajear —como finalmente hizo, por su labor de divulgación— al premio Nobel, un declarado defensor de la República española.
Sanfermines, Fallas, Semana Santa. Todos ejemplos que confirman, como sostiene el historiador César Rina, que quizá Unamuno “se equivocó” en su famoso vaticinio: “Venceréis, pero no convenceréis”. “Nuestro libro afirma que la intención del franquismo desde el primer instante fue de convencer, no solo de vencer. No solo en lo ideológico ni en el nacionalcatolicismo, sino también a través de una pulsión popular muy intensa en los imaginarios de cada ciudad”.