2034: El reto de imaginar el futuro
- El mundo: amenazas, incertidumbres y ¿optimismo?, por Iñigo Sáenz de Ugarte
Entre 1990 y 2015 el número de quienes viven como migrantes en el planeta se incrementó en cerca de 100 millones de personas, hasta alcanzar los 245 millones actuales. Una buena parte de este crecimiento fue absorbido por los países más desarrollados en forma de movilidad laboral, pero las economías emergentes experimentaron a partir de 2005 llegadas cada vez más abundantes de inmigrantes. Mientras tanto, el desplazamiento forzoso y masivo de poblaciones derivado de los conflictos, la persecución y las necesidades extremas ha alcanzado recientemente la cifra récord de 65 millones de personas, tres veces más que a principios de los años noventa. La inmensa mayoría de este grupo se encuentra atrapada en las regiones más pobres del mundo.
No existen razones para pensar que esta tendencia vaya a cambiar en las próximas décadas, más bien al contrario. De acuerdo con el Norwegian Refugee Council, los desplazamientos derivados del cambio climático y los fenómenos naturales extremos, por ejemplo, podrían doblar pronto el número actual de refugiados. La Organización Internacional de Migraciones estimó que en 2050 el número de migrantes internacionales superará los 400 millones, con un ritmo de crecimiento que multiplica por dos el previsto para el conjunto del planeta. Las cifras coinciden con el deseo declarado de la población mundial en el índice Gallup sobre migración potencial neta (2017): si todos los adultos del mundo que quieren moverse pudiesen hacerlo, la población de la UE crecería un 21%, la de América del Norte un 54% y la de Australia y Nueva Zelanda se multiplicaría por dos veces y media.
El futuro es un planeta en movimiento. Todas las variables que determinan la movilidad humana tienden a intensificarse o consolidarse en los próximos años, empezando por la brecha de ingresos y oportunidades que está en la base de los factores de empuje. La certeza de esta oportunidad de progreso, unida al poderoso efecto llamada del envejecimiento de los mercados laborales en los países desarrollados, así como la existencia de diásporas que amortiguan las dificultades de adaptación y de tecnologías que reducen el coste de la información y el transporte, hacen de la movilidad humana un fenómeno irresistible. La magnitud y sofisticación crecientes de los mecanismos de control migratorio en los países de destino han demostrado que pueden hacer el proceso más largo, caro y cruel, pero nunca detenerlo.
El coste de esta deriva comienza a ser insoportable. En su empeño por evitar como sea la llegada de más inmigrantes, democracias de alto standing como las europeas ignoran las mismas normas de protección internacional que tardaron décadas en construir. Este diario informaba el pasado mes de junio que el número de muertos contados en el Mediterráneo desde 2014 se acerca ya a los 15.000. Otros muchos millones están atrapados en vidas indignas, hacinados en campos de refugiados o escondidos como inmigrantes irregulares dentro de Estados que establecen derechos fundamentales de acuerdo al color de un pasaporte.
Desde un punto de vista práctico, las rigideces impuestas a la movilidad de extranjeros impiden a los mercados laborales adaptarse con naturalidad a las variaciones de la oferta y la demanda. Este sistema de puerta estrecha es sencillamente insensato: impide durante los años buenos la llegada legal de los trabajadores que precisan nuestras economías y los atrapa durante los años malos por el simple hecho de no garantizar oportunidades futuras. Sus consecuencias devastadoras para el progreso de los países de origen, los de destino y los propios migrantes han sido denunciadas por voces tan dispares como Mark Zuckerberg y el Papa Francisco.
El futuro de las migraciones es una encrucijada. Por un lado, las principales naciones de destino tienen la posibilidad de seguir cavando más hondo en el mismo agujero. Esta es una opción probable en el corto plazo, porque el eje del debate público se ha traslado de tal modo hacia el nacionalismo que la “resistencia” migratoria es exactamente eso: un ejercicio defensivo en el que nos vemos obligados a reaccionar frente a las violaciones de derechos y desmontar afirmaciones que ignoran las evidencias económicas y sociales, como el hecho de que la llegada de trabajadores extranjeros no ha supuesto una depreciación de los salarios de los nacionales, tampoco en los niveles de cualificación más bajos. Si las hipótesis descritas arriba son ciertas, este camino equivale a una intensificación de los flujos irregulares y a una erosión creciente de las normas y mecanismos de protección de los desplazados forzosos.
La alternativa es tomar la ofensiva y empezar a hablar de lo que nos gusta, además de lo que detestamos. El desafío comprende al menos tres niveles. El primero de ellos es aguantar las líneas, garantizando que convenciones como la de los Refugiados (1951) o la de los Niños (1989) valgan algo más que el papel en el que están escritas. Como veremos este otoño con la reforma del modelo de asilo que discutirá la UE, el futuro es ese lugar en el que no podremos dar nada por sentado.
El segundo nivel se refiere también a la protección durante el desplazamiento forzoso, pero afecta a un numero de desprotegidos mucho más amplio del que las normas actuales reconocen. Son los que el profesor de Oxford Alexander Betts ha denominado migrantes de supervivencia, un grupo que incluye a los refugiados de hoy pero que se extiende a las víctimas de otros motores de expulsión como la fragilidad institucional o los fenómenos naturales extremos. La expansión del derecho de protección internacional para considerar estas categorías constituye uno de los principales retos de la regulación migratoria futura.
Pero queda un tercer nivel, que es el que hoy afecta a nueve de diez cada migrantes del mundo: el de la gobernanza de la movilidad por razones económicas, un desafío del siglo XXI que se rige por normas del XIX. Congelados por la radioactividad electoral que rodea este asunto, los gobiernos que dominan la escena global han sido incapaces de desarrollar en el campo de las migraciones el tipo de instituciones y acuerdos multilaterales que han permitido afrontar desafíos como el comercio internacional, la persecución de crímenes contra la humanidad o la lucha contra el calentamiento global.
En la era de Trump, May y Orbán, cualquiera de estas cuestiones parece una quimera. Pero la historia demuestra que los tiempos de disrupción extrema pueden ser aprovechados para plantear reformas que antes parecían inconcebibles. Al fin y al cabo, el origen del multilateralismo moderno es el resultado de dos guerras y un período de nacionalismo extremo. Este es el momento en el que podemos decidir el futuro de las migraciones.
- El mundo: amenazas, incertidumbres y ¿optimismo?, por Iñigo Sáenz de Ugarte