En la Valladolid franquista: “Cuando Don Ricardo me dijo el nuÌmero de fusilados, a miÌ me parecieron pocos, pues se daban cifras mucho maÌs altas. Entonces eÌl me aclaroÌ, ”estos son los fusilados con asistencia religiosa, juicio, etc., pero los paseados, sin asistencia de ninguna clase, se cuentan por miles. El riÌo va rojo de sangre. La crueldad a la que se ha llegado es una locura. Dios nos ha dejado de su mano“. Se le veiÌa atormentado. Creo que murioÌ pronto de pena”.
En el Madrid republicano: “Se habla de registros en las casas y por la menor sospecha detienen a la gente. Una palabra de descuido puede ser causa de graves consecuencias. Todos los diÌas en los barrios extremos aparecen los cadaÌveres de gentes asesinadas en la noche”.
Estas son dos anotaciones realizadas durante la guerra, en sus respectivos diarios, por dos mujeres españolas. Carlota y Fernanda García del Real eran hermanas de una familia acomodada. Eran liberales, cultas, laicas y a la vez creyentes. El azar quiso que el golpe de Estado de 1936 provocara que cada una de ellas quedara a un lado de la frontera levantada por las armas aquel 17 de julio.
Ambas decidieron tomar nota de lo que vivieron a partir de ese dramático momento. “Yo me quedeÌ como petrificada. No sentiÌ ni tristeza, ni alegriÌa, ni miedo, ni confianza. Nada. PenseÌ que se debiÌa a ese estado psicoloÌgico en el que dicen que la mujer embarazada no tiene sensibilidad maÌs que para el hijo que lleva en las entranÌas. No seÌ lo que pasoÌ, pero siÌ seÌ, que todo fue como un suenÌo”.
Con esta sencillez y franqueza describió Carlota el momento en que se enteró de la sublevación. Se encontraba en Panticosa, localidad que cayó desde el principio en manos de los rebeldes. Esperaba un hijo de su marido que estaba en zona republicana y al que no volvería a ver hasta tres años después.
Su hermana Fernanda también quedó “al otro lado”, en la ciudad de Madrid donde fue testigo de la violenta reacción que provocó la sublevación militar: “Subimos a la terraza, desde donde vemos el resplandor de las hogueras que aumenta constantemente. No se hace nada por detener el fuego ni a los incendiarios. Por el lugar de cada resplandor calculamos de que iglesia o convento puede tratarse: San Isidoro, San AndreÌs..., pensamos en las obras de arte que pueden destruirse en cada una. Pensamos que la furia seraÌ pasajera y que quizaÌs la destruccioÌn no sea tan grande”.
Esta llaneza, esta objetividad, esta mirada de mujeres que además no eran militantes, ni combatientes es la que fascinó al catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela Lourenzo Fernández: “La historia de las hermanas García del Real no es la historia, pero es su historia”, resume a eldiario.es.
Según Fernández, los ciudadanos en general y los historiadores en particular cuentan con muchos testimonios de hombres y algunos de mujeres que combatieron o militaron activamente en uno de los dos bandos durante aquellos años, pero apenas disponen de memorias más desapasionadas. Por ello, junto al también historiador Gustavo Hervella, trabajó sobre ambos diarios para contextualizarlos y acabar reuniéndolos en un libro que se ha publicado esta semana: Historia de la guerra civil contada por dos hermanas: memorias de golpe, revolución y guerra.
Relato humano, enseñanzas históricas
“Los desfiles eran interminables y habiÌa que estar con el brazo en alto mientras se oiÌan los himnos. La gente enloqueciÌa de entusiasmo. Ver a los alemanes de uniforme por San SebastiaÌn daba escalofriÌos”, escribía Carlota. “En la cara de la gente que va deprisa por las calles, se nota reflejado el miedo y la desconfianza, se miran asustados unos a otros y recelosos de los coches que cruzan raÌpido con los fusiles asomando por la ventanilla, no sabemos a doÌnde van. Se ven joÌvenes estudiantes que apenas saben coÌmo coger el fusil, empleados con cara de tiÌmidos, obreros modestos y decididos”, parecía responder Fernanda desde las calles de Madrid.
Las dos mujeres no realizaron, y tampoco lo pretendieron, una crónica de la guerra. En sus diarios no aparecen los hechos más importantes de la contienda, sino aquellas situaciones que se cruzan en su vida cotidiana. “¿TeniÌa yo realmente derecho a hacerles pasar esto a mis hijos?”, se preguntaba Carlota. “Seguimos viviendo, ya casi acostumbrados, en un Madrid sitiado y acosado, donde la comida escasea ya en teÌrminos angustiosos”, se resignaba Fernanda.
A pesar de ello, de sus testimonios emanan, según Fernández, numerosas realidades históricas: “Hoy tenemos una idea demasiado deformada de lo que fue la guerra civil. Y precisamente estos testimonios ayudan a resituarnos. Por ejemplo, hablando de la superioridad moral de la República los testimonios de ambas hermanas, en las dos zonas, evidencian que el terror y la matanza nunca fue una política en la zona republicana como si lo fue (y prolongada) en la zona golpista. Lo que no quiere decir que hubiese asesinos organizadores del horror de la Cárcel Modelo o de Paracuellos o Barbastro en la zona republicana”.
“Por las noches habiÌa la obligacioÌn de oiÌr a Queipo de Llano. Sus charlas se hicieron famosas, porque conseguiÌan poner en eÌxtasis patrioÌtico a quienes las escuchaban. Pero a miÌ me daban horror, y disimulaba como podiÌa”, anotaba Carlota en su diario.
Unas hojas más adelante, confesaba que les había comprado a sus hijos “un uniforme de falange o flechas” que esperaba les sirviera de salvoconducto en el arriesgado viaje que debían emprender por la España controlada por los franquistas. En su recorrido pudo constatar cómo aristócratas, banqueros y empresarios también fueron víctimas del “terror azul” y muchos de ellos tuvieron que comprar su seguridad “pagando donaciones”.
También plasmó lo que encontró en lugares como León: “HabiÌa sido nacional desde el primer momento y no habiÌan dejado viva a una sola persona que tuviera que ver con el gobierno de la RepuÌblica, ni un solo socialista”; o en Galicia: “En La CorunÌa o Santiago, en esos diÌas habiÌan fusilado a la mujer de un alcalde socialista, esperando a un hijo. No paseada, ¡fusilada!”.
Fernanda, mientras tanto, describe el Madrid atemorizado por los bombardeos: “Han empezado a visitarnos los aviones. Una mañana desde casa (…) vemos bombardear la EstacioÌn del MediodiÌa. Es una impresioÌn grandiÌsima, pues es el primer bombardeo que sentimos”. Relata las “sacas” cometidas en la capital durante los primeros meses de la contienda: “El 22 de agosto, con motivo de un fuego, que se produjo no se sabe coÌmo ni doÌnde en la CaÌrcel Modelo, las gentes la han asaltado baÌrbaramente y han asesinado cruelmente a muchos presos. Desde ese diÌa la gente sensata, neutral, comprende que la guerra la ha perdido el gobierno que no supo detener a los asaltantes”.
Y, sobre todo, detalla las dificultades que debían sortear diariamente los madrileños: “Las casas sin calefaccioÌn, sin agua caliente, sin lumbre para poder guisar, sin comida... Todo hacia que estas privaciones nos hicieran adelgazar fiÌsicamente a ojos vista, pero seguimos viviendo, procurando ayudarnos unos a otros”.
Lourenzo Fernández reconoce que aún se está preguntando si España es lo suficientemente madura como para interpretar un libro como este sin caer en la equidistancia entre franquistas y republicanos: “Siempre fui consciente de las dificultades de que su testimonio, tan divergente e independiente de los lugares comunes que dominan, fuese entendido. Por eso también la larga introducción y el esfuerzo de documentación y contextualización que hice con Gustavo Hervella, el otro autor del trabajo. En relación con nuestro pasado incómodo el riesgo que corremos es el del negacionismo. Urge evitarlo”.
Sea cual sea la respuesta de cada lector, lo que es seguro es que los testimonios de las hermanas García del Real no les dejarán indiferentes. Baste como ejemplo final la última anotación que Fernanda dejó en su diario y que se corresponde con el último día de la contienda: “Llego llorando a casa donde ya estaÌn todos con la sensacioÌn de que la pesadilla de la guerra toca a su fin. Pero creo que todos en el fondo, sienten que ha ”estallado la paz“, y pensando en lo que va a ser de este paiÌs destrozado y hambriento, no podemos realmente alegrarnos. Mi padre me dice: ”no te asomes que se ve que tuÌ no lloras de alegriÌa“”.