Las previsiones pesimistas se van cumpliendo. 2017 está siendo un año nefasto para los atropellos de linces ibéricos. En lo que va de curso han muerto 12 ejemplares arrollados en las carreteras. Tantos como en todo 2016.
El último fue en Castilla-La Mancha este fin de semana. Solo unos días antes, un cachorro de hembra pereció en Extremadura. Dos días antes había caído otro en Jaén. Cada atropello es un revés al esfuerzo, humano y económico, en el empeño de sacar al lince de la UVI.
Impedir que el lince ibérico se extinguiera ha supuesto más de 70 millones de euros de fondos públicos en los últimos 15 años y estos dos últimos ejemplares deambulaban por sendas zonas elegidas por los programas de recuperación para reintroducir la especie. Es decir, los dos accidentes afectaron a individuos producto de ese esfuerzo multimillonario.
La cuestión es que los atropellos no son una maldición sobrevenida. Son la primera causa de muerte no natural de linces ibéricos. “Es la parte de la mortalidad que, además de suponer la principal, sabemos lo que hay que hacer para evitarla. Y hacerlo evitaría la mitad de esas muertes”, cuenta Ramón Pérez de Ayala encargado de WWF en el programa de recuperación Iberlince.
2017 comenzó con un primer accidente fatal al arrancar enero y ha ido sumando ejemplares. Una pequeña ruina cada muerte incluso si solo se tiene en cuenta la valoración que hace la Administración cuando se persigue algún cazador furtivo: alrededor de 125.000 euros de multa por ejemplar caído.
Año tras año, este fenómeno menoscaba las poblaciones ya sean silvestres o reintroducidas. Desde hace cinco cursos, al menos una docena de ejemplares ha muerto cada año aplastada sobre el asfalto. A veces, como en 2015, la cifra fue casi el doble. En muchas ocasiones los lugares de siniestros son los mismos. No suponen accidentes aleatorios, sino que se repiten en unos cuantos puntos negros ya conocidos. En Andújar (Jaén) han caído 11 felinos.
Hace dos años, el Ministerio de Fomento entró en el proyecto Iberlince para abordar esta cuestión en toda la red vial. Se anunció que se invertiría un millón de euros al año durante cinco años. Pero “aunque los proyectos están redactados, todavía no se han ejecutado”, aclara Pérez de Ayala.
Además, ese dinero proviene de programas de medioambiente no de recursos propios del Ministerio de Fomento “a pesar de que consideramos que se trata de su responsabilidad ya que evitar que la fauna entre en una carretera es una cuestión de seguridad vial. No de linces”, explica el ecologista. Al fin y al cabo, un coche que se lleva por delante un lince de ocho kilos no nota demasiado. “Pero si choca con un jabalí, tenemos un accidente grave”, recuerda Pérez de Ayala.
El asfalto, peor que las llamas
Durante el incendio que quemó Doñana hace unas semanas, uno de los principales focos de atención fue el centro de recuperación de linces El Acebuche. Se evacuaron varios ejemplares (uno murió por el estrés del traslado urgente) y se dejó abierta la instalación para que el resto pudiera huir. El retorno y recuperación de los felinos a las instalaciones fue celebrado como un éxito. La llegada del último lince extraviado copó titulares de prensa nacional.
Pero el goteo se produce de manera sostenida en las carreteras. Un año son 12 los muertos, otro 22, este va camino de 36, según la proyección realizada por WWF. El número absoluto suena escaso, pero, si se le añaden los ejemplares que perecen en lazos y venenos tendidos por gestores de cotos de caza, las pérdidas afectan una población mundial de 400 felinos.
Una población que crece a base de un gran esfuerzo técnico y presupuestario. La especie pasó de estado crítico a en peligro en 2015 según la Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza aunque algunos ecólogos argumentaron que la amenaza para el felino todavía es acuciante.