La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

El mundo: amenazas, incertidumbres y ¿optimismo?

En 2006, una película ofreció una visión del futuro tan escalofriante como reveladora. Hijos de los hombres, dirigida por Alfonso Cuarón, contaba la historia de un mundo en el que las mujeres habían dejado de tener hijos por causas desconocidas. Gran Bretaña había quedado al margen de un mundo sumergido en el caos y la violencia al precio de ser gobernada por un régimen autoritario y xenófobo. La violencia era el escenario más común y la esperanza había desaparecido.

El filme no fue un gran éxito de taquilla y es probable que ahora sería imposible de rodar, al menos con ese presupuesto. Pero tuvo la habilidad de adelantarse a su tiempo. Excepto la premisa básica de la infertilidad universal, que también aparece en la novela en que se basa, de P.D. James, reconocemos en él muchos de los elementos políticos y sociales que ahora nos preocupan y para los que no hay una solución fácil.

No en vano fue el 11-S lo que decidió a Cuarón a embarcarse en un proyecto que hasta entonces no le había impresionado mucho. El mundo había cambiado y no precisamente a mejor.

Como dijo el director mexicano diez años después, había algo en esa historia distópica que podía encontrarse en el momento en que se hizo la película: “Nuestro punto de partida fue que estábamos en un punto de inflexión. El futuro no está en algún punto más allá del presente. Estamos viviendo el futuro en este momento”. Es decir, si no hacemos algo, no esperemos grandes cambios.

Solo una versión extrema de lo que contemplamos ahora.

Cualquier especulación sobre dónde estaremos dentro de 20 o 25 años corre el riesgo de refugiarse en una esperanza que a veces nos parece que es poco más que un placebo: el deseo de que la tecnología nos solucione por arte de magia nuestros problemas sociales.

La tecnología, la ciencia y la innovación han salvado millones de vidas y aumentado la esperanza de vida de todos nosotros en el último siglo. Eso es casi un prodigio, pero en las últimas décadas no ha servido para hacer irreversible el triunfo de su criatura más extendida, la globalización. Quizá haya algo más importante que contar con un ordenador portátil y una cámara dentro de un aparato del tamaño de un teléfono móvil. Tampoco parece que la tecnología vaya a ser el remedio definitivo con el que conjurar la amenaza del cambio climático.

La incapacidad de los gobiernos para aplicar soluciones que inevitablemente tendrían un alto coste económico solo servirá para incrementar las dimensiones del problema medioambiental a la espera de un espectacular avance tecnológico que nos permita mantener nuestro nivel de vida sin cargarnos el planeta y sin pagar un precio personal por ello. Una esperanza que es indistinguible de un sueño, y que por eso siempre nos acompañará.

La victoria del Brexit en Reino Unido y de Donald Trump en EEUU no fue el inicio de una era de incertidumbre, sino la culminación de un proceso que había comenzado antes. En EEUU, China, Reino Unido, India, Rusia y Turquía, el avance del autoritarismo, el rechazo a la inmigración y la intolerancia hacia las minorías pintan un panorama siniestro.

A largo plazo, el único alivio procede del hecho de que la pasión por el 'hombre fuerte' es difícil de transmitir a un sucesor menos carismático. En veinte años, los futuros Putin, Erdogan y Modi quizá no sean líderes tan eficaces como sus predecesores (en EEUU es casi imposible empeorar el original), pero seguirán disfrutando de un estado de opinión favorable a la idea de levantar fronteras. 

La amenaza del terrorismo –que nunca desaparecerá porque es el único recurso que queda a los derrotados en las guerras– y el regreso del Estado nación que desconfía de los acuerdos internacionales no son los únicos factores que facilitan que se consolide el autoritarismo.

Europa deberá construir un nuevo contrato social como el que se desarrolló tras la Segunda Guerra Mundial. A partir de los años 50, el sistema propició un pacto basado en la economía liberal y en un elevado gasto social con el que atenuar las desigualdades. Fue cuestionado a partir de los años 80 y después de la crisis iniciada en 2008 pasó a ser catalogado por la política económica de la eurozona como la raíz de todos los males. 

Europa se encuentra inmersa en un experimento de final impredecible. Básicamente, se trata de convencer a los votantes de que deben resignarse a peores sueldos que sus padres y menos derechos sociales; en algunos casos, a tener un trabajo que no les saque de pobres.

Ante cualquier alternativa que se aleje de esas prioridades, se recordará que eso pondría en peligro las pensiones y la sanidad pública. Parece un chantaje, pero en los programas de los partidos políticos suena mejor.

Si ese es el único plan que ofrecen los gobiernos a los europeos, es cuestión de tiempo que se llegue a un punto de ruptura. El aumento de la desigualdad no se detendrá sin medidas que son la antítesis del discurso económico oficial y que por tanto serán rechazadas. Eso ocasionará una pérdida de legitimidad del sistema político, más evidente en los países que se sientan postergados.

El eslabón más débil de la cadena europea será Italia y no sería extraño que los países del norte de Europa prefieran desprenderse de ella al considerarla un peso muerto. Quizá la siguiente recesión económica en un plazo de tiempo inferior a diez años sea la que provoque que la UE deje de ser lo que conocemos. 

Según una encuesta del Pew Research Institute de 2015, la mayoría de los habitantes de países desarrollados cree que los hijos vivirán peor que sus padres. Así opina el 85% de los franceses, el 68% de los británicos, el 66% de los italianos, el 61% de los españoles y el 60% de los estadounidenses. 

La única opción realista es pensar que algo fundamental va a cambiar, aunque no se sepa muy bien cómo. De lo contrario, habrá que llegar a la conclusión de que los que respondieron a ese sondeo deberían haber sido aún más pesimistas. 

“Soy totalmente pesimista sobre el presente”, dijo Cuarón diez años después de hacer su película. “Pero soy muy optimista sobre el futuro”. Quizá esa sea la actitud.