Antes de pasar sola a Urgencias, mi abuela me agarró la mano. Me miró a los ojos. Me dijo: “No me dejes”.
Me agaché. Me coloqué a la altura de su silla de ruedas. La abracé y le expliqué despacio que estábamos en el hospital, que iba a tener que entrar sola con los médicos para hacerse unas pruebas. Estaba nerviosa. No nos dejaban acompañarla, aunque fuese dependiente. Su mirada me decía que seguía sin entender lo que pasaba. Y si lo hacía, podría olvidarlo y, al ratito, volvería a preguntarse qué hacía sola en ese hospital.
Cuando su cabeza menuda se alejaba por el pasillo de Urgencias del Hospital Universitario de La Paz (Madrid), ya habíamos confirmado en casa que tenía COVID-19. Sus tres vacunas nos daban esperanza, pero no disminuían nuestra preocupación: tenía 89 años y varias patologías previas. El delicado estado de sus pulmones y riñones era lo más alarmante, pero nosotras también pensábamos en el Alzheimer. Su habitual desorientación, que aún no alcanzaba los mayores grados, le impedirían entender su aislamiento. Nos daba miedo imaginarla sola durante días, sin su familia. Sin su persona de referencia. Su sufrimiento al no entender qué pasaba. Nos aterrorizaba que esos fuesen sus últimos días.
Desde hacía tiempo, cuando creía estar sola, llamaba a una de sus hijas, mi madre, o a su cuidadora. Podíamos estar en el salón con ella, viendo la misma televisión, pero se alteraba si no estábamos en su rango de visión. Cada vez temía más la soledad. “Me acuesto, ¿pero tú estás en casa, verdad? ¿Te quedas conmigo?”, decía alguna que otra vez antes de dormir la siesta.
En el hospital le repetí que, en cuanto nos dejasen, estaríamos a su lado. “Vale”, respondió ella.
Pero solo nos permitieron visitarla cuando ya no estaba. Una semana después, una llamada a la una y media de la madrugada del lunes 3 de enero nos informaba de que mi abuela había fallecido, después de tres días sin recibir información médica alguna a pesar de nuestra insistencia.
Pasó sus últimos siete días sola, aislada, sin poder estar acompañada por un familiar, como tantas miles de personas desde el inicio de la pandemia. Le ocurrió aquello que, durante el confinamiento, le provocaba ataques de ansiedad que somatizaba en síntomas similares al coronavirus. Aquello por lo que pedía cambiar de canal, porque no podía aguantar el miedo y la pena de ver a los “vieyines” (como ella, asturiana, decía) que fallecían solos.
Lo mismo, pero casi dos años después. Como cuando no sabíamos nada, pero ahora que tenemos muchísima más información y un 80% de la población vacunada. Ahora que podemos tomarnos unas copas en una discoteca, pero no podemos darle la mano a un familiar en sus momentos más difíciles.
Traslado sin permiso
Cuando la llevamos al hospital el día 26 de diciembre, los titulares aún no hablan de saturación hospitalaria, pero los sanitarios de la Sala COVID de La Paz no dan de sí. Me lo transmite una doctora por teléfono poco tiempo después de dejar a mi abuela en Urgencias, para decirme que no esperase, que ya nos llamarían: “No podemos salir a informar a los familiares porque estamos hasta arriba. La sala está al doble de su capacidad, hay camas en los pasillos”.
Una vez en planta, más de 24 horas después, pensamos que la información y el contacto con mi abuela mejorarían. En cada llamada preguntamos si podemos verla, insistimos en su demencia, en que es dependiente. “Aún no… si se pone más grave, sí, os llamaríamos”, responden. La posibilidad de visitarla parece ligada a malas noticias.
Mi abuela apenas comía ni bebía sin compañía, no podría darle al botón de enfermería si necesitaba algo y mucho menos podía llamarnos por su cuenta para contarnos cómo se encontraba.
El segundo día de ingreso, verla nos da calma. Conseguimos hacer una videollamada con ella gracias a un favor personal de una amiga de la familia, trabajadora del hospital. Aunque está desorientada, nos reconoce y nos sigue la conversación. Está animada. Está preciosa. Es ella. Nos cuenta que le apetece una Coca-Cola, como siempre. Y nos reímos. La médica le promete que le comprará una. “Eres una enchufada”, le decimos a mi abuela entre risas y lágrimas. “Hay que tener arte”, responde desde la cama del hospital.
Sigue estable. La doctora que nos da el parte diario nos pide la autorización familiar para ser trasladada al Hospital Carlos III –un anexo a La Paz–, a pesar de ya estar instalada en una habitación. No se la damos, no queremos moverla para evitar agravar la desorientación que suele generarle cada cambio. Tras un día en una camilla de una sala abarrotada de urgencias, había llegado muy desorientada y ahora está tranquila. La calma de saber que había una persona conocida en caso de que todo empeorase también nos empuja a rechazarlo.
No ponen pegas pero, a los 15 minutos, vuelven a llamarnos. No hay alternativa, dicen. Será trasladada a pesar de nuestra negativa. Pasa el tiempo, llega la noche y nadie contacta para avisarnos de su llegada al nuevo centro sanitario. Durante casi 24 horas, hasta el siguiente parte médico, no sabemos en qué hospital está.
En esos primeros días de ingreso recibimos una llamada diaria, como habían prometido. Uno de los doctores con los que hablamos nos pide por favor que no contactemos nosotras para pedir información, que lo harían ellos siempre a última hora de cada mañana. Lo entendemos y cumplimos. Todo sigue igual, ella está estable sin signos de gravedad. Aunque cada conversación con un médico siempre incluye una coletilla: tiene 89 años y muchas patologías, su situación es delicada y todo puede cambiar de un día para otro.
¿Y no la podemos ver, por esa misma razón? No.
Llega el silencio
Y el día 30 empieza a cambiar. Suena el teléfono, descolgamos nerviosas. Mi abuela ha empeorado. Nos lo cuenta un doctor joven y empático. Está estable, está consciente, responde a las preguntas del médico, pero ahora está grave a nivel clínico. Necesita una prueba importante, pero arriesgada para su delicado estado.
En esos momentos, en esos únicos minutos de contacto con el doctor que sabe cómo está una de las personas que más queremos, en esa única posibilidad diaria de conseguir toda la información posible para transmitir al resto de la familia, los nervios parecen nublar la comprensión. Apuntamos todo lo que nos dice para luego releer y asegurarnos de que nos hemos enterado de todo. Las lágrimas nos fuerzan a mi madre y a mí a intercambiarnos el teléfono para seguir hablando con él. Preguntamos si podemos verla antes de la prueba, por si, como nos han advertido, la perjudica. No.
Nos recuerdo al teléfono con el médico, intentando buscar las preguntas necesarias o darle la información que podría resultar importante. Nos dice que está deshidratada, que no bebe agua, pero el suero tampoco es muy buena opción para ella. Le decimos que ella no bebe agua, nunca quiere, la aborrece desde hace un tiempo. Le pregunto si podemos llevarle alguna Coca-Cola, lo único que desde hace tiempo quiere tomar. Me dice que no.
Preguntamos si come. Responde que apenas. Le explicamos que, para que coma, es necesario acompañarla e insistirle, con paciencia, durante cerca de una hora y media. Unos tiempos difíciles de abordar para el personal sanitario de una planta COVID. Todo sería más fácil con un familiar cerca.
El doctor nos intenta tranquilizar. En caso de que la prueba le hiciese empeorar, no tendría un efecto inmediato. Nos avisarían si su estado fuese más grave y, entonces, como nos habían prometido desde el primer día, podríamos verla. También preguntamos si nos llamarían con los resultados. Su respuesta nos inquieta. “Si fuera por mí, sí… pero depende del médico de guardia, de cómo la tengan…”. Nos dice que hará todo lo posible para que nos informen.
La conversación se acaba. Y llega el silencio. Es jueves 30 de diciembre, la víspera del día de Nochevieja, y tenemos por delante un largo fin de semana. Empieza la falta total de información médica.
“La mejor noticia es que no haya noticias”
Día 31. Nos despertamos pegadas al teléfono a la espera de la llamada que nos informe de los resultados. Me asusto y corro cada vez que el móvil de mi madre suena, por si son ellos. Pedimos a quien llama a ese teléfono que, por favor, mejor lo hiciese al fijo, para evitar cualquier contratiempo. Pasan las horas, llega la tarde, y el teléfono no suena.
Empezamos a intentar contactar nosotras, pero tampoco es fácil. Una hora y media después de llamar de un lado a otro, conseguimos hablar con la planta donde mi abuela está ingresada. No pueden atendernos hasta las 21.00 horas. Solo pueden hablar con nosotras las enfermeras. La sanitaria que esa tarde cuida a mi abuela responde amable a mis preguntas, pero, dice, no tiene permiso para dar los resultados de una analítica, solo puede hablarme de los cuidados de enfermería: está estable, consciente, solo necesita un ligero apoyo de oxígeno.
A diferencia del día anterior, cuenta, hoy apenas responde a lo que le dicen. Me pregunta si es su estado “normal”. Acaba de conocerla. Yo le digo que no, que no es normal, aunque pensamos que quizá sea la desorientación. Dos días atrás sí lo hacía, pero ningún médico puede hablar con nosotras para explicárnoslo.
Le pedimos que le cuente que hemos llamado. Le pedimos que le diga que la queremos: “Yo le digo todo, pero no creo que responda…”.
El sábado 1 de enero volvemos a intentarlo. Preguntamos por un médico. “Es fin de semana. Hasta el lunes no hay información médica”, responde un administrativo de la tercera planta del Hospital Carlos III. Insisto en que había una analítica y una prueba importante pendientes. Entonces me responde con esa frase que se repite sin cesar en mi cabeza. Esa frase que ahora atraviesa mi duelo de manera irracional: “La mejor noticia es que no haya noticias”.
Atraviesa mi duelo porque me hizo confiar. Me la repetía para tranquilizarme y no plantarme en ese hospital, para intentar calmar a mi familia cuando alguien planteaba intentar “colarse”. Confié, confiamos. Y ese fue mi mayor error, o eso nos decimos de manera injusta. Confiamos en que, como nos insistían por teléfono, todo iba bien y por eso no nos habían llamado. Pensamos que había margen para esperar. Hasta el domingo 2 de enero.
El permiso no llega
Otra de las batallas hasta entonces había sido conseguir una videollamada con mi abuela en el Hospital Carlos III. La confusión entre quienes respondían era notable. Durante la primera ola, contaban, había un sistema para ello, pero ahora desconocían si podían hacerlo. Tras varios días de intentos, ese domingo estaría la supervisora, quien nos podría responder. Llamamos a la hora indicada. Noto un cierto tono distante y seco en la administrativa que coge el teléfono. El desdén de su respuesta me empuja a romper a llorar. Mi llanto quizá mueve algo en ella. A los 10 minutos nos llama la jefa de enfermería de la planta. Haría la videollamada con su propio móvil.
El teléfono suena y mi abuela aparece. No está bien. La vemos muy mal, pero nadie nos dice que no está bien. Nadie nos da la información que explique su evidente deterioro. Cuando colgamos con mi abuela, volvemos a intentarlo. Llamamos de forma insistente para saber qué está pasando. No lo conseguimos hasta la tarde. El enfermero dice que no le consta que haya empeorado. Repite lo mismo de los últimos días, la información de la que él dispone: estable, constantes dentro del rango, desorientada, apática. Ahora más “enfadada”.
No nos llegan a tranquilizar sus palabras, porque el último médico con el que habíamos hablado nos había explicado que, aunque de apariencia estaba estable, la gravedad era clínica. De ahí la importancia de la información médica. De ahí la importancia de conocer esos análisis.
El enfermero reconoce que, como la había visto solo dos veces, no puede describir si ha empeorado o no. En muchas de las llamadas los sanitarios admiten lo importante que es para ellos que la familia esté cerca, sobre todo en casos como el de mi abuela, por su grado demencia y dependencia. Pero el permiso para verla no llega.
Nosotras sabíamos que, si se encontraba mal, si algo le pasaba, no sabría ni llamar al botón de enfermería. Si no le insistían, no comería. Si no estabas un buen rato con ella, charlando, dándole estímulos, estaría apática, apenas interactuaría con nadie. No era normal que temblase si no tenía fiebre. Aún no entendemos por qué ese día no fuimos al hospital a exigir más respuestas. Respuestas médicas. El miedo es tal que llega a paralizar, anestesia, hace que creas estar exagerando, porque en realidad quieres creer que estás exagerando.
Quieres creer que está bien, que volverá pronto. Empatizas con quien responde a tus llamadas, por todo lo que han tenido que aguantar en los últimos dos años. Ellos la están cuidando, está en sus manos. Nos sentimos atadas a las instrucciones del hospital, vulnerables, con miedo irracional a que cualquier movimiento pudiese provocar que no nos permitiesen verla al menos una última vez si todo iba mal.
Esa noche nos acostamos nerviosas y ansiosas por amanecer al día siguiente. Ese lunes laborable, por fin, nos llamarían para saber si mi abuela seguía de verdad bien, “estable”, o había empeorado. Llega un punto en que la incertidumbre y el terror de imaginarla sola en esos momentos tan delicados nos empujan a conformarnos con una llamada en la que nos permitan ir al hospital para acompañarla en el final. Tenemos en la cabeza la imagen horrible de la última videollamada, no aguantamos pensar que lo sufra sola. Queremos que alguien querido le dé la mano.
Apago la luz. Todavía no he logrado dormirme cuando el teléfono suena.
La noticia
Son las 1.33 horas. Corro hacia la habitación de mi madre. Me quedo de pie, parada, mientras ella responde con voz temblorosa. El volumen está alto y logro escuchar las palabras de la doctora al otro lado del teléfono: “Su madre ha fallecido”.
Había fallecido sin que su familia hubiese conocido los resultados de una analítica realizada tres días antes que, después supimos, ya apuntaba a la gravedad de su situación. Su cuadro era preocupante desde hacía días, pero nadie nos llamó, nadie nos dio información, nadie nos dio la posibilidad de insistir aún más para verla con el conocimiento de que había empeorado. Nadie nos permitió acompañarla, me da igual que supiesen o no que su muerte iba a llegar tan rápido.
Ahora sí podíamos ir al hospital. Ahora sí podíamos subir a su habitación, recoger sus dos anillos y su reloj, su bolsa con la ropa. Ahora sí podíamos verla, cuando ella ya no podía vernos a nosotras.
Pero ni siquiera ese día nos dejaron un momento de calma con el cuerpo de mi abuela.
Llegamos cuatro familiares al hospital, nos dijeron que solo podía entrar una persona. Empezamos a expresar nuestro dolor, pedimos que, después de que ningún médico nos hubiese llamado en tres días, nos dejasen al menos verla a tres de nosotras. Se negaron en un primer momento. Preguntamos qué había pasado, por qué no nos habían dado información en tanto tiempo. Aún ningún médico nos había explicado qué desencadenó finalmente la muerte de mi abuela. Pedimos explicaciones, sin alterarnos. Intentamos reprimir el llanto sin conseguirlo.
No podemos llorar “en alto”
Durante aquella dura semana, los sanitarios que nos llamaron siempre fueron pacientes, cercanos y, aunque algunos transmitían su agobio ante la carga de trabajo, nunca tuvieron malas palabras. Pero esa noche, la más dolorosa, en el peor momento posible, una doctora salió malhumorada de su despacho.
“¿Qué problema hay aquí?”, nos suelta una médica alergóloga de guardia, la responsable de la planta aquella noche. Sus comentarios despectivos dejan perplejas a varias enfermeras y a otra doctora que nos intenta explicar lo ocurrido de manera tranquila. Parte del personal nos llega a pedir disculpas a posteriori, muestran distancia con su actuación.
Recuerdo sus gestos de complicidad mientras nos explicaban cómo ponernos y quitarnos el EPI antes de entrar en la habitación de mi abuela. Recuerdo la mirada de desprecio de la otra médica, esa cara que nunca olvidaremos, mientras nos decía que éramos “maleducadas” por presentarnos allí cuatro personas, en uno de los peores momentos de nuestra vida.
Todo está borroso, pero alguien nos advierte de que, si queremos entrar, tenemos que estar “tranquilas”. No podemos llorar “en alto”. El cuerpo de mi abuela reposa aún junto a su compañera de habitación, que duerme a su lado. Nos hacen responsables de una saturación que no permite trasladarla a otro lugar del hospital.
El sistema nos responsabilizaba como tantas veces lo había hecho durante la pandemia, como tanto lo hemos visto en esta sexta ola marcada por el autocuidado.
A mi hermana se le escapa un suspiro de angustia antes de entrar a la habitación. Le recuerdan que no llore, para no despertar a la compañera de mi abuela. Ella pide disculpas.
Aún no sabemos por qué teníamos que pedir perdón.
Ver el cuerpo tras una muerte como esta puede ayudar a asimilar lo ocurrido. Algunos lo necesitan, otros prefieren no hacerlo. Siempre es difícil, pero las circunstancias traumáticas del recibimiento que tuvimos me hicieron hasta sentir culpable por estar en esa habitación junto al cuerpo sin vida de mi abuela. Sentía que estaba haciendo algo que no debía hacer.
El ruido y el vacío
La mañana siguiente, mientras nos estamos preparando para ir al tanatorio, suena el teléfono. Nos llaman para darnos los resultados de la prueba y la analítica de mi abuela, esos que tanto pedimos y esperamos.
Es el médico internista de mi abuela, el último con el que habíamos hablado, cuatro días antes. Sabe lo ocurrido y quiere pedirnos perdón. Todos los resultados los tenían desde el 31 de diciembre. Desde hacía tres días. En esos tres días, los médicos de guardia de turno nos deberían haber llamado, reconoce por teléfono. La analítica evidenciaba la gravedad de mi abuela. No entendía por qué nadie llamó. Estarían “saturados”.
Sus disculpas parecían sinceras. Dolían. Dolían muchísimo, pero las agradecimos porque sentimos que nos humanizaban, a nosotras y a nuestra abuela, después de días marcados por protocolos rígidos e inhumanos y ausencia de información.
Pasan los días y llega el vacío, pero también el ruido. El profundo dolor de pensar que podíamos haber hecho más para lograr acompañarla. Para darle la mano. Para abrazarla y decirle que no estaba solina, que estábamos ahí. El dolor de estómago al recordar su cara en aquella videollamada, verla así, en la distancia, y no poder estar con ella para intentar calmarla.
¿Y si no hubiésemos obedecido las directrices del hospital? ¿Y si nos hubiésemos plantado allí para exigir hablar con un médico en esos tres días de silencio? ¿Y si hubiésemos transmitido en las llamadas aún más desesperación, como aquel día que lloré y conseguimos la videollamada? ¿Y si hubiese llamado al teléfono personal de esa supervisora tan simpática? Quizá ella se hubiese apiadado de nosotras, ¿cómo no se me ocurrió? ¿Y si no la hubiésemos llevado al hospital? ¿Y si…?
Esas preguntas, muchas sin sentido, se repiten una y otra vez. Un sentimiento de culpabilidad en bucle –habitual en muchos procesos de duelo– parecía aumentar a medida que escribía este texto y conocía más detalles sobre la arbitrariedad que suele reinar en los permisos para visitar a un paciente con COVID-19. Varios sanitarios me han explicado a posteriori que, en el caso de los enfermos dependientes infectados, suelen aceptar las visitas pero, por más que nosotras preguntamos y pedimos –cuando aún no era tarde– nadie nos lo permitió. Otros nos han comentado que, si un familiar va al hospital, el personal puede “apiadarse” y dejarle pasar.
Cuando ya no sirve de nada, nos llega el caso de aquella amiga que lo consiguió esgrimiendo el informe de un psiquiatra. Mi tía envía un artículo que cuenta que en tal hospital lo tienen protocolizado y permiten ciertas visitas a pacientes COVID con test de antígenos mediante. Mi hermana habla de un actor famoso que estuvo al lado de su familiar positivo durante todo su ingreso. Leemos que una chica consiguió despedirse de su abuela después de poner un tuit que se hizo viral.
Nadie nos dijo nada entonces, nadie nos explicó las posibilidades, ni había ninguna información pública clara al respecto. El único protocolo accesible era el más inhumano: la restricción de visitas a pacientes positivos en coronavirus. Según la Comunidad de Madrid, en el caso de los pacientes hospitalizados, “el acompañamiento se autoriza a criterio de cada servicio médico responsable”. En el Hospital La Paz permiten las visitas a dependientes en función del “criterio del médico y enfermero” responsable.
La suerte, la humanidad, alfileres
En la práctica, depende muchas veces de “la suerte”, admite uno de los sanitarios con los que he hablado para intentar entender lo ocurrido. Y de la humanidad y el cargo de quien encuentres al otro lado del teléfono. Incluso de tener o no contactos en un hospital.
No parece justo dejar toda la carga de estas decisiones en médicos que viven situaciones de saturación y agotamiento, sin garantizar la humanidad a través de unos protocolos de visitas transparentes, sin caer en la rigidez. Tampoco entiendo cómo puede justificarse no informar a la familia de una persona dependiente y aislada por ser “fin de semana”.
Cada uno de los días transcurridos tras el fallecimiento de mi abuela hemos notado en nuestro duelo, cada una a su manera, el impacto de la falta de información médica durante el ingreso, pero, sobre todo, de imaginar su soledad. Me he visto perder un poco la cordura, mientras buscaba al médico de mi abuela en Facebook, en un impulso irracional de entender lo ocurrido. Porque, durante aquella última llamada, esa que llegó tarde y después de una larga noche sin dormir, no logramos entender bien qué pasó en esos tres días hasta derivar en su muerte. Hemos pedido su historia clínica, pero tardaremos 20 días en recibirla.
Me he visto llamando a la planta en la que mi abuela pasó sus últimos días, para hablar con J., uno de los últimos enfermeros que la atendió. Un sanitario atento, que nos escuchaba e intentaba reconfortarnos con sus palabras. El día que falleció, como cada tarde que conseguía contactar con enfermería, le pedimos que hablase con mi abuela. Que le trasladase lo de siempre, que la queríamos. También le pedí que le dijese una frase muy nuestra. Palabras que convertimos en magia, esas que en los días malos del Alzheimer podían hacerle conectar. “¿Ves? Eso nunca se nos olvida”, decía entre risillas cada vez que una u otra respondía de forma correcta.
-¿Me quieres?
-Alfileres.
Buscábamos, desde la distancia, enviarle algún estímulo. Intentar decirle que estábamos con ella, aunque no nos viese. Que no la habíamos abandonado. Sabemos que recibió nuestras palabras, pero no hemos llegado a saber si comprendió el mensaje, porque no estábamos allí. Y ese dolor aún es insoportable.
La arbitrariedad de la culpa
En uno de esos días malos, atrapada en el precipicio de los “y si”, me pregunto cómo es posible que en esta sexta ola del autocuidado –en el que se nos traslada la responsabilidad de evitar los contagios– también nos hayan empujado a sentirnos culpables de la soledad de mi abuela, de la ausencia de despedidas de la que tanto hablamos en la primera ola y de la que apenas hablamos ahora. También, de un modo u otro, nos han acabado responsabilizando de ello.
Porque sin protocolos transparentes y humanos, todo es arbitrario. Y la arbitrariedad genera culpa, porque siempre quedaba alguna opción de haberlo logrado.
No sé si la ausencia de información durante estos tres días, a pesar de la gravedad de mi abuela, es fruto de la saturación de los recursos sanitarios, de una negligencia ligada al agotamiento o se trata del protocolo habitual por ser “fin de semana”. No puedo confirmar al 100% si nos deberían haber permitido al menos una visita para despedirnos, porque por más que pregunto no logro entender cuál es la forma de actuar habitual en estos casos. Qué marca cuándo una paciente está lo suficientemente grave como para poder acompañarla.
Lo que sí sé es que, mientras pasábamos por todo esto, el informativo mostraba imágenes de largas filas de personas a la espera de celebrar la Nochevieja en distintas discotecas de Madrid. Que nos comimos las uvas con la mente en la soledad e indefensión de mi abuela, mientras veíamos a miles de personas concentradas en la Puerta del Sol. Mientras llorábamos su muerte, mientras repasaba cada uno de los momentos, cada una de las llamadas que pude hacer de más; mientras me atormentaba sobre si debería haberme plantado en ese hospital, el presidente del Gobierno decía que teníamos que “aprender a convivir con el virus” y la ministra Carolina Darias daba una rueda de prensa sobre el camino de España para “gripalizar” la COVID-19.
Cada familia lo vive de una manera. Hoy hay cientos de personas que esperan –desesperadas– noticias en casa sobre un familiar hospitalizado. Mi abuela no podía llamarnos, pero la madre de Manuel Iglesias, sí. El politólogo gallego ha contado cómo Rosario, ingresada en el Hospital Álvaro Cunqueiro (Vigo), les decía por teléfono: “No quiero estar aquí”, “me hacen mucho daño al moverme”, “quiero que esté alguien aquí conmigo”. La mujer, de 68 años, enferma de cáncer, con dos vértebras rotas y positivo en coronavirus, les pedía compañía. No les dejaban. No importaba que hubiesen pasado la enfermedad, fuesen convivientes y tuviesen una PCR negativa. La respuesta: el protocolo. Los días fueron pasando y, poco a poco, dejaron de poder hablar con ella. En la distancia, veían cómo su vida se apagaba. A ellos sí les permitieron una despedida, pero solo tras administrarle morfina.
“Me hubiese gustado despedirme cuando aún estaba consciente. No pudimos estar con mi madre cuando nos lo pedía por teléfono porque un protocolo inhumano la obligó a estar en una habitación sola”, dice su hijo. “Te sientes desprotegido”.
No es solo cuestión de las despedidas de quienes se quedan, también de dignidad. De la dignidad de los enfermos, aunque acaben recuperándose. De la dignidad de quienes se van, de cómo se van, de tratar de calmarles mientras puedan escucharnos. A mi abuela se la encontraron fallecida alrededor de la una de la madrugada. Estuvo consciente, aunque cada vez más desorientada, casi hasta el final. Sé que los sanitarios intentaron cuidarla todo lo posible, pero en esos momentos de miedo y debilidad, no es suficiente. Todos necesitaríamos tener cerca a quienes más queremos.
“¿Por qué seguimos actuando de la misma manera? ¿Por qué hemos avanzado mucho en el manejo médico del coronavirus y no hemos avanzado en esa atención humana de nuestros pacientes? Es como si de repente hubiésemos obviado que eso forma parte de nuestro trabajo”, se pregunta una médica de un hospital madrileño que trabajó en primera línea contra la COVID durante la primera ola. “Llega un momento en que lo normalizamos. Parece que en los hospitales nos hemos acostumbrado a que eso es así y no nos planteamos que pueda o deba cambiar. Es una de las cosas que más me va a pesar de todo lo que hemos vivido: lo que hemos dejado de hacer a nivel humano en estos dos años. Me frustra, porque ahora se puede hacer de una forma diferente”, lamenta la doctora.
En esta sexta ola, sin apenas restricciones, cada vez menos control y un 80% de la población vacunada, no tiene sentido impedir las visitas a pacientes ingresados. Hay vías para permitirlas de manera controlada, pero no estamos prestando la suficiente atención a quienes, aunque sean menos, siguen hospitalizados, a quienes mueren solos y solas, a quienes, en situación de dependencia o gravedad, pasan semanas en aislamiento, sean o no sean sus últimos días de vida.
En los últimos siete días, 1.760 personas han sido registradas como fallecidas con COVID-19 en España. 12.843 personas están ingresadas, 1.588 en la UCI.
No podemos “gripalizar” el virus mientras continuemos pasando por encima de los pacientes ingresados por COVID-19 (o incluso sin estar infectados) y sus familias. No podemos seguir arrebatando su derecho a la compañía, a una mano, a un último beso en la frente. Y no solo por el dolor de quienes se quedan, sino también por el terror que sienten quienes se van.
Ya no hay excusas para justificar este dolor, esa pesadilla que en la primera ola vimos como inevitable. Si hay que avanzar ahí fuera, tendremos que dar el paso también en el interior de los centros sanitarios. Si no lo hacemos, la pandemia habrá acabado con una parte fundamental de nuestra Sanidad Pública: la humanidad.