En la azotea del Centro de Investigación Atmosférica de Izaña, situado a 2.364 metros de altitud y muy cerca del Teide, hay dos tubos que capturan el aire exterior y lo envían al laboratorio a través de un colector al que llaman “la vaca” porque recuerda a una ordeñadora automática. Desde allí, el aire captado de las alturas y lejos de la actividad humana se envía hasta un espectrómetro que analiza su composición química y da una lectura en tiempo real de su contenido en CO2 medido en partes por millón (ppm).
Estos aparatos han estado midiendo el contenido de dióxido de carbono de la atmósfera desde 1984 y son, junto a los del observatorio hawaiano de Mauna Loa, que inició el registro en 1958, el sistema de referencia para documentar la acumulación de gases de efecto invernadero en nuestro planeta. En una de las paredes del observatorio están las tablas de valores que marcan la curva ascendente que ese espectrómetro ha ido registrando en medio siglo de actividad: desde las 345 ppm de principios de los 80 hasta las 427,45 ppm registradas en mayo de 2024 y que marcaron un nuevo récord.
Esa curva, que se solapa con la del aumento de la temperatura media global en alrededor de 1ºC, es el mejor testimonio de cómo estamos cambiando la atmósfera. En palabras del que fuera director de Izaña, Emilio Cuevas, “no hace falta ser matemático para verlo”.
¿Cómo ven el clima del pasado?
El Observatorio de Izaña forma parte de la red meteorológica mundial que registra las condiciones atmosféricas mediante miles de aparatos en tiempo real, tanto en tierra como desde el espacio. Estas pruebas se unen a las que recogen otros científicos a lo largo y ancho del planeta, desde quienes miden el deshielo en los polos y los glaciares, pasando por el aumento del nivel del mar que está afectando a zonas costeras hasta la acidificación de los océanos o la pérdida de biodiversidad.
Pero para documentar el cambio climático no basta con saber qué está pasando en el momento, sino que hay que saber cómo estaba la atmósfera y cómo ha evolucionado. Y como los datos meteorológicos directos se remontan solo hasta 1850, momento en que ya había termómetros y barómetros por todo el mundo, hay que mirar más atrás en el registro.
Una pregunta clásica que lanzan algunos negacionistas es cómo se puede saber el tiempo que hizo hace 2.000 años. Esto se hace mediante unas sofisticadas reconstrucciones de las condiciones atmosféricas del pasado a las que se conoce como indicadores paleoclimáticos o proxies, y son las que llevan a cabo cientos de científicos en los lugares más insospechados, desde las estalactitas de las cuevas a lechos de antiguos lagos, acantilados en lugares remotos o arrecifes coralinos. En general, se aprovecha que los procesos físicos han ido dejando un registro en la superficie del planeta y en los seres vivos, de modo que —con las herramientas adecuadas— se puede leer en el pasado como en un libro abierto.
Escrito en el hielo
En un pequeño laboratorio de Bilbao, el equipo de Sérgio Henrique Faria examina al microscopio una muestra de hielo procedente de un cilindro de 120 metros extraído de las profundidades de Groenlandia. En el IzotzaLab, el laboratorio del hielo del Centro Vasco para el Cambio Climático (BC3), examinan la parte de hielo más reciente —los últimos 800 años— como si fuera un códice secreto y tratan de descifrar las grietas y deformaciones para entender mejor el clima del pasado y lo que está pasando en el presente.
En estos núcleos de hielo extraídos de las profundidades han quedado burbujas de aire que sirven como testigos de las atmósferas del pasado. Al analizar este aire atrapado a gran presión durante miles de años, los científicos pueden comprobar cuánto CO2 había entonces e incluso calcular las variaciones de temperatura gracias a la composición isotópica. “He trabajado con hielo de 2.000 metros de la Antártida y he podido escuchar ese sonido”, recuerda Faria. “Una vez estaba mirando en el microscopio y, por pura coincidencia, vi cómo una burbuja de apenas unas micras explotaba bajo mi lente y producía un ¡plop! Ese aire llevaba encerrado ¡87.000 años!”.
Estas burbujas son una de las formas más sencillas de visualizar el cambio. Durante la Cumbre del Clima de 2021 celebrada en Glasgow (COP26), el artista Wayne Binitie, en colaboración con los científicos de la British Antarctic Survey (BAS), extrajo cuidadosamente miles de burbujas de los testigos de hielo de la Antártida y las almacenó en un recipiente para exponerlo en una vitrina: el público podía ver con sus propios ojos el aire que había en la atmósfera de la Tierra en el año 1765, antes de la revolución industrial, antes de que empezáramos a alterarlo todo.
Anillos, estalactitas y corales
Otros científicos, como Jesús Julio Camarero del Instituto Pirenaico de Ecología (IPE-CSIC), estudian el clima del pasado y cómo ha influido en los ecosistemas analizando los anillos de los árboles, mediante la conocida como dendrocronología. Él y otros investigadores han tomado datos de anillos de árboles en Eurasia y América para cuantificar y modelar la relación entre la temperatura y el crecimiento radial durante el siglo XX. En otro trabajo, Camarero ha identificado variaciones en la población de pinos de alta montaña en los Pirineos relacionadas con el azote de la peste negra hace 500 años, cuando disminuyó la presión humana sobre los bosques. Como en los anillos quedan registrados los periodos de crecimiento, los científicos pueden usarlos para construir nuevas cronologías de temperatura que se extienden cientos de años atrás y en las que se ven otras grandes variaciones climáticas.
Estas mismas pruebas se encuentran en las cuevas y en los isótopos de los depósitos de carbonato en las estalactitas y estalagmitas. En abril de este año, un equipo español pudo establecer los cambios de temperatura registrados en los últimos 2.500 años a partir de ocho estalagmitas obtenidas en cuatro cuevas del Pirineo Central.
Los depósitos de sedimentos son también una valiosa fuente de información climática. En el fondo de algunos antiguos lagos de la Isla de Pascua, por ejemplo, Sergi Pla Rabés descubrió los factores que pudo conducir al colapso de su población hace 500 años. Trabajos anteriores habían detectado la súbita desaparición de las palmeras hacia 1400, pero él y su equipo descubrieron que una parte clave del registro sedimentario —las páginas de la historia que faltaban— había sido barrida por una sequía prolongada durante décadas.
Los sedimentos pueden ser útiles para identificar cambios más recientes. En el fondo del pequeño y desconocido lago Crawford, en Canadá, la geóloga Francine McCarthy extrajo un cilindro de sedimentos en el que se puede leer la historia más reciente de nuestro planeta, desde los isótopos de las pruebas nucleares de los años 50, al aumento de la carbonilla procedente de la combustión y las variaciones bioquímicas producidas por el aumento de temperatura.
Al igual que los anillos de los árboles, la larga vida y crecimiento lento y regular de los corales proporcionan a los científicos datos ambientales muy valiosos. Recientemente, el equipo de Diego Kersting, del Instituto de Acuicultura de Torre de la Sal (IATS-CSIC), ha encontrado contaminantes procedentes de la quema de combustibles fósiles en esqueletos de coral, un registro que se extiende a lo largo de décadas y muestra una imagen clara de lo extensa que es la influencia humana en el medio ambiente.
El lugar menos pensado
Además de en paisajes naturales, las pruebas sobre el clima del pasado se encuentran a menudo en creaciones humanas. Como los anillos de los árboles están presentes en materiales como la madera de los violines, las vigas de las catedrales o las cuadernas de los galeones hundidos, estos objetos pueden contener evidencias muy valiosas. La investigadora de la Universidad de Amsterdam Marta Domínguez Delmás, por ejemplo, es especialista en datar la madera de edificios antiguos y barcos hundidos. Hace unos años consiguió ampliar la cronología de los huracanes ocurridos en el Caribe, que hasta entonces llegaba solo hasta el siglo XIX, cruzando los datos de los anillos de los pinos de Florida y las fechas de los naufragios.
El equipo de Ricardo García Herrera analizó los cuadernos de bitácora de los navegantes españoles para caracterizar los sistemas meteorológicos anteriores a 1850
La aproximación del equipo de Ricardo García Herrera, de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), para conocer el clima del pasado es todavía más original. En un proyecto denominado CLIWOC (por las siglas en inglés de Base de Datos Climatológica de los Océanos del Mundo), Herrera analizó los cuadernos de bitácora de los navegantes españoles que viajaban a las Indias y, a partir de sus anotaciones sobre la fuerza y dirección del viento, caracterizó cómo eran los sistemas meteorológicos antes de 1850.
Otras veces, las pruebas aparecen en las obras de arte. En un conocido trabajo de 2003, un grupo de investigadores italianos encontraron una forma muy original de documentar el aumento del nivel del mar en Venecia: examinaron las marcas dejadas por agua en los edificios venecianos que aparecen en los cuadros de Canaletto, pintados en el siglo XVIII, para compararlos con los actuales y documentar cómo ha ido variando el nivel de las aguas a lo largo de los siglos.
Estos son solo algunos ejemplos de la larga lista de evidencias sólidas que prueban que el planeta ha experimentado en los dos últimos siglos un calentamiento sin precedentes y que es la actividad humana la que ha producido estos cambios. Además de los glaciares que desaparecen ante nuestros ojos, las estaciones de esquí fantasma en lugares que antes tenían nieves perpetuas o los acantilados que se come la erosión por el aumento del nivel del mar, las pruebas del cambio están escritas en los testigos de hielo, los anillos de los árboles, los corales y hasta los cuadros que pintaron nuestros antepasados, cuando la maquinaria industrial que calentó la atmósfera aún no se había activado. Y, como pasa con el registro de CO2 de Izaña, las pruebas son tan evidentes que para entenderlo no hace falta ser un experto. Basta con prestar un poco de atención a los detalles.