“Cuando conoce a personas nuevas y les dice que es científico, yo observo cómo le preguntan por su trabajo y tengo la sensación de que se creen que es un hombre dedicado a hacer el bien, una especie de alma pura”, me cuenta una colega sobre su marido. Ella es periodista de ciencia como yo y charlábamos sobre los últimos escándalos de corrupción entre investigadores españoles que han aceptado dinero de centros de Arabia Saudí para engordar la posición de estas en los rankings internacionales que determinan cuáles son las mejores universidades del mundo.
La sensación a la que se refiere mi amiga es subjetiva, pero creo que no es anecdótica y que se corresponde con un fenómeno real. Por una parte, los científicos son una de las profesiones más apreciadas en España, según las sucesivas encuestas de percepción social de la ciencia y la tecnología que realiza FECYT cada dos años. En la última estaban solo por debajo de los médicos y profesores como profesión más valorada. A la cola siempre se sitúa el periodismo, que es de las peor consideradas —qué pena, teniendo en cuenta que los casos de corrupción se han destapado gracias al buen trabajo de un equipo de periodistas—. La misma encuesta revela que la gente considera que los científicos están mal pagados, que tienen escaso reconocimiento social y mucha inestabilidad laboral.
Por otra parte, la mayor parte de la gente desconoce los entresijos del mundo científico: cómo se hace una carrera en investigación, de qué depende el prestigio en ciencia, cómo se validan los estudios a través de un sistema conocido como revisión por pares o qué es el índice de impacto de una revista son conocimientos que forman parte del abecé de la ciencia y que el resto del mundo no maneja, simplemente porque no son necesarios para vivir en sociedad como adultos funcionales. Ese cóctel de admiración y desconocimiento crea en el imaginario colectivo una imagen de la profesión alejada del resto de los humanos. Sin embargo, la realidad es que las personas que trabajan en ciencia pagan sus facturas y sus impuestos, sienten y padecen como el resto de los mortales, y también hacen trampas a veces.
El seguimiento de la trama de corrupción saudita ha sido un hit para los periodistas de ciencia, que lo hemos celebrado en público y, aún más, en conversaciones y chats privados —porque el salseo bueno no está en Twitter, sino en grupos de WhatsApp—. Sin embargo, entre parte de los científicos ha habido reacciones de disgusto al sentir que un puñado de garbanzos negros están dañando la imagen de su profesión. Hace una semana, durante una cena con científicos, este fue —cómo no— el tema estrella de conversación: “Pero ¿cuál es la incidencia de este problema? ¿Cuántos casos ha habido y qué proporción representan en el conjunto de la comunidad?”, me preguntaba una investigadora. Bajísima, es cierto. “Entonces, ¿por qué los periodistas están insistiendo tanto en publicar más y más sobre ello? Con lo mal que estamos en ciencia, necesitamos que la sociedad nos apoye, no que piense que somos delincuentes”. Los dos únicos periodistas sentados a ambos lados de esa mesa nos miramos y respondimos al unísono: “Porque si descubres una historia así, tienes que corroborarla y contarla, ese es nuestro trabajo”.
El editor de las noticias de la revista Science, Martin Enserink, lo explicaba de maravilla en un congreso de mi gremio al que asistí en abril en Santiago de Chile: el periodismo científico no es divulgación, ni comunicación ni educación; no consiste en ser cheerleaders ni guías turísticos. Enserik se ha especializado en reportajes de investigación sobre malas conductas y acoso en el mundo científico; algunos de sus artículos incluso han provocado que la misma revista Science se retracte de publicaciones científicas que él ha demostrado ser fraudulentas.
¿Por qué hacer periodismo sobre las malas prácticas en ciencia?, se preguntaba Enserik; y su respuesta me pareció genial: en primer lugar, porque es divertido y fascinante —esta es mi razón preferida, pero hay más—. Porque la ciencia debe rendir cuentas, porque si no lo hacemos los periodistas, ¿quién lo hará?; y porque aprenderemos muchas cosas sobre cómo funciona.
El periodismo debe ser crítico para ser bueno, también con la ciencia. Si alguien espera que seamos palmeros dedicados a aplaudir los logros científicos, ha equivocado el concepto. Trabajamos para que el público conozca la ciencia, con sus luces y sus sombras.