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ADELANTO EDITORIAL

Once días y diez noches de cortejo fantasmagórico con el cadáver de José Antonio Primo de Rivera

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Este es un fragmento de Presentes, de Paco Cerdà, libro que hoy publica Alfaguara y que narra, en paralelo, once días y diez noches de la España de 1939. Un viaje al corazón de nuestras tinieblas: del 20 al 30 de noviembre de 1939, cuando un cortejo fantasmagórico llevaba a hombros el cadáver de José Antonio Primo de Rivera y avanzaba por pueblos y ciudades entre hogueras, escarcha, brazos enhiestos y propaganda —una epopeya fascista de 467 kilómetros, de Alicante a El Escorial— mientras miles de vidas humildes sufrían la zarpa de la represión. Presos, fusilados, exiliados, trabajadores forzados, internos en campos de concentración, maestros depurados, vencedores desgraciados para siempre. El régimen trataba de esconderlos. Pero ahí estaban: presentes. Como Eulalio.

Eulalio

El candil se ha encendido. Y ahí está él, presente.

Se llama Eulalio, todos lo llaman Lalio, y casi siempre está ahí: sentado a la mesita, con la pluma en la mano, el tintero cerca y escribiendo en su diario. Hoy sopla fuerte el viento del noreste. Es frío y molesto. La nieve se atisba en las crestas de los Pirineos. Las aguas del mar se agitan turbias mientras la arena, como el tiempo derramado de una eternidad sin goce que ha roto el reloj, bate amenazan­ te contra las sombras humanas que desafían el temporal. Mejor quedarse dentro de la barraca, entintar la pluma y escribir. Primero la fecha, 20 de noviembre. El lugar no hace falta: para qué recordar cada vez las alambradas de este campo de concentración de Saint­-Cyprien.

Es un día que ha empezado triste, escribe Lalio. Tino se golpea a sí mismo, entrujando con la mano una carta de Santander en la que le informan de que su hermano lo pasa mal en la cárcel. El que llora inconsolablemente es Balsa, este hombre pequeñito que ríe con estruendo cuan­do gana al ajedrez. Está escribiendo con tinta de lágrimas una carta que le duele hasta el último rincón de su sensibilidad: accede a la petición de su esposa de regresar a España con sus tres hijos. Le ha costado días de sueño, ataques nerviosos. Pero no le queda más remedio: no tiene derecho a prolongar los sufrimientos de una mujer a la que sus aco­modados padres reclaman desde Barcelona.

Hoy son Tino y Balsa. Hace unos días escribía de Marianito, completamente abatido al ver una fotografía de su hijo, de dos años. Vio al niño desmejorado. En la carta, su esposa le pedía ayuda. Pero cómo. Al verlo desesperado, presa de una crisis nerviosa, sus compañeros reunieron quince francos y se los entregaron. Él se quedó largas horas tumbado en la litera. Mudo. Quieto. Con los ojos cerrados. La fotografía al lado. Lalio lo anota. Casi todo lo apunta. Tiene diecinueve años y escribir se ha convertido en un refugio entre tanta penuria. Los piojos, las pulgas a pasto, la plaga de ratas. Los platos con catorce garbanzos. La taza de agua color café con pedazos de pan. El frío del amanecer con dos mantas y periódicos encima. Las derrotas encadenadas desde que cruzaron, andando, Portbou, como medio millón de españoles. Los sollozos nocturnos de nostalgia, cállate ya y deja dormir. El espectáculo impresionante del hambre, con aullidos matutinos. Los gritos de hombres que han soportado una guerra y que, súbitamente, lejos de casa, enloquecen. El dolor impotente de los mutilados. La agonía en la enfermería que precede a la estaca blanca con letrero en un cementerio sin nombre; así ha acabado el pobre Iniesta, con su cara pecosa y alargada, bajo esta tierra desértica, tierra de paso, tierra final para él. El sol arriba, hileras de cruces, un cura y cinco amigos; Pedro Iniesta, repose en paix. El paludismo, la colitis, la anemia. Y la náusea. Esa maldita náusea que provoca el olor. Olemos la mierda y somos olor de mierda. Estamos en el Paraíso de la Mierda. Nos falta saliva para escupir el asco, escribe Lalio. Así empezaron estos nueve meses de confinamiento. En la playa de Argelès­ sur ­Mer se amonto­naban los cadáveres de españoles muertos por tifus. Se in­yectaban por el agua extraída de un mar alimentado con sus propias heces. Bebían lo que cagaban y morían por ello: eso es 1939.

La mierda fue el principio. Ahí sigue. Pero ellos intentan que no se note. Carmona susurra sus canciones flamencas. Miguel toca tangos en el acordeón. Alguien pinta en la calva de Aurelio, con carboncillo negro, el sueño caduco del no pasarán. Otro despliega cada domingo la ban­dera republicana de su batallón y grita, solemne, Primero muerto que arriarla. El 14 de abril chillaron un vivalarepública que sonaba a vivalavida, a resistencia y a esperanza. El Primero de Mayo, rodeados de alambradas, los anarquistas cantaron Hijo del pueblo, te oprimen cadenas; los comu­nistas replicaban Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan. El 14 de julio cantaron todos juntos La marsellesa. Y el 19 de julio, día oscuro de recuerdos, des­pués de un toque largo y lento de corneta, el campo guardó un minuto de silencio. Porque las noticias siguen llegando de España. Cuenta Jordi —escribe Lalio en su diario— que las cárceles de España están llenas de gente y que la represión es más brutal que nunca. El paseo y el fusilamiento imperan en todo lo que se llama zona liberada. ¿Es posible que el odio siga arruinando a España? No entendemos, no lo entenderemos nunca, cómo después de una victoria que ha costado tres años de destrucción y muerte los triunfa­dores se empeñan en acumular venganzas.

Lalio elige la esperanza. Muchos días, la esperanza se llama Silvia, una chica de diecisiete años con la que se car­tea. No la ha visto nunca. No la conoce en persona. Es una compañera de confinamiento de sus hermanas, que malviven en otro campo francés. Todo empezó con una primera carta, luego una foto. La de ella muestra a una asturianuca resalada, una chica guapa, con figura juncal, que sonríe a la cámara, ojalá a Lalio. Quién sabe cómo es la foto que le envía él. Si esa que tiene como capitán más joven de la República, un santanderino apuesto con la gorra de plato la­deada y la ilusión incrustada en los ojos claros, o la que podrían hacerle ahora que su cuerpo no llega a los sesenta kilos y le ha caído el pelo de repente, dice el doctor Ceba­llos que por culpa del choque nervioso y de los efectos devastadores del agua de la bomba en Argelès. Esa calvicie repentina le está sumiendo en la preocupación y la tristeza. Don Luis, el barbero, le ha aconsejado que se frote el cuero cabelludo con la primera orina de la mañana. Cada uno le sugiere un remedio. Pero nada, la calvicie prematura sigue ahí. Al final, el mejor consejo es el del vasco Toyos: resigna­ción. Qué importa la pérdida de pelo si has conservado la vida, le recuerda el viejo socialista, camarada de ideal. Solo así lo va asumiendo. Y pensando en ella, en Silvia, en las frases románticas que se escriben, en ese momento de recibir la carta, de leerla y releerla en la barraca, de guardarla y volar en libertad, ya sin alambradas ni jaula azul mediterráneo.

Ahora, escribe Lalio, es ya una correspondencia amorosa, como si ambos necesitáramos de ella. Idealizamos esta relación con esa capacidad de ilusión sentimental que atiza la distancia y vive dentro de nosotros como una potencia secreta. El amor por carta es más intenso, porque estimula la imaginación en un vuelo que no tiene límites. Adivinar su voz, su andar, su mirar: son incógnitas que multiplican la sensibilidad amorosa. La amo y quisiera romper todas las barreras que nos separan para estar jun­tos, navegando hacia la aurora del ideal amoroso. En él vivo; desde él sueño. Igual que el pobre Iniesta fantaseaba con fugarse del campo, Silvia y Lalio fantasean con verse en los Campos Elíseos y pasear de la mano los adoquines de París. Sin embargo, están en los campos del cautiverio, los campos de concentración.

Lalio ya ha pasado por tres. Primero Argelès. Luego Bacarès. Ahora este de Saint­-Cyprien. Lleva siete meses encerrado. Las horas de espera consumen, escribe en su diario. La miseria aplasta. Nadie pensó que la permanencia en los campos de concentración se alargaría tanto. Vivo un destino que me ha sido impuesto y con respecto al cual sólo puedo manejar un arma, la de la esperanza, anota. A veces, esa esperanza reviste la forma de una figura alargada, un espectro. Lo ha descubierto gracias a aquel miliciano extremeño con el que se cruzó en Port­-Vendres. A cambio de una cajetilla de tabaco le ofreció ese libro que le está transformando por dentro. No para de leerlo y releerlo. Hoy, en este lunes casi invernal de viento frío y mar picado, dentro de la barraca de Saint­-Cyprien, bajo la luz del candil, Eulalio Ferrer, para todos Lalio, escribe: Don Quijote. Sueño con él y me hace soñar. Es un personaje familiar al que creo saludar frecuentemente, de uno a otro campo, de una a otra alambrada. Baja del mito para ser un personaje que vive a nuestro lado, que nos acompaña en el drama de la subsistencia frente al ideal. Como don Quijote, no se puede ser hombre de ideales sin un ánimo invencible.

Fuera de la barraca, el viento sigue soplando. Frío, molesto, pertinaz. Dentro de poco el candil se apagará. Buenas noches, Lalio. Sigue soñando con ese pan largo, mitad de queso y mitad de chocolate. Nunca pares de soñar. Soñar el sueño imposible, luchar contra el enemigo imposible, correr donde los valientes no se atrevieron, alcanzar la estrella inalcanzable. Ese es tu destino.