El mundo todavía gasta casi el triple en subsidios y ayudas públicas a los combustibles fósiles como el gas, el petróleo o el carbón que en energías renovables. Desde la ONU, la OCDE o la Organización Internacional de la Energía insisten en que ese nivel de subvenciones “impide la transición hacia energías renovables” necesaria para detener la crisis climática.
Este jueves, en la cumbre climática de Glasgow, 25 países se han comprometido a cortar en 2022 su apoyo a proyectos internacionales del “incesante sector fósil”. Han querido así priorizar “la transición a la energía limpia”. Han firmado EEUU, Reino Unido, Canadá, pero no China, Corea del Sur o Japón.
Estos países calculan que con su compromiso se trasladarán 17.800 millones de dólares desde los combustibles fósiles a la energía solar o eólica. Solo en 2020, las ayudas al petróleo, el gas o el carbón sumaron más de 375.000 millones de dólares, según la OCDE mientras que el apoyo público a las renovables ronda los 130.000 millones. Y eso que el año pasado se marcó un mínimo al decaer el consumo por el parón de la COVID. La Organización Internacional de la Energía (OIE) prevé que en 2021, las ayudas al consumo de combustibles “se doblarán” al crecer la demanda.
Grosso modo, entre 2010 y 2020, la media de ayudas a estos combustibles supera los 600.000 millones de dólares anuales –aunque algunos cálculos varían al diferir sobre qué se considera exactamente ayuda real al sector fósil–. La Agencia Internacional de Energías Renovables (Irena) afirma que, “solo el 20%” de todas las ayudas al sector energético se dedica a fuentes limpias.
“Esta correlación de fuerzas no puede ser”, afirma el investigador y experto en fiscalidad verde del Centro Vasco del Cambio Climático BC3, Mikel González-Eguino. El economista e ingeniero explica que este desequilibrio es “insostenible cuando las energías renovables son más baratas y también competitivas. Así están compitiendo en inferioridad de condiciones con las fuentes fósiles”.
Las ayudas públicas a los combustibles fósiles –el origen mismo de la crisis climática, ya que su utilización es la principal fuente de emisiones de CO2– tienen varios caminos. Por un lado, las inversiones y subvenciones que sustentan la producción o las infraestructuras para el transporte del petróleo o el gas.
Por otro, las ayudas al consumo que hacen que el dinero público rebaje el precio de un combustible cuando se llena el depósito de un camión, un tractor o un buque mercante. En España, por ejemplo, el gasoil tiene una fiscalidad bonificada, es decir, se le aplican impuestos más bajos por lo que el precio final es más barato (una medida repetidamente criticada por la Comisión Europea).
En este sentido, el secretario general de la OCDE, Mathias Cormann, ha dicho, ya con la COP26 de Glasgow en marcha, que “el mundo necesita urgentemente un impulso en la inversión en energías limpias y abandonar los subsidios al combustible fósil es una de las condiciones esenciales para conseguirlo”.
Es más, esta organización considera que el incremento del precio de la energía que está viviendo España y otros países demuestra que “hace falta acelerar hacia las energías verdes”. De hecho, el encarecimiento de la electricidad se debe a la subida de precio de un combustible fósil: el gas. “Los gobiernos deben resistirse al incremento de ayudas a estos combustibles y, dada la amenaza existencial del cambio climático, aumentar la inversión en energías sostenibles”.
Inercia, resistencias, temor...
Si la emergencia climática es patente y seguir sustentando el uso de petróleo, gas o carbón tapona la implantación de fuentes de energía que no emitan CO2, ¿por qué es tan difícil desengancharse?
González-Eguino señala que “aunque cada estado tiene su casuística, ya que no es lo mismo un país como España u otro en vías de desarrollo, todavía persiste una inercia global que justifica los subsidios: como siempre se han dado esas ayudas, se mantienen”.
El investigador añade al cóctel “la resistencia de los grupos que están detrás del petróleo, que hacen que sean difícil retirar los subsidios, y la creencia en muchos países en desarrollo de que estas ayudas beneficiaban a las personas más vulnerables al poder, por ejemplo, acceder a la movilidad en un vehículo”. El Fondo Monetario Internacional ha desmentido este efecto. Su análisis dice que “los subsidios han reforzado la desigualdad: el 20% de los hogares con más renta han recibido seis veces más ayudas que el el 20% más pobre”.
Y luego están las resistencias ante un eventual encarecimiento del transporte si se evaporan las ayudas fiscales a combustibles como el gasoil. El movimiento de los chalecos amarillos en Francia en 2018 surgió en zonas periurbanas dependientes del coche y con pocas alternativas públicas. Algunos investigadores, como el economista Nicholas Stern, han ofrecido vías para superar ese temor: utilizar el dinero de un eventual impuesto sobre emisiones de CO2 a “mejorar las circunstancias de los más desfavorecidos”.
Mikel González-Eguino abunda en que “los ingresos que obtendría el sector público de un retoque fiscal como el que se ha pedido a España para que el gasoil no esté bonificado, pueden revertirse a los hogares más vulnerables o zonas rurales”. “Otra cosa son sectores profesionales como el pequeño transportista o el pescador donde habría que avanzar paulatinamente”.
2021 está siendo un curso de rebote, negativo, en lo climático. Las emisiones de CO2 están volviendo a los niveles pre-pandemia. El consumo y los precios de combustibles fósiles también han vuelto a subir con lo que se comerán otra gran porción de fondos públicos destinados a rebajar su precio final: “Una tendencia preocupante”, analiza la OIE. “Ya sabemos que vamos tarde, así que, cuanto antes acaben estas ayudas, antes podremos poner al mundo en la senda del Acuerdo de París en la que no estamos”, remata González-Eguino.
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