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Los otros paraísos en peligro

El calentamiento global, la sequía, la contaminación, la ganadería y agricultura intensivas no solo están poniendo en jaque a Doñana. En España hay otros paraísos en peligro. Repasamos la situación en cuatro de los más importantes: el Mar Menor, las Tablas de Daimiel, las dehesas y los últimos glaciares de la Península Ibérica. 

Estamos a finales de mayo de 2016 y un equipo de buzos se sumerge en la zona norte de la mayor laguna salada de Europa, el Mar Menor. En la superficie les esperan dos barcos de la Asociación de Naturalistas del Sureste y WWF España. Están allí porque saben que algo va mal en el Mar Menor, pero a cinco metros de profundidad, la escena les deja atónitos. No pueden ver más allá de su brazo. Un velo de algas microscópicas lo cubre todo, en un lugar conocido por sus aguas cristalinas. 

Tras décadas de maltrato, pese a estar protegido sobre el papel, el Mar Menor se había convertido en una “sopa verde”. Asediada por un urbanismo feroz y, sobre todo, por la colosal industria agrícola que había crecido a su alrededor, la laguna no aguantaba más. En el otoño del 19 y el verano del 21 se produjeron dos nuevas muestras del colapso, cuando incontables animales marinos –decenas de miles o quizás millones– empezaron a acumularse en las playas, boqueando en busca de aire. 

Tras ese último desastre, científicos del Instituto Español de Oceanografía del CSIC publicaron un informe en el que advertían que el Mar Menor había perdido “su capacidad de autorregulación”. El origen de esos episodios extremos eran los “aportes masivos y casi continuos” de nutrientes y materia orgánica procedentes de la agricultura intensiva y, en menor proporción, de las poblaciones ribereñas. En esas aguas cargadas de nutrientes proliferan las algas hasta el punto de tapar la luz y dejar sin oxígeno a la fauna marina.

La recuperación de la laguna, reconocen los científicos, será un proceso largo y muy complejo que pasa en primer lugar por detener los vertidos. El colapso del Mar Menor ha movilizado a la sociedad civil murciana, que ya no traga con la inacción de quienes debían velar por la protección de este tesoro natural. 

La Ley del Mar Menor, aprobada por la Asamblea Regional de Murcia en julio de 2020, se va aplicando lentamente, y por su parte, el Gobierno central ha apretado el acelerador con un plan de medidas en el que se invertirán 484,2 millones de euros hasta 2026. Entre ellas, la guerra al regadío ilegal. En el mar de cultivos agrícolas que rodea la laguna salada, los agentes ambientales de la Confederación Hidrográfica del Segura se están empleando a fondo para restablecer la ley. Una quinta parte de los cultivos de regadío del Campo de Cartagena son ilegales y la Confederación les está cortando el grifo. 

La inversión en depuradoras para los pueblos, y la creación de un ‘cinturón verde’ alrededor de la laguna, utilizando la naturaleza para filtrar las aguas subterráneas y reducir el vertido de nitratos, son dos de las medidas que se pondrán en marcha a partir de 2023 para que el Mar Menor vuelva a respirar. 

El Parque Nacional del “embalse de Daimiel”

Las Tablas de Daimiel, la joya de los humedales manchegos, encara su 50 aniversario como Parque Nacional prácticamente a secas. A finales del mes de noviembre, pese a la llegada de dos trasvases de emergencia desde el río Tajo, menos de un 10% de su superficie inundable está cubierta de agua. Hoy las Tablas de Daimiel se asfixian si no llueve, pero su dinámica era muy distinta cuando se creó el Parque Nacional en 1973. En aquella época, se alimentaban sobre todo de las aguas subterráneas que manaban de los Ojos del Guadiana, y que se juntaban con las procedentes del río Cigüela creando una llanura de inundación única, un paraíso húmedo en medio de La Mancha.

Pero los Ojos del Guadiana se cerraron en los años 80 por el uso abusivo de agua para regadío –el acuífero se declaró oficialmente sobreexplotado en el año 1987– y el problema sigue enquistado desde entonces. “Llevo 35 años viviendo junto a un Parque Nacional que jamás ha funcionado como debería”, explica el guía de ecoturismo Alejandro del Moral, nacido en Daimiel. 

El representante de las organizaciones ecologistas manchegas en el Patronato del Parque Nacional, Rafael Gosálvez, coincide con él. “Lo que tenemos en este momento no tiene nada que ver con lo que fueron las Tablas de Daimiel”, dice este geógrafo de la Universidad de Castilla-La Mancha, que llama al Parque “el embalse de Daimiel”. Se refiere a las distintas presas que se han construido a lo largo de los años en las entradas y salidas del espacio protegido, que han transformado radicalmente la fauna y la flora. 

La muestra más clara de lo sucedido es el declive del emblema del Parque Nacional: el pato colorado, un ave que depende de las praderas submarinas que antes tapizaban el humedal. “Esto es a lo que hemos llegado después de 50 años de agricultura intensiva”, asegura Rafael Gosálvez, que defiende que hoy en día, “las Tablas de Daimiel no tienen valor para ser Parque Nacional”. 

El geógrafo es muy crítico con la última medida tomada desde el espacio protegido: este verano se desmontaron las pasarelas por donde los visitantes siempre han accedido al humedal, se segó la vegetación de carrizos y eneas y después entró maquinaria pesada para retirar los sedimentos acumulados, hasta una profundidad de 30 centímetros. El plan, propuesto por investigadores del Museo Nacional de Ciencias Naturales del CSIC para “restaurar los valores ambientales del Parque Nacional”, solo abarca la zona que ven los visitantes. “Es maquillaje ambiental puro y duro”, dice el representante de Ecologistas en Acción. 

El daimieleño Alejandro del Moral lamenta que solo se planteen “medidas de emergencia”. “Nadie ha dicho, ‘oye, a esto hay que darle una vuelta’”, reflexiona el guía. Antes de que se levantaran las pasarelas, había dejado de llevar clientes al Parque Nacional. “Temes que quien viene lo vea tan deteriorado que piense que es una lucha perdida.”

Año aciago para los últimos colosos de hielo

Los glaciares del Pirineo, los últimos de la Península Ibérica y los más meridionales de Europa, van claudicando ante la crisis climática. La escasa nieve caída el pasado invierno se derritió muy pronto en primavera, y el calor extremo de los meses estivales ha sido letal para estos colosos de hielo, que han sufrido su peor verano de la última década. 

“Este año ha sido muy malo, ha sido excepcional. En junio teníamos la nieve que suele haber en septiembre”, explica Jesús Revuelto, un físico del Instituto Pirenaico de Ecología del CSIC. Despojados tan pronto de su manto protector, las altas temperaturas han hecho estragos en los glaciares. Los datos preliminares que ha obtenido el IPE en esta campaña muestran que el hielo del glaciar del Aneto, la cumbre más alta del Pirineo, ha perdido unos tres metros de espesor. En el del Monte Perdido, el cuerpo inferior se ha dividido en dos y eso “puede marcar un antes y un después” de cara a su evolución. 

El equipo del que forma parte Revuelto lleva estudiando los mayores glaciares del Pirineo desde 2011. Al principio utilizaban un escáner láser, pero ahora emplean un dron que toma cientos de fotos desde el aire para generar una imagen tridimensional del hielo. En una década, han medido un descenso dramático en el espesor del glaciar del Monte Perdido, que seguramente supere los 10 metros de media tras analizar los datos de este verano. En las zonas más gruesas, a ese glaciar y al del Aneto no les quedan más de 40 metros de hielo.

Este investigador del IPE se introdujo en este campo a partir del estudio de la nieve, “el alimento de los glaciares”. Su pasión por las montañas le llevó a desarrollar en las alturas su carrera investigadora, y habla con tristeza de la desaparición de los últimos glaciares pirenaicos. “Con la evolución climática actual y el declive que llevan desde hace muchos años, no tienen salvación”, asegura Revuelto. 

El retroceso de los glaciares en todo el planeta es una de las muestras más palpables de la crisis climática, una realidad inquietante para quienes aman las montañas. En julio, 11 montañeros perdieron la vida en los Alpes italianos tras el desprendimiento de un gigantesco serac, un bloque de hielo que colgaba del glaciar de la Marmolada. El desastre sucedió en medio de una ola de calor, un día después de que se registrara una temperatura récord de 10 grados en la cumbre. 

En otras partes de los Alpes también se ha vivido un verano sin precedentes. Los guías de Chamonix suspendieron las ascensiones al Mont Blanc por su vía normal porque la montaña se estaba desmoronando, literalmente: al derretirse el permafrost, la tierra helada que mantiene pegadas las rocas, los desprendimientos eran constantes. En Suiza, los glaciares han perdido un 6% de toda su masa de hielo, tres kilómetros cúbicos: suficiente agua para llenar todos los embalses de los Alpes suizos.

En un planeta cada vez más caliente, para ver el futuro de los Alpes basta mirar al Pirineo. En 1850 había 52 glaciares en la cordillera y hoy solo quedan 19, en su mayoría pequeños heleros al borde de la desaparición. El destino de algunos será convertirse en lagos de alta montaña, como el que surgió de los hielos del glaciar del Aneto en 2018, a 3.150 metros. El más joven, y también el más alto del Pirineo. 

Dehesas, un paisaje agostado y olvidado

Entre los paisajes de la Península Ibérica, quizás ninguno sea tan icónico como las dehesas que cubren tres millones y medio de hectáreas entre España y Portugal. Un ecosistema moldeado desde hace siglos por la mano del ser humano, que abrió claros en el bosque mediterráneo para alimentar a los rebaños de ovejas o cultivar la tierra, manteniendo las encinas y alcornoques que regalaban sus bellotas, su corcho y su sombra. 

En su ‘Manifiesto por la dehesa’, el escritor Joaquín Araújo apuntó que “son uno de los mejores logros también de la historia de la humanidad, pues aportan un claro y demostrado ejemplo de compatibilidad entre la Cultura y la Natura”. Son el hogar de algunas de las especies más singulares de la fauna ibérica, como el lince, el águila imperial o el buitre negro. 

Sin embargo, quienes cuidan de ese ecosistema único llevan años alertando sobre su precario estado. La ganadera María Pía Sánchez, presidenta de la Federación Española de la Dehesa (FEDEHESA), cuenta que los pastos de su finca de Badajoz amarillean antes de cada primavera, y la lluvia llega más tarde cada otoño. Según datos de la Agencia Española de Meteorología, el clima árido ha duplicado su extensión en España desde mediados del siglo XX, alcanzando muchas zonas de dehesas en Extremadura, Andalucía y Castilla-La Mancha. 

“Las dehesas son ecosistemas muy frágiles en este escenario”, dice Sánchez. Millones de encinas y alcornoques están muriendo víctimas de una plaga silenciosa, la ‘seca’, causada por un hongo  –a fitóftora– que se ceba con los árboles debilitados por la sequía. Esta ganadera, que cría ovejas merinas, una raza autóctona, cuenta que a los impactos climáticos se suma la crisis de la ganadería extensiva. Obligados a competir con la producción industrial de carne, muchos ganaderos tienen que elegir entre echar el cierre o tratar de producir más y más, exprimiendo sus dehesas por encima de su capacidad de regeneración natural. 

“El mercado no valora la ganadería extensiva, los costes son enormes y el beneficio es muy bajo”, cuenta Sánchez. Entidades como FEDEHESA están trabajando para crear un sello que permita diferenciar los productos de la ganadería extensiva (carne, pero también huevos, lácteos, lana…) frente a los procedentes de la ganadería industrial.

La ganadera habla de “una nueva esperanza” para las dehesas: la venta de créditos de carbono a empresas que quieran compensar sus emisiones de gases de efecto invernadero. “La dehesa es un sistema vivo, el ganado come hierba y promueve el crecimiento continuo de la hierba. Es un sumidero de carbono muy importante”, defiende Sánchez. “O tenemos un golpe de suerte y la gente se enamora de la dehesa y nos paga por producir servicios ecosistémicos, o lo veo muy negro”.

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