El miedo a morir da ganas de potar. Literalmente. No sé si te habrás encontrado alguna vez ante una situación en la que aceptas que la muerte es una posibilidad real y en la que uno no tiene margen de actuación posible. Me refiero a una situación inesperada y a los segundos o minutos que siguen en los que entiendes que puedes morir sin apenas poder maniobrar para cambiar la situación. En mi caso esta situación y su náusea consiguiente se produjeron en un momento concreto que mi mente se ha esforzado en enterrar durante los últimos quince años.
Corría el año 2001, abril o mayo, yo tenía 19 años y aunque me creía madurísima aún no contaba con suficientes herramientas para gestionar lo que estaba por ocurrir. Yo me afanaba en encontrar mi personalidad única y arrolladora entre canciones de los Strokes, frases del Principito, partidas de la serpiente en el Nokia, manifestaciones contra la LOU y exposiciones de arte contemporáneo. La igualdad de género era algo conseguido ya por nuestras mayores y superado por nosotras, universitarias del nuevo milenio. El cielo era el límite y el feminismo algo un poco arcaico.
En aquella primavera andaba terminando el primer curso de la carrera y vivía en un colegio mayor en el parque del Oeste (Madrid). Y llegamos al momento que nos ocupa, el de la náusea: yo volvía al colegio mayor tras una noche de fiesta con las amigas de la facultad. El metro más cercano era Moncloa por lo que para llegar al colegio había que cruzar el parque del Oeste, era ya de día y pensé que a plena luz ya no habría “malos”, que las cosas malas pasan por la noche y no con ese solazo. ¡Error!
Comencé a andar a ritmo ligero y casi llegando al final del parque, a escasos cien metros de la salida, cuando pasaba por la estatua ecuestre sentí como alguien me “abrazaba” por detrás. Mi primer pensamiento fue que alguien del colegio que también volvía a casa y que estaba algo borracho me saludaba efusivamente e incluso me entró la risa. Fue cuando ya en el suelo la persona no me soltaba y me apretaba los brazos con mucha fuerza para que no pudiera soltarme, cuando entendí lo que estaba pasando. Vi el cuchillo en su mano y deje de patalear, fue entonces cuando me puso el cuchillo en el cuello y me dijo que obedeciese si no quería morir. Era un cuchillo como para cortar ramas en un campamento, con un filo ancho y largo y una empuñadura ancha.
Me llevó hacia una zona más profunda del parque y en ese momento, en el camino, pude visualizar con claridad titulares sobre mi agresión y muerte: “Joven violada y asesinada en el parque del Oeste”. Imaginé perfectamente el telediario con Ana Blanco dando la noticia, vi a mis padres y hermano llorando sin consuelo y no dejaba de pensar que no quería morir, o no de aquella forma al menos, principalmente porque no quería hacerles sufrir. Imaginé también mi cadáver desechado en aquel parque, vejado e inerte.
Hay pocas cosas tan absurdas como escuchar tu propia voz suplicando que no te maten. “Por favor, no me hagas daño, por favor”. Repetí estas palabras entre sollozos como había visto hacer en películas y preguntándome si surtirían efecto. Recuerdo las fuertes náuseas que retorcían mi cuerpo entero. En ese momento pensé algo así como: “No me creo que encima de pasarme lo que me está pasando mi cuerpo vaya a su bola y me entren ganas de vomitar”. Más tarde he leído que es una reacción física normal tener náuseas por miedo en situaciones próximas a la muerte, que les pasa a los que van a fusilar; mi cuerpo no iba por libre sino que mostraba su rechazo como podía.
Me pegó un puñetazo en la cara y me mandó callar y cerrar los ojos. Se desabrochó los pantalones y dijo “chúpala y te podrás ir”. Lo siguiente que recuerdo es que al irse me ordenó que contase hasta 50 en alto y con los ojos cerrados, que si los abría antes me mataba y ahí me quedé, de rodillas, contando como en el escondite, escuchando de nuevo mi voz quebrarse con cada número. Después me levanté y comprobé mi estado general, las rodillas ensangrentadas por la primera caída (la del “abrazo”), un dolor fuerte en la cara por el puñetazo, una bota sin tacón, fuertes temblores en las manos, una sensación de asco infinito que aun llevo conmigo y la náusea. Y un pensamiento al que agarrarme con fuerza: “Bueno, al menos no me ha violado, porque si me hubiera violado, eso sí que hubiera sido grave”. Olé yo.
La culpa
Después vino la denuncia, para que al menos quedase constancia del suceso en las estadísticas antes de enterrarlo, pensé que para siempre, en lo más profundo e inaccesible de mi cabeza. Pensé en ello miles de veces. No volví a hablar de ello nunca hasta hoy. Al leer ahora todos los testimonios que van saliendo a la luz sobre acosos y agresiones vividos por tantísima gente recuerdo y revivo sensaciones que veo que son bastante comunes.
La culpa: ya he aprendido que nada fue mi culpa pero en el momento en que pasó mi sensación era de haber sido muy tonta por haber estado allí sola a esas horas, por haber llevado falda, por no haber ido más deprisa, por haber salido esa noche cuando podía haberme quedado en el cole estudiando… Las duchas interminables, como para borrar de tu piel esa sensación. Solía pensar que cuando cicatrizasen las heridas de las rodillas parte del problema desaparecería, ya que al no verlas constantemente podría empezar a olvidar, pero resultó no ser tan fácil.
La impotencia de saber que iba a seguir pasando a otra gente y no poder evitarlo. Una vez pasado el trance deseas que nadie en su vida corra ese peligro. Y te sientes inútil y culpable y responsable por no poder hacer nada para evitarlo. Piensas sin parar formas en las que se podrían evitar futuras agresiones: ¿tal vez si el parque estuviera diseñado de otra forma?, ¿si se pusiera vigilancia constante?, ¿un servicio de carabinas para acompañar a residentes en los colegios?, ¿más iluminación?, ¿autobuses lanzadera?
La ansiedad, esa sensación de que falta el aire cuando te acuerdas del momento más de cien veces al día: una película, un parque, la ropa que llevabas colgada en el armario, cuando alguien propone un plan y no sabes qué decir porque no sabes cómo podrás volver a casa. Miedo extremo a estar sola por la calle, un miedo irracional, paranoico, de pensar que cualquier persona que te cruzas va a hacerte daño, un estado de alerta constante pero disimulado todo el tiempo.
No querer contarlo a nadie por varias razones: tenía la esperanza de que si lo enterraba profundo lo superaría más rápido, por otro lado no quería sacar el tema para no provocar dolor a mis seres queridos. Además, me resistía a que esta experiencia definiese mi identidad y limitase mis comportamientos, y quería a toda costa evitar generar compasión a mi alrededor.
Dieciséis años más tarde, eclosionan historias en todo el planeta erosionando catárticamente ese tabú, esa culpa, esa vergüenza y ese estigma y que posibilitan un clima propicio para compartir y entender, y ese clima acompaña, fortalece, consuela y arrulla al fin a supervivientes que, como yo, tenían esta conversación pendiente. Gracias presente por traernos esta conciencia de lo que no hay por qué soportar en silencio y soledad y que nos permite construir un futuro en el que las mujeres sean tan dueñas del espacio público como los hombres.
*Nombre ficticio
Esta historia forma parte de la serie Rompiendo el Silencio, con la que eldiario.es quiere hablar de violencia y acoso sexual en todos los ámbitos a lo largo de 2018. Si quieres denunciar tu caso escríbenos al buzón seguro rompiendoelsilencio@eldiario.es. Rompiendo el Silencio