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La pasajera 2.388 del Stanbrook, el último barco en huir de Franco: “Hubo gente que se suicidó por no poder subir”

María Egea cuando era niña, en varias fotos familiares en Argelia.

Marta Borraz

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La primera vez que María Egea Muñoz de Zafra volvió a pisar España habían pasado 18 años desde que la abandonó. Regresó para conocer a su familia, a sus tíos y sus primos, a los que no recordaba porque con solo cinco años, esta mujer que hoy tiene 90, partió del puerto de Alicante junto a sus padres y su hermano hacia el exilio en el famoso carguero británico Stanbrook. Dejaban atrás su Cartagena natal, sus vidas, sus anhelos y a su gente querida. Y lo hacían porque la militancia socialista y republicana de su familia los ponía en peligro ante lo que se venía: la implacable y violenta represión franquista.

Faltaban solo cuatro días para el final de la Guerra Civil, cuando en la tarde del 28 de marzo de 1939 el Stanbrook se convirtió en el último barco en trasladar fuera del país a republicanos españoles antes de que las tropas sublevadas entraran en el puerto. La hazaña de su capitán, el galés Archibald Dickson, que en vez de cargar las naranjas y el azafrán que iba a buscar –el buque se dedicaba al comercio de mercancías con la República– decidió subir a bordo a todos los civiles que pudo, en total, 2.645 adultos y niños que huían del avance de los franquistas.

Entre ellos estaba María Egea, que ha hecho esta semana una visita fugaz a Madrid desde París, donde vive desde 1996, para recibir del Gobierno una declaración de reparación que reconoce su historia y la de su familia como víctimas del franquismo. Con su hermano Pedro y sus padres Mateo Egea, que fue concejal del PSOE en Catagena, y María Josefa Muñoz, también socialista, hicieron la travesía de 22 horas rumbo a la ciudad argelina de Orán completamente hacinados en los 70 metros de largo y diez de ancho de la cubierta. “No cabía un alfiler”, señala María Egea, que tenía el número de pasajera 2.388. Reconoce que sus recuerdos “son difusos” debido a su corta edad, pero en casa escuchó después innumerables veces lo que fue aquello.

“Era un auténtico caos, había muchísima precipitación y tumulto, yo iba de la mano de mi madre y creo que mi padre entró antes que nosotros. Alicante era el último punto al que podíamos ir, es difícil imaginar lo que fue aquella huida”. El Stanbrook se convertiría así en un símbolo de la derrota republicana, del miedo y la desesperación que asoló a quienes sabían que su futuro en España estaría marcado por la persecución. La caída de Catalunya, la descomposición de la resistencia republicana y la toma de Madrid hicieron inminente la victoria franquista y desde hacía días circulaban rumores de que buques ingleses, rusos y franceses iban a sacarles del país, así que el puerto se convirtió rápidamente en un hervidero de gente.

Los que se quedaron

Varios miles de personas se agolpaban en los muelles y llegaban en riadas sucesivas dejando todo atrás y con la esperanza de poder salvar la vida. Otros muchos barcos habían partido de las costas españolas con anterioridad, pero solo el Maritime, que pudo embarcar a muy pocas personas, y el Stanbrook salieron de Alicante. Al carguero finalmente solo subió una pequeña parte de todos los que lo anhelaban y miles de personas quedaron en tierra sumidos en la angustia y el pánico. Muchos fueron capturados por las tropas sublevadas y trasladados a campos de concentración como el de Albatera o Los Almendros.

“Todos intentaban subir a bordo, pero la mayoría no pudo. Hubo gente que prefirió tirarse al agua y suicidarse porque no querían que los nacionales los cogieran”, relata María Egea. Su familia fue afortunada y consiguió entrar en el barco al completo. Cree que en ello pudo influir que sus tíos eran Julia Álvarez Resalo y Amancio Muñoz de Zafra, que habían sido diputados socialistas del Frente Popular. Él falleció en la guerra a causa de una enfermedad y ella siguió teniendo un papel activo en la contienda, durante la que fue nombrada gobernadora civil de Ciudad Real, convirtiéndose en la primera mujer española en desempeñar tal cargo.

El viaje a bordo, explica María Egea, fue “muy duro”. Navegaron durante toda la noche con las luces apagadas y en completa oscuridad para evitar ser alcanzados por la aviación y los buques franquistas intentando mantener con extrema dificultad la estabilidad del barco debido al peso de tantísimas personas. Según cuenta la mujer, aún así sufrieron bombardeos durante la travesía, pero “las maniobras del capitán lograron mantener el buque a flote”, esgrime. Así llegaron a tierra africana, a Orán, entonces colonia francesa.

El periplo argelino

Allí empezaría un segundo periplo para María Egea y su familia y para la inmensa mayoría de protagonistas de este exilio masivo. El Stanbrook no tenía permiso para amarrar en el muelle y desembarcar y, mientras Archibal Dickson negociaba con las autoridades oranesas, los embarcados fueron obligados a mantenerse en el carguero hacinados. A los días, mujeres y niños pudieron salir, pero los hombres fueron obligados a quedarse algunas semanas hasta que Orán autorizó su desembarco por cuestiones de salubridad, explica la mujer, que recuerda que fueron tratados “como si portáramos un virus mortal”.

Ya en tierra, su familia fue separada. Ella, su hermana y su madre fueron trasladadas a la prisión civil de Orán y los hombres jóvenes como su padre a un campo de trabajo forzado en Relizane y posteriormente a otros del sur del país. Fue el destino de muchos exiliados españoles, que tras huir de Franco tuvieron que afrontar el encierro en duras condiciones hasta que en 1943 los campos fueron liberados por parte del ejército estadounidense. Entre los trabajos que Mateo tuvo que realizar estuvo la construcción del ferrocarril transahariano, un ambicioso proyecto que buscaba conectar el Mediterráneo con el Atlántico a través del desierto del Sahara y que nunca llegó a completarse.

Mientras tanto, en la cárcel civil de Orán, mujeres y niños se organizaban como podían. “Con el paso de las semanas comenzamos a poder salir, aunque siempre vigilados, y mi madre encontró un trabajo cosiendo. Al año fuimos liberados y ella comenzó a trabajar de portera. Vivíamos en una habitación de 2 por 2,5 metros y empezamos a hacer vida allí, a ir al colegio...”, recuerda María. Este fue el camino que tomaron parte de los exiliados españoles, otros pasarían a engrosar las filas de la Legión Extranjera Francesa para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Entre ellos, los integrantes de La Nueve, la unidad de españoles que liberó París.

La familia Muñoz de Zafra acabaría reuniéndose y viviendo en distintos puntos de Argelia al tiempo que a su padre, que había trabajado en el ferrocarril en España, le fueron destinando a diferentes estaciones. Así vivieron, juntos, hasta que sus padres en 1975 decidieron emigrar a París. Ella vivió en Argel, donde trabajó dando clase de español y francés hasta su jubilación, cuando se trasladó también a París. “Mi padre siempre nos contaba cosas sobre España, era muy patriota y nos dio ese amor por el país que yo llevo en el corazón”, dice a pesar de que nunca volvió a vivir en él.

Ahora, a sus 90 años y reconocida por el Estado español como víctima del exilio, echa la vista atrás y ve mucho sufrimiento y también gratitud. En su memoria y en su cuerpo está todavía presente la sensación infantil “de humillación” que vivió al llegar a Argelia “porque nadie quería a los rojos, era como si fuéramos monstruos o delincuentes”, pero también hay agradecimiento y “una deuda eterna” con el capitán del Stanbrook, Archibald Dickson, cuyo nombre nunca se le ha olvidado. Ni a ella ni a ninguno de los pasajeros. Su figura, de hecho, ha sido en los últimos años rescatada del olvido y en el puerto de Alicante su busto, que ha sido vandalizado en varias ocasiones, recuerda su hazaña. “Todos los que embarcamos le debemos la vida”, zanja María Egea.

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