Getafe Sector 3 tiene nombre de incubadora, de proyecto secreto, de novelita de ciencia ficción. De maqueta a la que alguien se olvidó de darle un nombre de verdad al pasar a la vida real, o le dio pereza, o le venció la inercia. Es un barrio de laboratorio, construido desde la nada. En él viven cerca de 30.000 personas, gran parte de ellos en pulcras líneas de chalés adosados, formando ordenadas urbanizaciones. Desde el aire, el paisaje se confunde con una placa de circuitos integrados.
Como una ciudad en miniatura, al Sector 3 no le falta su centro comercial (dos, en realidad), su polideportivo, sus colegios públicos y privados, su instituto, su club social, su centro cultural y, en una inesperada apuesta de amor por el arte, su conservatorio de música y hasta un centro de poesía que conserva el legado de José Hierro. Entre el conservatorio y el centro poético, separados por pocos metros de distancia, hay un parque de skate, acompañado de una escuela de aprendizaje de este deporte. Pegando a todos estos lugares de enseñanza, hay uno que no cuenta nada: se trata de dos montículos de piedras grafiteadas, sucias, ruinas abandonadas y cubiertas de maleza. Ante la ausencia de mayor explicación, parecieran dos piedras en el camino de la edificación total, del aprovechamiento de cada metro cuadrado con cualquier cosa que sea de utilidad. “Un cáncer urbanístico”, que es como llama a esta voracidad una de las personas que más sabe de la historia de Getafe, José María Real Pingarrón, vicepresidente de la Asociación Amigos del Museo de Getafe y autor de 11 libros de historia sobre esta ciudad.
Se trata de dos fortines, uno junto al otro, con forma de prisma rectangular bajito, o de cubo cortado a media altura. A uno de ellos le falta el techo y la maleza crece en su interior. En el otro se ve la basura acumulada al mirar por la tronera por la que los soldados sacaban sus metralletas. Se construyeron para reforzar la línea de defensa ante las tropas franquistas que avanzaban por la carretera de Toledo, camino de Madrid. Cuando en 1985 se diseñó Sector 3, las máquinas estuvieron a punto de arrasar con ellos, pero el excalde de Getafe, Pedro Castro, dio la orden de preservarlos. Aquel era el primer mandato del edil socialista. Luego renovó seis veces más, pero nunca quiso memorializarlos o musealizarlos. Sencillamente, los esquivó.
El motivo, según José María, es que en Getafe impera “la ley del silencio”. Significativo, en un lugar cargado con tanta historia: las trincheras de la guerra; el hospital de sangre por el que pasaron 6.000 hombres y murieron más de 600 soldados franquistas, situado en el Colegio de los Escolapios o la atestada cárcel, que contuvo –“como piojos en costura”, dice el historiador— hasta 1.700 presos a un mismo tiempo y por la que pasó Rosario la dinamitera. Tímidamente, el murmullo que supondría la instalación de 15 placas explicativas en esos lugares de memoria a lo largo de Getafe, podría convertirse en una conversación en voz alta.
No hay solo silencio, también hay conflicto en el Sector 3. El nombre de Francisco Lastra Valdemar, último alcalde republicano de Getafe, ha sido arrancado dos veces de la historia. La primera, cuando el Ayuntamiento de Madrid retiró las lápidas con los nombres de los fusilados en el Cementerio de La Almudena, tapia contra la cual fue fusilado Lastra en 1940. La segunda, cuando en enero de 2020 alguien robó la placa que le rendía homenaje, instalada sobre una humilde piedra, junto a un árbol cualquiera, a la sombra de los áridos bloques de vivienda nueva. Dos años antes, el consistorio declaró a Lastra alcalde honorífico, a pesar del voto en contra del Partido Popular, que dijo que “su biografía no es merecedora de ningún reconocimiento”. Agricultor de profesión y miembro de la UGT, Francisco Lastra jugó un papel importante en el fracaso de la sublevación militar en Getafe, en el momento del Golpe de Estado. Aguantó lo que pudo, pero cuando las tropas del general Varela comenzaron a doblegar los pueblos del sur de Madrid, muchos huyeron a la capital, incluyendo el pleno de la corporación, que se trasladó, sin disolverse, a la trastienda de la alpargatería Torres, que todavía sigue abierta en el número 185 de la calle Alcalá, junto a Manuel Becerra.
Cuando Lastra fue apresado, le internaron en la insalubre prisión de Getafe, donde no había agua corriente, los pozos de aguas fecales estaban anegados y todo lo que tenían para beber era lo que cabía en una lata que había contenido leche condensada. En las noches, para dormir, si querían darse la vuelta tenían que hacerlo de veinte en veinte. A los que sacaban de madrugada, en un carro de la basura con una campanilla que tintineaba, y que despertaba a todos los presos anunciando el terror de una muerte aleatoria e inminente, se los llevaban a fusilar al que llamaron “cementerio rojo”. Por allí pasaron más de 2.600 personas que, si sobrevivieron, no olvidaron. Hoy en día, aquel lugar de horror se ha convertido en la biblioteca pública Ricardo de la Vega. En la puerta no hay una placa que recuerde lo que pasó allí, pero sí hay una escultura en homenaje al último alcalde franquista, Ángel Arroyo Soberón.
Parece que en un futuro no muy lejano habrá una explicación junto a los fortines que rompa la intriga del paseante sobre estas piedras sucias y abandonadas. Pero eso no quiere decir que dejen de estar sucias y abandonadas. Aún no hay plan para ello. El ayuntamiento actual tiene un grupo de memoria histórica dentro de la concejalía de cultura, por lo que hay interés en proteger los lugares de memoria, que se extienden también por los fortines del controvertido Cerro de los Ángeles y las trincheras del Barranco de Filipinas, muy cerca del monolito que recuerda el accidente aéreo de La Marañosa, donde cayó un avión de Iberia que cubría la línea entre Tánger y Madrid en 1957. La ley del silencio a la que aludía José María es la que decide qué esculturas y monolitos deben recordar los sucesos de la historia y qué conviene dejar de lado hasta que se convierta en ruina.
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