En primera persona: el testimonio de las mujeres que han sentado al Opus Dei en el banquillo

Buenos Aires, Argentina —
11 de octubre de 2024 22:19 h

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Susana Lencina era la criada adolescente de una familia en Rosario cuando su patrona la subió a un coche para que la llevaran a la escuela de mucamas del Opus Dei en Buenos Aires.

A Tita Villamayor la fueron a buscar con su prima en un pueblo rural de Paraguay a los 15 años con la promesa de una escuela en la capital, Asunción, y pronto la llevaron a la Argentina y la pusieron a trabajar.

Beatriz Delgado logró escaparse después de servir 16 años sin salario y en condiciones de encierro, pero la encontraron y la obligaron a regresar contra su voluntad por nueve años más.

A Alicia Torancio la sobremedicaron con pastillas psiquiátricas y la dejaron en una habitación para que ninguna de sus compañeras pudiera verla.

Cuando falleció su padre, Norma Martínez no tenía dinero para el entierro y no la ayudaron; le dijeron lo mismo que cuando pedía ver a su familia: que practicara el desprendimiento y que su familia era la Obra. 

Las de Susana, Tita, Beatriz, Alicia y Norma son sólo cinco de las 44 historias que la justicia argentina escuchó en los últimos dos años antes de presentar una histórica acusación por trata de personas y explotación laboral contra las autoridades regionales de la Prelatura de la Santa Cruz y el Opus Dei, que pone a las máximas autoridades de la organización en la región Río de la Plata en el banquillo. 

Reclutamiento y captación

Algunos de los casos han prescrito, pero los testimonios dibujan un modus operandi de reclutamiento que comenzaba con la promesa de una escuela de formación en hotelería o tareas domésticas en la que las adolescentes, de entre 13 y 17 años, ingresaban como internadas y se las aislaba de su familia. Para algunas, en especial para las que enviaban desde países limítrofes, la promesa de la escuela desaparecía en el camino y directamente llegaban a “centros” –casas donde viven los miembros célibes, varones y mujeres por separado– a trabajar.

Eso le pasó a Tita, que dejó su casa y a sus nueve hermanos con la ilusión de estudiar y sin hablar castellano. “Todos los días yo esperaba que empezara la escuela, pero nunca empezó. Lo único era trabajar, trabajar y trabajar”. Estuvo así casi una década. Nunca recibió un salario. Apenas vio a su familia en años. 

¿En qué condiciones una mujer pobre, inmigrante y menor de edad consiente ‘dedicar su vida’ a servir a los demás fieles? ¿Cuál es el valor jurídico de esa supuesta ‘voluntariedad’?, se preguntan los fiscales

Dentro del Instituto de Capacitación en Estudios Domésticos (ICIED), la justicia describe un sistema de captación basado en el control espiritual y el aislamiento. Alicia lo describe así: “Cuando llegás ahí te empiezan a lavar la cabeza. Te dicen que tenés vocación para ser santa, que podés aportar al mundo a través de tu trabajo. Yo era muy idealista”. A las que se resistían, las convencían con amenazas: “Cuando no veías tu vocación te decían que no podías ir en contra de la voluntad de Dios”, agrega Susana, que se resistía a aceptar convertirse en numeraria auxiliar del Opus Dei, la categoría creada por la organización específicamente para esas mujeres pobres que, dice la justicia ahora, “estaban destinadas a ser mucamas toda su vida”.  

“¿En qué condiciones una mujer pobre, inmigrante y menor de edad consiente ‘dedicar su vida’ a servir a los demás fieles? ¿Cuál es el valor jurídico de esa supuesta ‘voluntariedad’?”, se preguntan los fiscales Eduardo Taiano, titular de la Fiscalía Nacional Nº3, y los fiscales de la Procuraduría contra la Trata y Explotación (PROTEX), Alejandra Mángano y Marcelo Colombo en el escrito de 116 páginas que desde hace un mes está en manos del juez Daniel Rafecas.

Trata y explotación

Delgado estuvo 24 años dentro del Opus Dei como numeraria auxiliar. “Te iban rotando de trabajos: una temporada en el planchero, después al lavadero, al comedor a servir la mesa, otro tiempo en la cocina y siempre en la limpieza, porque apenas te levantabas, sin desayunar ni nada, había que ir a limpiar. Fregué baños sucios de los numerarios hasta que me dañé las rodillas y también me arruiné la columna levantando cajones de verduras: salí de la Obra con una hernia de disco en la zona lumbar”.

El relato de la mujer, que nació en Paraguay pero desde muy chica vivió con su madre en Argentina, tiene una etapa aún peor: “Te decían que tenías que trabajar hasta terminar exprimida como un limón, o nos daban el ejemplo del burrito de Noria, que nunca se detiene. Tenía tan metido eso en la cabeza que una vez tuve tuberculosis y seguía trabajando, tosiendo todo el día y la noche, débil. Porque me obligaban y porque yo sentía que fallaba a Dios si dejaba mi puesto”. 

Alicia tenía 16 años cuando la convencieron de irse de su casa en el campo, en la provincia argentina de Corrientes, a Buenos Aires. Pasó por la escuela y luego fue a trabajar. A los 22, ya estaba a cargo de una cocina que alimentaba a alrededor de 100 hombres del Opus Dei. La exigencia la enfermó, dice. La depresión la llevó a pesar 45 kilos y terminó internada en un neuropsiquiátrico tras un intento de suicidio.

No le dijeron nada a su hermana, que estaba también dentro del Opus Dei. Tampoco a otra hermana que estaba afuera y que iba a golpear la puerta para saber cómo estaba y no la recibían. Alicia explica por qué aun con esa depresión no logró irse hasta los 30 años. “No me iba porque me dijeron que ese sufrimiento era mi cruz, que tenía que ofrecerlo”. 

Norma también salió con una gran depresión y muy medicada. Cuando no pudo más logró, con mucha insistencia, que la dejaran ir a casa de su madre y desde allí avisó que no volvería. Entonces le dijeron que ya no le pagarían la medicación y que se las arreglara sola. Tenía 38 años, había entrado a los 17. Jamás le habían pagado un salario. Consiguió un médico que de a poco le fue sacando las drogas. “No podía creer lo que me hacían tomar”. Después consiguió una psicóloga que la ayudó a salir adelante.

Lencina se escapó en 1999, después de siete años, desde la sede central del Opus Dei en la Argentina, en el barrio de la Recoleta. Ahí funciona, detrás de la principal residencia de varones numerarios y sacerdotes, la residencia de mucamas más grande del país y por allí pasaron en algún momento de sus vidas todas las mujeres denunciantes. Según los relatos, era uno de los lugares donde más trabajaban, sin descanso, para sostener un servicio de 24 horas siete días a la semana.

El despertador sonaba antes de las 6 de la mañana y debían saltar de la cama para ponerse en actividad. Después de arrodillarse, besar el suelo y decir “Te serviré”, comenzaba una rutina de trabajo y oración que sólo les dejaba media hora de tertulia entre ellas como todo descanso, pero ni siquiera entonces podían hacer algo fuera del “Plan de Vida”. En la tertulia sólo se podía hablar de “cosas de la Obra y de nada personal”, cuenta otra de las 44. 

Lo que más recuerdan todas las mujeres de ese lugar era “el planchero”, un salón en el subsuelo con grandes rodillos para planchar decenas de sábanas que era una especie de sauna irrespirable y donde pasaban horas de pie, a veces hasta descomponerse. Otra cosa que no olvidan es la lámina color caramelo que cubría las ventanas de la torre de seis pisos y que no les dejaba ver siquiera el cementerio de la Recoleta, ubicado en diagonal al edificio. “No podíamos ver hacia afuera ni nadie nos podía ver a nosotras”, recuerdan.

“No te daban a elegir las tareas que hacías ni el lugar en el que vivías”, dice Villamayor, y coinciden las demás. Todas rotaron por distintas residencias del Opus Dei del país. Entre las 44 mujeres, hay algunas que fueron enviadas a otros países sin consulta: varias estuvieron en Paraguay, Bolivia, Italia y hasta Kazajistán. “La rotación” es justamente el aspecto central de la acusación de la justicia por trata de personas: “Las razones de los traslados eran variadas: cubrir funciones específicas, garantizar buena convivencia, motivos de salud, evitar vínculos afectivos y adaptarse a las necesidades institucionales”. El comunicado publicado por el Ministerio Público Fiscal agrega: “Una de las consecuencias más nocivas de esta lógica de traslados era que reforzaba la dependencia hacia el Opus Dei, al mantener a las numerarias auxiliares en constante movilidad y aislamiento”.

Para la fiscalía, es importante “abordar el caso desde un enfoque de género y de derechos humanos, ya que todas las víctimas son mujeres, pobres y en algunos casos inmigrantes, y según la investigación, fueron explotadas a través de actividades típicas del hogar como limpieza, mantenimiento y asistencia, entre otras”.

Taiano, Mángano y Colombo también señalan que “su identidad se constituía a partir de tareas serviles que realizaban para los estratos más altos de la estructura del Opus Dei, especialmente en beneficio del desarrollo espiritual, profesional y personal de los varones de la Prelatura”. Y, por último, agregan la perspectiva de los derechos de la niñez.

“Yo quiero justicia por la adolescencia y juventud que nos arrebataron, la relación familiar que dañaron y el engaño que mis padres y yo pasamos por querer estudiar”, dice Tita a elDiario.es. Y agrega un pedido al papa Francisco: “Le pido que nos dé una mano para poder avanzar y que así todas podamos gozar de una vida digna como merecemos, por todo lo que les hemos servido, como máquinas, y por cómo jugaron con nuestra conciencia. Eso dejó secuelas en cada una de nosotras”, dice la mujer, que se fue “antes de la locura”.

Susana, en cambio, dice que su deseo es que “el Opus Dei pague por lo que hizo y que deje de existir”. Alicia se suma con un pedido más: “Quisiera que se nos incluya a todas en esta causa, más allá de los tiempos legales, y que realmente se investigue, que los responsables respondan y que no se le permita al Opus que con el poder que tiene obstaculice la causa”.

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