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El problema con las mascarillas que nadie vio venir: muchos adolescentes no se las quieren quitar por vergüenza

“¿Van a quitar la mascarilla en los institutos? Ay, Dios mío, ahora me da vergüenza”. Este tuit de Adriana, cuando se empezó a hablar de que iban a quitar la obligatoriedad de usar el tapabocas en los institutos, suma 52.000 'me gusta'. Casi 52.000 personas que comparten este pensamiento –50 veces más de los seguidores que tiene, no es que tenga una legión de seguidores que todo se lo celebre–, que ha revelado un problema que pocos vieron venir: tras dos años de uso continuado de las mascarillas, ahora son muchos los adolescentes y preadolescentes que no se las quieren quitar y que esperan con aprensión el día que dejen de ser obligatorias también en clase.

“Muchos adolescentes nos hemos acostumbrado tanto a la mascarilla que es como que si nos la quitamos nos sentimos desnudos, ya sea porque a raíz de usarla nos han salido granitos y cosas así, o hay quien está acomplejado con su nariz y prefiere llevarla”, explica Adriana. Unos años más joven es María (tiene 12), pero esgrime similares argumentos. “La hemos llevado mucho tiempo y nos hemos acostumbrado a llevarla, es parte de mí ya y al quitártela te sientes rara”, y explica que le pasa con desconocidos, pero también con sus amigas más cercanas. El fenómeno es difícil de cuantificar, pero es bien real y está bastante extendido. Lo cuentan los propios afectados, lo ven los profesores en los colegios, lo confirman los psicólogos y lo sufren las familias.

Le pasó, para su sorpresa, a José Antonio Lucero, tutor de un 2º de la ESO en Rota, Cádiz. “Empecé a oírlo entre algunos de los alumnos cuando con la última actualización de la normativa se empezó a poder no usar en los patios, Muchos no querían quitársela por vergüenza”, cuenta. “La mascarilla no es solo un elemento que tape imperfecciones que puedan dar reparo, también sirve como barrera de emociones. Los adolescentes ya son de por sí personas que en su concepción del crecimiento y la autoestima intentan a menudo ocultar lo que sienten y han utilizado la mascarilla para eso también”, añade. El asunto, al menos en su caso, ha alcanzado la suficiente dimensión como para abordarlo en las tutorías.

“Nunca hay un solo factor cuando ocurren estas cosas”, explica Pedro Javier Rodríguez, pediatra del servicio de Psiquiatría del Hospital Nuestra Señora de Candelaria, en Tenerife. “Probablemente haya un factor cultural, hay familias más miedosas que otras –yo tengo alguna que no ha salido de casa en dos años de pandemia–, y otro factor de introversión y timidez; suele ser una suma de todo”, añade.

El psiquiatra abunda, sin dramatizar, en la idea de Lucero de que esta situación puede suponer un problema. “Es preocupante para el neurodesarrollo”, expone. “Los adolescentes aprenden a relacionarse a través de la expresión emocional de otras personas, sobre todo otros adolescentes. Pero si no ves la respuesta a una determinada actitud, ¿cómo aprendes si tu conducta es positiva o negativa? La expresión facial es muy importante para los adolescentes, y todo esto se ha perdido en los dos últimos años”.

La situación es extraña para todos, explica Cristina Alquézar, profesora en un instituto zaragozano. “Sinceramente, me da cierto reparo [quitármela] hasta a mí, cuando lo hago en el patio todos te observan detenidamente, llevan meses conmigo y no saben cómo soy; es muy raro”, cuenta.

Porque, como apunta Alquézar y observa Lucero, en el mundo educativo se da la particularidad de que algunos alumnos y profesores no se conozcan de cara en persona. Lucero es tutor de un 2º de la ESO (13 años), lo que significa que el alumnado de su clase entró en el instituto ya en pandemia, dos años con las mascarillas puesta. “De manera habitual no nos conocemos las caras, al menos no yo como profesor. Supongo que ellos se la habrán visto cuando están comiendo en el recreo o por la tarde en el parque, pero no todos, claro”. Y 24 meses después llega el shock.

“El hábito se adquiere rápido”

La psicóloga infantil Bárbara Zapico ha observado este fenómeno en niños algo más pequeños, entre 8 y 10 años. “Suele coincidir con gente que es más introvertida, con más inseguridad, que utiliza la mascarilla como las gafas, a modo de protección”, cuenta. “Y casi siempre coincide con niños que tenían ansiedad o fobias previas. Gente premórbida, que ya tenían la preocupación y la trasladan. Llevamos dos años con esto y el hábito se adquiere rápido si es continuo”, explica.

El asunto preocupa a muchas familias, que ven cómo sus hijos recelan de salir a la calle o realizar ciertas actividades. “Mi hija dice que le han dicho muchas veces que está muy guapa con la mascarilla y que no se la va quitar nunca”, cuenta Sara. Supone que se le pasará porque tiene 10 años, pero está inquieta. Como Juan, que explica que su hijo se ha puesto una ortodoncia durante la pandemia, mucha gente del colegio no lo sabe y ahora no quiere que lo averigüen. Los progenitores coinciden en señalar que sus vástagos no tienen un problema de vergüenza con sus amistades cercanas, sino con lo que considerarían conocidos, o incluso los desconocidos.

El fenómeno, a falta de una estadística que lo corrobore, parece una cuestión más de ellas que de ellos. O, como explica Lucero, “a lo mejor es simplemente que ellas lo tratan con más naturalidad, pero los chicos también tienen ese miedo adolescente a los granos”. Encajaría esta circunstancia con el hecho, este sí estudiado a principios de la pandemia, de que los hombres tienden a ser menos propensos a utilizar la mascarilla si no es obligatoria porque no “mola” (no es cool, en el estudio), es vergonzoso y signo de debilidad y estigma, según investigadores de la Universidad Middlesex de Londres, en el Reino Unido, y el Instituto de Investigación de Ciencias Matemáticas en Berkeley, California.

Los psicólogos recomiendan abordar la situación progresivamente. “Yo respetaría su decisión, cuanto más lo intentes forzar más lo va a hacer”, cuenta Zapico. “Hay una cosa que se llaman aproximaciones sucesivas, ir poco a poco. Por ejemplo, un día hasta la esquina sin mascarilla, otro día hasta la panadería”, propone. “O unas horas con y otras sin, mascarillas cuanto más transparentes mejor para que se vayan acostumbrando a verse la cara en el espejo o elegir ciertos sitios donde no se las ponen”, añade Rodríguez.

Porque el paso hay que darlo. “Igual que nos hemos adaptado progresivamente a la mascarilla nos tendremos que adaptar a no llevarla. Pero también los adultos, ¿eh?”, recuerda Zapico. Adriana, la adolescente de Sevilla que agrupó a 52.000 personas bajo la idea de la vergüenza de quitárselas, también es consciente de que hay que dar el paso. “Habrá que acostumbrarse y saber controlar las caras que hacemos debajo de la mascarilla sabiendo que nadie nos ve”, dice con sorna.