Un problema del periodismo, siete de los periodistas y dos de los lectores
El año pasado, justo después de dejar mi trabajo en El País, me pude permitir el mayor lujo de mi vida. Mientras esperaba la visa para entrar en Univision –la gran cadena latina de EEUU– pasé siete meses sin trabajar. Viajé, pero sobre todo me dediqué al placer de no hacer nada en especial, de saber que había una nómina en el horizonte y ninguna necesidad de madrugar al día siguiente.
Si antes de ese semiretiro me hubieran preguntado si podía vivir sin el periodismo, habría dicho que no. Ahora es una pregunta que me hace mucha gracia.
Una de las primeras cosas que cambiaron en mi vida durante ese tiempo fue mi relación con los medios. Dejé de ser una profesional extremadamente especializada en intuir lo que deseaban los lectores para, sencillamente, ser uno de ellos, alguien que miraba Facebook un par de veces al día y de vez en cuando veía la tele.
Tuve muchas revelaciones sobre el oficio, la mayor de las cuales podría resumirse en que está bien jodido. No es que antes fuera una optimista: había escrito un libro sobre la viralidad, un fenómeno que estaba empezando a desestabilizar muy seriamente a los medios digitales, pero conservaba cierta esperanza de que pudiera ser reconducido. Hoy tengo serias dudas sobre ello.
Cuando hace unas semanas me pidieron que escribiera sobre el periodismo acosado, sobre sus problemas en el país que abandoné, dije que sí, porque deseaba poner en orden las ideas que nacieron en esos meses y compararlo con mi breve experiencia en EE UU. Los días pasaron y el tema no avanzaba. ¿De verdad era necesario otro lloro, más lecciones, más falsa autocrítica, especialmente viniendo de alguien que decidió irse? Ahora tengo claro por qué no fluía la historia: la premisa fallaba. No es que el periodismo tenga dificultades, es que si queremos ser sinceros debemos hablar también de otro tipo de problemas: los de los periodistas y los de los lectores. Hablar solo de “los problemas del periodismo” es crear una abstracción, alejarlo de nuestra responsabilidad, despegarlo de la batalla cotidiana que está enfrentando a unos y otros.
El periodismo
Al periodismo lo que le ocurre es Internet. También la crisis, pero quizá en un mundo analógico hubiera podido oponer resistencia. El nuevo mundo es cruel, un violento caldo de cultivo en el que todas las ideas del mundo compiten entre sí por nuestra atención, dejando a las más débiles y menos adaptadas por el camino. Cualquiera puede hacerse famoso en internet en menos tiempo del que tardaría en encontrar un quiosco abierto. Quienes antes marcaban la conversación ahora la persiguen.
Cuando llegaron los medios descubrieron que la publicidad que antes disfrutaban en exclusiva ahora se dividía entre muchos, así que se pagaba muy poco por cada anuncio. Este es el pecado original con el que nace la prensa digital, lo que la alimenta y a la vez la destruye: sin límite de páginas, sin límite de papel, la capacidad de generar contenido es teóricamente infinita, y a más contenido, más publicidad, y por tanto, más dinero, aunque después en la práctica no se consiga vender todo. A un banner le da igual vivir en una exclusiva perseguida durante meses que en un teletipo pegado en un minuto, en un documental que en un video robado de YouTube. Las agencias de medios y los anunciantes, además, perpetúan un sistema en el que solo los líderes en tráfico de cada categoría pueden aspirar a otro tipo de publicidad. Es la maldición de la página vista, la respuesta a la pregunta ¿por qué todos publican lo mismo en todo el mundo, por qué tanta basura? La empresa de análisis de medios digitales Newswhip midió cuántas historias publicaban los medios en Facebook durante agosto de este año: The Daily Mail dio luz verde a 53.000, The Huffington Post a 16.000 y The Guardian y The Washington Post a 11.000. Es muy difícil controlar la calidad de esos volúmenes de contenido y, por tanto, mantener la credibilidad ante el lector. Una de las frases que más he oído en las redacciones en las que he trabajado es “¿pero alguien se ha leído ESTO que hemos publicado?”.
La técnica del volumen funciona. Se puede conseguir tráfico (y por tanto, ingresos) de dos formas: creando una larga cola de muchas piezas cruzando los dedos para que alguna funcione mejor que el resto; o creando menos y acertando más. Como dice Jaime Rubio, periodista de Verne, en realidad solo haría falta publicar una historia al día, el problema es saber cuál. Incluso los medios más exquisitos han optado por mezclar ambos modelos. Aunque en España aún queda mucho espacio para el segundo modelo, en EE UU incluso ese mercado empieza a estar difícil: demasiada gente teniendo razón a la vez, con el ángulo y el texto perfecto, con sus temas relevantes imposibles de encontrar porque la red está saturada. Para empeorarlo más aún, la distribución de las historias ya no depende de tu rotativa sino de terceros como Facebook y Google, de los que llega la mayor parte del tráfico. Y ninguno de los dos se ha hecho grande dándole lo que deseaban a los medios, sino pensando en sus usuarios.
Dijo la periodista e inversora Esther Dyson que Internet es como el alcohol, acentúa y amplifica lo que haríamos de todas maneras. También ha sacado lo peor de los medios, convertidos hoy en una industria contaminante que lanza vertidos a la sociedad, solo que en lugar de adulterar el agua potable lo hace con las ideas que respiramos. Es posible que de la destrucción de la industria nazca algo mejor, por supuesto gracias a Internet, pero ese es otro artículo.
Los periodistas
No recuerdo qué compañero empezó a llamar terroristas a los periodistas capaces de hacer lo que fuera por el tráfico. Tampoco estoy muy orgullosa de usar un término tan políticamente incorrecto, pero es muy descriptivo. “Han contratado al terrorista ese. En nosedonde son unos terroristas, mandan los SEOs, no paran de publicar noticias sobre doodles, compran tráfico, se agregan unas webs rarísimas”. Así todo el rato.
Supongamos que una ha sido buena terrorista y ha cumplido los objetivos de tráfico del año. Aún le queda una última sorpresa en el sistema piramidal de los digitales. La parte de negocio dice: “Enhorabuena, el año que viene queremos un 20% más”. Aquí empiezan a aparecer los problemas.
Una se pone muy contenta porque ha conseguido una meta difícil. Somos humanos y nos gusta conseguir lo que nos proponemos, que las cosas funcionen, que se lean. “Noto cuando vuelve a casa y ha tenido un buen día de tráfico”, me contaba hace unos días un amigo sobre su mujer, una exitosa editora digital. Lo comprendo porque yo también me pongo contenta cuando la audiencia sube, furiosa cuando baja. Estamos enganchados a la actualidad, a las métricas. Nuestro cerebro no ha sabido resistirse a recibir las cifras en tiempo real, al pequeño subidón de dopamina tras el terrorismo laboral. Sin embargo, pocas veces nos acercamos a la audiencia para preguntarles qué les interesa, qué les preocupa, cómo podemos servirles mejor. Solo nos interesan como un número y eso, en la época en la que la tecnología permite saberlo todo de ellos, es imperdonable.
Puedo contar con los dedos de la mano las veces que he visto a un periodista negarse expresamente a aceptar sus objetivos de tráfico o reducirlos de forma deliberada por una razón editorial. Es cierto que en pocas ocasiones se unen la sangre fría, el desapego por el empleo y la inconsciencia necesarios como para hacerlo, pero lo normal, desde el becario al director, es que aceptemos seguir persiguiendo la zanahoria sin protestar. Alimentamos con alegría un sistema irracional solo porque somos buenos haciéndolo (primer problema).
Segundo problema: no tenemos ni idea de si una subida del 20% es mucho o poco, de quién es el tipo que ha mandado el mail con los objetivos ni de cómo discutirlos. Igual que durante décadas el oficio despreció a los técnicos, ahora desprecia a esa gente misteriosa que hace los números, y eso es un gravísimo error. Hasta que no aprendamos a hacer las cuentas no seremos dueños de nuestros destinos.
¿El siguiente paso? Lanzar medios rentables que no dependan del sablazo a los amigos del Ibex, de mendigar ayuda invocando al Verdadero Periodismo sin pensar en un plan de negocio, de subvenciones y publicidad institucional de la que no es gratis, de que seamos tan grandes o tan influyentes que nos rescaten los bancos como si fuéramos uno de ellos. Sin unas cuentas saneadas no hay libertad. Lo sé porque cuando el BBVA retiró su apoyo económico a Soitu, una pequeña e innovadora start-up periodística, me quedé en la calle. ¿Y todo esto cómo se hace? No tengo ni las más remota idea.
Estos dos problemas nos llevan al tercero: la credibilidad, esa palabra que uno ni se plantea cuando es obligado a publicar diez galerías de fotos al día. Todo tiene un autor, un culpable que ha encargado el tema, unas manos que lo han ejecutado aunque no lo firmen. Si copias, si mientes, si manipulas, si escribes basura siempre hay alguien que se va a dar cuenta, porque estamos en Internet y todos somos expertos en algo. Cada nota de prensa colocada, cada favor hecho, cada artículo no documentado, cada texto escrito para que lo lea alguien que no es tu lector deja huella. Puede que nadie en la redacción note que no tienes ni idea de YouTubers y alienten tu artículo, pero los adolescentes lo van a oler a leguas de distancia y formarán sobre él su idea de los medios. Esa confianza es casi imposible de recuperar, hablemos de YouTubers o de política.
El poder es, de hecho, el cuarto problema. A los directivos lo único que les interesa es la política, entendida como cercanía al poder y como forma de influir en él. En España los medios no son un contrapoder, son un poder (aunque cada vez más débil), no aspiran a controlarlo, sino a cenar con él. Mantienen un doble discurso en el que por la vía de los hechos son establishment, pero por la de la narrativa defienden una épica trasnochada y machista llena de máquinas de escribir, humo de tabaco, señores en tirantes, watergates y blanco y negro. Ojalá algún día un nuevo medio nazca diciendo la verdad: “Vamos a seguir haciendo lo mismo de siempre, solo que en internet que es más barato, niña, instálame el Twitter”. A diferencia de lo que ocurre en otros lugares del mundo, el problema en España no son las presiones, las amenazas, la asfixia económica, sino que ni siquiera son necesarias. El acto de valentía cotidiano no consiste en enfrentarse al Estado, a la Iglesia, a las empresas, sino en decidir no publicar el bulo de que Adele ha perdido 68 kilos. Todo en un oficio que aspiraba a ser justo lo contrario.
Esta cosmovisión sobre el poder se traduce en redactores que consideran que los únicos contenidos “serios” son los relacionados con la política y la economía, ignorando que la vida es rica y múltiple. Reina la última hora política, cuando en la vida suele importar más esa pieza sobre tu salud y la de tu familia, sobre el medio ambiente en el que vives, sobre la ciencia que cambiará tu vida, sobre la tecnología que la hace más fácil, sobre los libros y las series que la ensanchan. El entretenimiento sólo es relevante si es deportivo. Lo recién sucedido es lo único digno de publicar. Una enorme parte de la realidad es menospreciada por el propio oficio. Matar de aburrimiento al lector, escribir para uno mismo y no para el otro ha sido el quinto problema.
Durante mis meses sabáticos entendí que el álbum de las vacaciones de un conocido puede ser tan interesante o más que el mejor reportaje de un medio, y las páginas creadas sin pretensiones suelen ser las más cercanas a los lectores. Los medios son esos pesados que están todo el rato intentando que pinches en su enlace para llegar a una noticia que no siempre da lo que promete. “Yo amo los zapatos” tiene 40 millones de seguidores, Vogue USA 8. Cabronazi 9 millones, El País 2,6.
La realidad es que la relación medio-lector está casi rota (sexto problema). Los digitales permiten los banners engañosos. La parte final de las noticias está llena de links de pago que dirigen a los visitantes a contenidos vergonzosos que el medio hace como que no ve, pero que jamás aprobaría si fueran un contenido propio. Los lectores instalan programas que bloquean la publicidad, los medios plantean bloquear a los que los bloquean. Las páginas tardan tanto en cargarse, contienen tanta basura, tanta publicidad pesada, tanto código inútil, tantos añadidos, que Facebook y Google han inventado formatos más livianos como Instant Articles y AMP que -paradójicamente- los mismos medios que han convertido sus páginas en ilegibles han corrido a abrazar.
Esta desconexión podría reconstruirse con imaginación, pasión, amor por el talento, algo de lo que el sistema de pensamiento de los medios españoles adolece (séptimo problema). Internet es un festival de todo ello, pero la falta de crítica real y la mala gestión del talento -especialmente el joven- acaba creando redacciones endogámicas con serios problemas de diversidad de género, edad y clase que reproducen los de los sistemas de poder que deberían criticar. En cuanto uno sale de España descubre que no debe ser necesariamente así. Me gusta saber que, ya al final de la treintena, soy una de las veteranas de mi redacción actual y no una de las más jóvenes, como me sucedía en España.
Sobre la copia hay algo de justicia poética, y es que no suele funcionar. En este internet extraño a cada cual le ha funcionado una cosa distinta. Existen medios en los que triunfan los blogs, la información política, la fotografía, el periodismo local, las newsletters, los comentarios, los bots. Pero esta vez no estamos escribiendo de lo que funciona, sino de lo que no. Y respecto al pesimismo nacional, siempre recuerdo lo que dicen los colegas de los medios latinos, expertos en fabricar historias increíbles y valientes con pocos recursos, cuando los españoles les lloramos por la crisis: “Nosotros siempre estamos mal, si estuviéramos siempre quejándonos no haríamos nada”.
Los lectores
Un último párrafo sobre los lectores. Es normal que se vayan desentendiendo de la industria, que dejen de comprar, de ver la tele. Nadie puede exigirles que sostengan una industria desconcertada. Sí tienen otros dos problemas. El primero, que los lectores fieles que quedan caigan en la tentación de convertirse en fans, olvidándose de que no siempre es bueno que te den exactamente lo que esperas y que incluso el mejor de los medios necesita una reprimenda de vez en cuando. El segundo, el peligro de que usen los contenidos periodísticos para automedicarse: administrarse a conveniencia una dosis de ira, alegría o tristeza lista para contagiar a los demás en redes sociales, arrastrándonos a todos en una espiral viral de emociones colectivas cuando lo que mejor nos sentaría a todos, periodistas, lectores y periodismo, es romper ese ciclo con un poco más de cerebro.